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– Según me ha comentado el viceministro, su patólogo halló un residuo en los pulmones de Henglai similar al que hemos descubierto nosotros -aventuró Hulan, que evitó usar el nombre su padre. David no se había dado cuenta de la coincidencia de los apellidos, y ella no quería dárselo a entender-. ¿Pudo determinar qué era?

– No exactamente. Creo que procede de algún insecto y que es extremadamente tóxico, pero nada más. ¿Y el suyo?

Hulan frunció el entrecejo, pero su voz siguió siendo profesional cuando respondió:

– El patólogo Fong observó que los dientes y las uñas se habían ennegrecido de un modo que él no había visto jamás. ¿Halló su patólogo algo similar?

David recordaba vívidamente el color de los dientes de Guang Henglai sonriéndole cuando cayó sobre él en la bodega del Peonía de China.

– Nuestro forense lo achacó a una degradación lógica teniendo en cuenta el avanzado estado de descomposición.

David esperaba que Hulan añadiera más datos a su informe, pero ella se limitó a emitir un leve sonido de aprobación antes de añadir:

– No pudimos realizar pruebas forenses.

Él esperó a recibir más información, pero Hulan guardó silencio.

– Dígame lo que sepa sobre el Ave Fénix -pidió.

Hulan suspiró. Aquél era otro tema con el que habría de tener mucho cuidado.

– El jefe de sección Zai ha ordenado varias investigaciones sobre el Ave Fénix. Yo no he participado en ellas, pero sé que no han tenido éxito.

– Es difícil conseguir que hable alguien -dijo David-. Nadie quiere traicionar a la banda.

– En realidad -añadió ella con cautela-, hemos estado muy cerca en varias ocasiones, pero el Ave Fénix parecía saber siempre que íbamos a llegar.

– =Cree usted que tienen un informador?

– Es posible. Todo se puede comprar en China.

– =Qué pruebas han conseguido reunir?

– No lo sé -respondió ella-. Como le decía, no he trabajado en esos casos.

– Pero, con lo que yo sé, quizá podríamos sacar algunas conclusiones -ofreció David.

– Quizá -admitió ella-. No son necesarias demasiadas pruebas para conseguir una condena en China, pero sean cuales sean los hechos obtenidos, nunca han sido suficientes para el viceministro. -Entonces tendremos que buscar más -decidió David. Sus miradas volvieron a encontrarse.

David carraspeó y desvió la vista.

– Inspectora Liu, estamos en su terreno y ésta es su investigación. ¿Qué sugiere que hagamos a continuación?

– =Qué haría usted en mi lugar?

– Creo que deberíamos empezar por los padres.

– El embajador Watson es un hombre difícil.

– También es un político -dijo David, encogiéndose de hombros-, y debemos suponer que no es estúpido. Creo que todos podríamos ponernos de acuerdo en que esta situación es excepcional. Sospecho que él también lo admitirá y aceptará vernos. ¿Qué me dice de la madre del chico?

– Creo que sería mejor hablar con la señora Watson a solas, pero no estoy segura de cómo conseguirlo. Su marido parece tenerla controlada.

– ¿Amigos?

– No sé de ninguno, pero tampoco los he buscado.

– Eso no me parece propio de usted.

– Las palabras escaparon de sus labios antes de que pudiera pensarlo dos veces.

Otro embarazoso silencio se adueñó de la habitación, hasta que por fin Hulan habló.

– La hierba se inclina en la dirección del viento. En China, hago lo que me ordenan. Obedezco a mis superiores, sobre todo en cuestiones políticas. ¿Comprende? -Hizo una pausa-. Esperaba su llegada para hablar con la familia de Guang Henglai.

– Qué puede decirme sobre Guang Mingyun?

– Es un importante hombre de negocios de nuestro país. De no ser por él, no estaría usted aquí.

– Y a su hijo lo consideraban un príncipe rojo?

– No es una expresión que me guste utilizar.

– Aun así…

– Aun así -admitió Hulan.

La tarde iba transcurriendo. La habitación se hizo más oscura y fría cuando la poca luz del sol que en ella entraba desapareció tras una capa de nubes cada vez más densa. Hulan encendió la lámpara de su mesa e intentó hallar otro tema de conversación, pero habían dicho ya todo lo que debía decirse sobre el caso, y aquél no era el lugar apropiado para hablar del pasado.

– ¿Qué quiere que haga ahora? -preguntó él.

– Creo que sería mejor que Peter le llevara de vuelta al hotel. -David negó con la cabeza, pero Hulan continuó-. Está en China. Yo me encargaré de nuestras citas. -Se levantó y extendió la mano-. ¿Hasta mañana, pues?

– Hulan…

– Bien -dijo ella, soltando la mano de David a regañadientes. Se dirigió a la puerta y la abrió-. Dejaré un mensaje en el hotel para comunicarle la hora.

Peter, que aguardaba junto a la puerta, se puso en pie de un salto, dijo unas cuantas frases rápidas en chino a Hulan y luego condujo a David de vuelta por el laberinto de corredores y escaleras hasta el patio. Mientras, en su despacho, Hulan apoyaba la espalda en la puerta cerrada e intentaba serenarse.

Cuando Hulan abandonó finalmente su despacho, ya era de noche. Se abrochó la chaqueta para protegerse del frío y se ató un pañuelo a la cabeza. Otros ocupantes del edificio se dirigían a paso rápido hacia sus bicicletas. Hulan notaba claramente que los demás se mantenían a distancia, que fingían no verla aunque caminaba junto a ellos a lo largo del aparcamiento de bicicletas.

Se recogió la falda, pasó la pierna por encima de su Flying Pigeon azul y plateada, y salió del complejo pedaleando para sumergirse en el anonimato de cientos de compatriotas que volvían a casa. Qué pacífico era aquello comparado con la manera de conducir de Peter, a trompicones. El ritmo fácil y tranquilo de su bicicleta entre otros cientos de bicicletas se convirtió en una tranquilizadora meditación.

Disfrutaba con los momentos en que se detenía en un semáforo y podía observar la vida cotidiana de la ciudad. En la esquina de una calle había un carrito cargado de manzanas escarchadas y ensartadas en pinchos de bambú. En otra, un hombre asaba a la parrilla fragantes tiras de cerdo adobado. En otra más, un pequeño grupo de gente se apiñaba en torno a un quiosco para comer ruidosamente olorosos fideos de pequeños cuencos esmaltados que devolvían vacíos al propietario.

Hulan aparcó la bicicleta delante de uno de los nuevos edificios de apartamentos. Subió en el ascensor hasta el decimoquinto piso y llamó a una puerta al final del pasillo. Una doncella la condujo hasta la sala de estar. Pocas cosas había allí que ofrecieran algún indicio sobre la personalidad de los que vivían en la casa. El sofá estaba cubierto por una funda floreada de poliéster. Alrededor de una mesita baja había varias sillas de respaldo recto. Unas cuantas plantas de plástico acumulaban polvo en cestos de mimbre, y en las paredes colgaban cuadros al óleo de paisajes decididamente occidentales.

Una mujer sentada en una silla de ruedas miraba por la ventana.

– Cómo está hoy? -preguntó Hulan a la doncella, quitándose la chaqueta. Prefería el frío de las construcciones antiguas, como su casa del hutong y los edificios públicos, a las habitaciones excesivamente caldeadas de los apartamentos nuevos y los hoteles de estilo occidental que habían surgido en los últimos años.

– Tranquila. Sin cambios.

Hulan cruzó la habitación, se arrodilló junto a la silla de ruedas y alzó la mirada hacia el rostro de su madre. Jiang Jinli no movió los ojos. Ella le cogió suavemente una mano de piel translúcida y acarició las venas delicadas con un dedo.

– Hola, mamá.

No hubo respuesta.

Hulan cogió un taburete de jardín de porcelana para sentarse junto a su madre y empezó a hablarle de lo que había hecho durante el día.

– He tenido una visita muy interesante, mamá. Creo que recordarás que te he hablado de él antes.

Siguió hablando como si su madre participara activamente en la conversación, porque a veces, después de horas, o incluso días de un silencio total, Jinli se mostraba muy comunicativa. En esas ocasiones, si bien eran escasas, Hulan se daba cuenta de hasta qué punto sus monólogos penetraban en la conciencia de su madre.