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Sara preguntó a Jeffrey:

– ¿Era zurdo?

– ¿Importa?

– ¿Ah, no? -preguntó Sara, sorprendida.

No es que hubiera pensado en ello antes, pero siempre había imaginado que los hombres utilizaban su mano dominante. Jeffrey apartó la mirada cuando Sara apartó la mano de Dickson de su pene. Los dedos seguían curvos, pero el rígor mortis se iba disipando lentamente de la parte superior del cuerpo, donde había comenzado. Las puntas de sus dedos eran de un morado oscuro, y en el pene se apreciaba claramente dónde había estado la mano.

– ¡Ay! -susurró Carlos, y fue la primera vez que Sara le oyó comentar alguno de sus hallazgos.

Estaba observando el pronunciado color corcho de las protuberancias bilaterales que había en torno a los testículos.

– ¿Eso son heridas de cuchillo? -preguntó Jeffrey.

– Yo diría que son quemaduras eléctricas -dijo Sara, reconociendo el color-. Recientes, probablemente de los últimos días. Eso explicaría el cable eléctrico que había junto a la cama. -Cogió un hisopo y lo apretó contra la quemadura, sacando un pegote viscoso que parecía pomada. Lo olió y dijo-: Huele a vaselina. Carlos le acercó una bolsa para meter el hisopo.

– ¿Se utiliza vaselina en las quemaduras? -preguntó Jeffrey.

– No, pero teniendo en cuenta su botiquín, no me sorprendería que fuera de esos que leen los prospectos. -Estudió las quemaduras-. Tal vez utilizaba la vaselina como lubricante.

Carlos y Jeffrey intercambiaron una mirada de desacuerdo.

– Probablemente utilizaba Bálsamo de Tigre -dijo Jeffrey-. Tenía un tarro junto a la tele.

Sara recordó el tarro de la foto, pero no le había dicho nada.

– ¿Eso no se utiliza para los músculos doloridos?

Ninguno de los dos hombres contestó, y Sara pasó a las quemaduras.

– Puede que utilizara la estimulación eléctrica para llegar al orgasmo.

– Eso no es lo primero que se me ocurriría para estimularme -dijo Jeffrey.

– Se chutaba metanfetamina pura -dijo Sara-. Dudo que pensara con mucha claridad. -Le preguntó a Carlos-: ¿Puedes ayudarme a darle la vuelta?

Carlos se puso unos guantes, y entre los dos colocaron a Dickson boca abajo. Las nalgas del difunto mostraban una pronunciada lividez, y se veía una larga marca horizontal en la espalda, en la zona que había permanecido contra la cama.

Sara examinó a William Dickson de pies a cabeza, sin estar muy segura de qué buscaba. Finalmente encontró algo digno de señalar.

– Tiene cicatrices en torno al ano -dijo a Jeffrey, que miraba hacia los fregaderos.

– ¿Era homosexual? -preguntó Jeffrey.

– No necesariamente -dijo Sara, sacándose los guantes. Fue a buscar otro par y dijo-: No hay manera de saber cuándo ni cómo se lo hizo. Hay heterosexuales a los que les van estas cosas.

Jeffrey irguió los hombros como diciendo «No a este heterosexual que tienes delante».

– Si era homosexual, podrían haberlo matado simplemente por serlo.

– ¿Tienes alguna otra prueba de que fuera homosexual?

– Nadie está diciendo que lo fuera.

– ¿Qué me dices de la cinta que estaba mirando?

– Hetero -concedió Jeffrey.

– A lo mejor podrías volver y buscar algún tipo de artilugio que pudiera utilizar. Considerando sus otros gustos, no me sorprendería que tuviera algún consolador anal o…

Jeffrey la interrumpió.

– ¿Algo parecido a un chupete rojo y gigante?

Sara asintió y él frunció el ceño, probablemente recordando haberlo tocado.

Sara volvió al trabajo. Tomó fotos de lo que había encontrado, y a continuación le pidió a Carlos que volviera a girar el cadáver. La carne se le estaba aflojando, pero el rígor mortis aún lo hacía difícil de manejar.

Sara repitió el examen en la parte delantera del cuerpo de Dickson, comprobando cada recodo y grieta. Tenía la mandíbula lo bastante floja como para que pudiera abrírsela, pero no vio nada que obstruyera la vía respiratoria. El surco que le rodeaba el cuello y las petequias que le moteaban la piel en torno a sus ojos inyectados en sangre eran propios de la estrangulación. Sara le dijo a Jeffrey.

– La presión contra las arterias carótidas, que llevan sangre oxigenada al cerebro, provocaría una hipoxia cerebral transitoria. Se tarda entre diez y quince segundos en perder la conciencia a causa de la oclusión.

– En cristiano -dijo Jeffrey.

– El objetivo es impedir el flujo de sangre a la cabeza a fin de incrementar el placer de la masturbación. O bien calculó mal o se entusiasmó tanto que se desmayó a causa de la pérdida de sangre, o la metanfetamina le dio un bajón muy fuerte… -Sara guardó silencio, sabiendo que Jeffrey estaba considerando todas las posibilidades. Después añadió-: Comprobaré los cartílagos hioides y tiroides cuando le abra el cuello, pero dudo que estén aplastados. Me parece que, entre el gancho y el acolchado del cinturón, sabía lo que estaba haciendo.

– Parece -repitió Jeffrey, pero Sara no compartía su escepticismo.

– Supongo que podemos empezar -dijo Sara, pensando que un examen interno le proporcionaría un material más concluyente.

– ¿No quieres esperar a Brock?

– Probablemente algo le ha retenido -lo disculpó Sara-. Empecemos, ya haremos una pausa cuando llegue.

Sara puso en marcha el dictáfono y procedió con la autopsia de William Dickson, enumerando los hallazgos habituales, examinando cada órgano y cada fragmento de piel bajo la lupa hasta que estuvo segura de que no podía hacer nada más. A excepción de un hígado adiposo y un reblandecimiento del cerebro debido a la constante ingestión de drogas desde hacía mucho tiempo, no había nada destacable en el muchacho, exceptuando la manera en que había muerto.

Acabó el dictado con la misma conclusión que le había comunicado antes a Jeffrey.

– La muerte se ha debido a la oclusión de las arterias carótidas con hipoxia cerebral.

Apagó el micrófono y se quitó los guantes.

– Nada -resumió Jeffrey:

– Nada -coincidió Sara, poniéndose otro par de guantes. Estaba cosiendo el pecho con un punto normal de pelota de béisbol cuando se oyó el montacargas que había junto a las escaleras.

Carlos se marchó antes de que se abrieran las puertas.

– Hola, señora -dijo Brock, empujando una camilla de acero inoxidable hacia el interior del depósito-. Siento llegar tarde. De pronto aparecieron algunas personas de luto reciente y tuve que atenderlas. Le podría haber dicho a mamá que llamara, pero ya sabéis. -Le sonrió a Jeffrey, a continuación a Sara, incapaz de confesar que no podía confiar en su propia madre-. De todos modos, me figuré que no perderíais el tiempo.

– No pasa nada -le aseguró Sara, acercándose al congelador.

– A éste no me lo llevo -dijo Brock, señalando a Dickson-. Parker está en Madison y los recogerá.

La camilla se enganchó en una baldosa rota y Brock trastabilló.

– ¿Puedo echarte una mano? -le preguntó Jeffrey.

Brock soltó una risita, enderezándose.

– Llevo el carné de conducir y los papeles del coche, jefe -como si Jeffrey le hubiera detenido por saltarse una señal de tráfico. Sara sacó el cuerpo de Andy Rosen y comenzó a ayudar a Brock a moverlo.

– ¿Necesitas la bolsa? -preguntó Brock.

– Tráemela mañana -dijo Sara. Pero enseguida se acordó de Carlos y cambió de opinión-. De hecho, ¿te importaría usar una de las tuyas?

– Soy como los boy scouts -dijo Brock.

Metió la mano bajo la camilla y sacó una bolsa verde oscuro para cadáveres con el emblema de Brock e Hijos impreso a un lado en letras doradas.

Sara tiró de la cremallera mientras colocaba la bolsa sobre la camilla.

– Bonita incisión -observó Brock-. Puedo pegarlo y luego meterle un poco de algodón encima, no hay problema.

– Bien -le contestó Sara, sin saber qué más decir.

– Ayer, cuando estuve aquí, le eché un vistazo sólo para ver cómo le embalsamaría. -Exhaló un suspiro de resignación-. Supongo que puedo utilizar un poco de masilla para remendarle la cabeza. Pero este cabrón goteará como me llamo Brock.