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Sara dejó lo que estaba haciendo.

– ¿Goteará? ¿El qué?

Brock le señaló la frente.

– El agujero. Creía que lo habías visto, Sara. Lo siento.

– No -dijo Sara, agarrando la lupa.

Apartó el pelo de Andy Rosen y encontró una pequeña perforación en el cuero cabelludo. El cuerpo llevaba ya muchas horas en decúbito, y la piel había tenido tiempo de contraerse. Ahora el agujero se veía sin lupa.

– No puedo creer que se me pasara por alto -dijo Sara.

– Le examinaste la cabeza -dijo Jeffrey-. Te vi hacerlo.

– Ayer por la noche estaba tan cansada -se disculpó Sara, aunque le pareció una excusa muy pobre-. Maldita sea.

Brock se quedó visiblemente sorprendido por la exclamación. Sara sabía que debía disculparse, pero estaba demasiado enfadada.

La perforación que había en la frente de Andy Rosen era debida, sin duda, a una aguja. Alguien le había puesto una inyección en el cuero cabelludo, con la esperanza de que la pequeña herida quedara oculta por los folículos pilosos. De no habérsela señalado Brock, nunca la hubiera visto.

– Necesito a Carlos. Vamos a volver a tomar muestras de sangre y tejido.

– ¿Le queda sangre? -preguntó Jeffrey.

– Nosotros no… -dijo Brock.

– Claro que queda sangre -le interrumpió Sara. A continuación, para sí misma, añadió-: Quiero extirpar esta zona de alrededor de la frente. ¿Alguien sabe decirme qué más se me ha pasado por alto?

Se quitó las gafas, tan furiosa que se le nubló la vista.

– Maldita sea -repitió-. ¿Cómo se me pudo pasar?

– Yo tampoco lo vi -dijo Jeffrey.

Sara se mordió el labio inferior para no explotar.

– Lo necesito durante al menos otra hora.

– Oh, vale -dijo Brock, ansioso por marcharse-. Llámame cuando acabes.

Sara estaba sentada en el mármol de la cocina, contemplando el microondas y preguntándose si podía contraer cáncer por sentarse tan cerca del aparato. Estaba tan cansada que no le importaba, y tan furiosa consigo misma por haber pasado por alto la punción de aguja del cuero cabelludo de Andy Rosen que casi daba por bueno el castigo. Tres horas del más complicado examen físico que Sara había realizado en su vida no arrojó nada nuevo en el caso de Rosen. A continuación, llevó a cabo el mismo examen detallado con William Dickson, haciendo que Carlos y Jeffrey siguieran todos sus movimientos para tener una triple comprobación de lo que hacía.

Se había pasado otra hora con los ojos pegados al microscopio, estudiando los fragmentos del cuero cabelludo de Ellen Schaffer recuperados en la escena del crimen. Al final Jeffrey logró convencer a Sara de que, aunque hubiera alguna prueba que no hubiera resultado dañada y fuera aún detectable, estaba demasiado cansada para encontrarla. Necesitaba irse a casa y descansar. Jeffrey le prometió que, después de que ella descansara, la llevaría de vuelta al depósito para que pudiera revisarlo todo otra vez. En aquel momento, la idea le había parecido bien a Sara, pero el sentimiento de culpa y la necesidad de respuestas impedían que se le pasara por la cabeza cerrar los ojos. Se le había pasado por alto algo crucial en el caso, y, de no haber sido por Brock, Andy Rosen habría sido incinerado, destruyéndose toda esperanza de que Sara encontrara algo que demostrara que lo habían asesinado.

Sonó la alarma del microondas, y Sara sacó su pollo con pasta precocinado, sabiendo, antes de quitar la envoltura transparente, que sería incapaz de comérselo. Incluso los perros arrugaron el hocico ante el olor, y Sara se planteó tirarlo al cubo de la basura que estaba fuera antes de que la dominara la pereza y acabara arrojándolo al triturador de basura del fregadero.

La nevera no tenía mucho que ofrecerle, exceptuando una mandarina reseca que se había pegado al estante de cristal, y dos tomates de aspecto fresco y origen dudoso. Sara se quedó mirando el frigorífico, sin expresión, debatiendo sus opciones, hasta que el estómago comenzó a quejarse. Por fin decidió hacerse un sándwich de tomate sentada a la mesita con ruedas de la cocina, para poder mirar el lago. Fuera se oía el rugido de los truenos. La tormenta les había seguido desde Atlanta.

Sara observó la hilera de platos y vasos colocados en el escurridor que había junto al fregadero en el que Jeffrey los había lavado, y por alguna estúpida razón se le escaparon algunas lágrimas. Ni todas las flores del mundo ni los más hermosos cumplidos podían compararse con un hombre que hacía las tareas domésticas.

– Dios mío -exclamó Sara, riéndose de sí misma.

Se secó los ojos y se dijo que la falta de sueño y el estrés la estaban dejando para el arrastre.

Estaba pensando en darse una buena ducha y quitarse la mugre del día cuando alguien llamó enérgicamente a la puerta. Sara refunfuñó al levantarse, suponiendo que algún vecino bienintencionado se dejaba caer para interesarse por Tessa. Durante una fracción de segundo se le ocurrió fingir que no estaba en casa, pero la mínima posibilidad de que algún vecino le trajera un guiso o un pastel la empujó a abrir la puerta.

– Devon -dijo, sorprendida al ver al novio de Tessa en el porche.

– Hola -le contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos. A sus pies había una bolsa de marinero-. ¿Por qué hay un poli vigilando?

Sara saludó a Brad, quien se hallaba en el interior de un vehículo estacionado al otro lado de la calle desde que ella llegara a casa.

– Es una larga historia -dijo, sin querer mencionar los temores de Jeffrey.

Devon bajó los ojos a la bolsa.

– Sara, yo…

– ¿Qué? -preguntó Sara, y el corazón le dio un vuelco al comprender que a lo mejor le había pasado algo a Tessa-. ¿Es que está…?

– No -la tranquilizó Devon, extendiendo los brazos para poder cogerla si se desmayaba-. No, lo siento. Debería habértelo dicho. Ella está bien. Acababa de volver a…

Sara se llevó la mano al corazón.

– Dios mío, me has dado un susto de muerte. -Le hizo una seña para que entrara-. ¿Quieres comer algo? Sólo tengo…

Sara se detuvo al ver que él no la seguía.

– Sara -dijo Devon y, a continuación, volvió a mirar la bolsa-. Te he traído algunas cosas de Tessa. Cosas que dijo que quería.

Sara se apoyó contra la puerta abierta, sintiendo un hormigueo en la nuca. Sabía por qué había venido, y para qué era la bolsa. Dejaba a Tessa.

– No puedes hacerle esto, Devon. Ahora no.

– Ella me dijo que me fuera.

Sara no dudaba que Tessa se lo hubiera dicho, al igual que también tenía la certeza de que si se lo había dicho era precisamente para que se quedara.

– Es lo único que me ha dicho en dos días. -Las lágrimas le resbalaron por las mejillas-. «Vete», sólo eso. «Vete.»

– Devon…

– No puedo quedarme allí, Sara. No soporto verla así.

– Al menos espera un par de semanas -dijo, consciente de que le estaba suplicando.

Tanto daba lo que Tessa le hubiera dicho, si Devon la abandonaba ahora la destrozaría.

– Debo irme -dijo Devon, levantando la bolsa y llevándola al vestíbulo.

– Espera -dijo Sara, intentando razonar con él-. Sólo te dijo que te fueras para asegurarse de que querías quedarte.

– Estoy tan cansado. -Dirigió los ojos hacia el interior de la casa, con la mirada perdida en el pasillo-. Ahora debería tener a mi bebé. Debería estar haciendo fotos y repartiendo puros.

– Todo el mundo está cansado -le dijo Sara, pensando que no le quedaban fuerzas para eso-. Deja que pase un poco de tiempo, Devon.

– Vosotros estáis muy unidos. Os juntáis y le hacéis compañía, y eso está muy bien, pero… -Se interrumpió y negó con la cabeza-. Ése no es mi sitio. Es como si todos fuerais un muro que la rodeara. Ese muro grueso e impenetrable que la protege, que la hace más fuerte. -Se interrumpió otra vez y miró a Sara-. Yo no formo parte de eso. Nunca lo haré.

– No es cierto -insistió Sara.