– ¿No he cumplido con mi trabajo?
– No se trata de eso. Eres una princesa roja. No tienes por qué trabajar en absoluto.
– Soy buena en mi trabajo.
– Sí lo eres -admitió él-. Pero tu madre te necesita. Ven a casa con nosotros. Cuida de ella.
Hulan no aceptó ni siguió discutiendo. Pero mientras estaba sentada allí, comiendo los últimos granos de arroz de su cuenco, sabía que todo lo que su padre había dicho era cierto.
7
31 de enero. Los padres
La embajada americana estaba formada por varios edificios amplios de color beige sucio y tejados de tejas grises. En las esquinas de cada alero, una cámara de vídeo hacía su metódico barrido de un lado a otro. El complejo en sí estaba rodeado por una alta verja de hierro forjado interrumpida a intervalos regulares por pilares grises. Inmediatamente después de la verja crecían unos setos ralos y unos árboles letárgicos alzaban sus ramas hacia el cielo sombrío. A lo largo de uno de los lados del complejo, cientos de bicicletas formaban pulcras hileras.
La entrada principal estaba flanqueada por garitas. La de la izquierda servía como la primera de muchas paradas para aquellos chinos que desearan obtener un visado para entrar en Estados Unidos. Varios guardias malhumorados con uniforme verde y negros sombreros de pieles mantenían a raya a sus compatriotas. Al otro lado de la calle, frente a la embajada, la gente aguardaba que le permitieran pasar a la cola preliminar para el visado o a ser llamada para una entrevista. A su derecha, la calle giraba hacia Silk Road, donde destellos de púrpura, rojo y amarillo daban vida a los puestos al aire libre.
Hulan y David cruzaron la puerta, así como varias barreras humanas y físicas, y llegaron a una recepción donde les presentaron a Phil Firestone, secretario del embajador y su mano derecha. A pesar del traje azul de rayas y de la corbata roja de lunares, los cabellos rubios de Phil y su rostro que conservaba aún algo de su redondez infantil le daban un aire decididamente juvenil. Su sonrisa era cordial.
Mientras esperaban a que el embajador atendiera a una visita previa, Phil charlaba sobre su casa y sobre su peripecia para llegar a China.
– Mi familia también es de Montana, de modo que conocemos al embajador y a su familia desde hace tiempo. Mi madre trabajó en la campaña senatorial de Bill Watson y yo tuve la suerte de entrar a formar parte de su personal en Washington. Cuando el presidente nombró embajador al senador Watson, aproveché la oportunidad para venir a Pekín…
– Está usted casado? -preguntó David por seguir con la conversación.
– No, supongo que por eso no me importa estar desarraigado. Puedo seguir al embajador sin preocuparme por el efecto que eso causaría en una mujer o unos hijos. Sé lo difícil que puede ser esta vida para algunas familias. -Al darse cuenta de que quizá sus palabras no eran excesivamente diplomáticas delante de Hulan, Phil intentó enmendar su error-. No quiero decir con eso que Pekín no sea maravilloso. Personalmente adoro a su gente.
– No se preocupe, señor Firestone -dijo ella-. También yo he vivido en el extranjero. Sé lo difícil que es estar lejos de casa. Creo que sobre todo eché de menos la comida.
– Madre mía, lo que daría yo por una hamburguesa a veces.
– Aquí hay McDonald's.
Phil Firestone rió afablemente y luego consultó su reloj.
– El embajador debe de estar libre -dijo, y los condujo a un despacho contiguo-. Si esperan aquí, el embajador estará con ustedes enseguida -añadió, y se fue, dejándolos solos.
David estaba algo irritado, pero Hulan mantenía la apariencia de una absoluta serenidad. Su cuerpo permanecía inmóvil y contenido, pero sus ojos vagaron por la habitación, desde la bandera de Estados Unidos, que colgaba tras la mesa, hasta los sellos y placas oficiales de las paredes y el cowboy de bronce de Frederic Remington que había sobre la mesa. Sin embargo, por dentro Hulan estaba furiosa. El embajador tenía la inteligencia suficiente para saber que los chinos valoraban en mucho la puntualidad, por lo tanto, su grosería era intencionada.
– Lamento haberles hecho esperar. -La voz del embajador les llegó antes incluso de que hubiera entrado en la habitación-. He estado ocupado todo el día con los problemas que tenemos ahora mismo. -Extendió la mano-. David Stark, supongo. He oído hablar muy bien de usted.
– Es un placer.
– Y, por supuesto, no he olvidado a la inspectora. -Los azules ojos del embajador se posaron sobre Hulan-. Debo confesar que no esperaba volver a verla.
– Las cosas no salen siempre como queremos -admitió Hulan. El embajador pareció desconcertado, pero al punto dejó escapar una estridente carcajada.
– Tiene usted sentido del humor. Bien -dijo, señalando un sofá de piel roja-. Por favor, pónganse cómodos. ¿Phil? -llamó-. ¿Dónde está Phil? ¿Phil?
El ayudante asomó la cabeza por la puerta.
– ¿Señor?
– Creo que nos vendría bien un café, ¿o prefiere usted té?
– Café, gracias -musitó Hulan.
– Café, pues, Phil. -El embajador se sentó frente a ellos en un sillón de orejas de piel roja a juego con el sofá. Sonrió y luego se dirigió a su compatriota-. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Ante todo -empezó David-, permítame decirle que lamento mucho la pérdida de su hijo. Comprendo que no debe de ser fácil hablar de ello. -El embajador guardó silencio con mirada distante. David prosiguió-. La inspectora Liu me ha dado muchos detalles de la muerte de su hijo. Como supongo que usted ya sabe, son extraordinariamente similares a los que hallamos en el caso del hijo de Guang Mingyun.
– No pude ayudar a la inspectora en su momento. No veo cómo puedo ser de ayuda ahora.
– Si quisiera usted contestar a unas cuantas preguntas… El embajador exhaló un suspiro.
– Adelante.
– Conocía usted a Guang Henglai?
– No nos habíamos visto jamás.
– Sin embargo -le interrumpió Hulan-, he visto por las fotografías que sí conoce a su padre.
– ¿Cómo podría desarrollar mi trabajo en Pekín y no conocer al estimado señor Guang?
– ¿Pero está seguro de que no vio jamás a su hijo?
– Inspectora, no creo que necesite recordarle que usted y yo tuvimos nuestras diferencias. Cuando respondo a una pregunta, no debe esperar nada más que la verdad de mí, como persona y como embajador de mi país. Ya he dicho que no conocía a Guang Henglai y ésa sigue siendo mi respuesta.
– Quizá pueda decirnos algo sobre su hijo -sugirió David tras un embarazoso silencio. El embajador se encogió de hombros.
– Cómo puede un padre describir a su único hijo? Billy era un buen chico. Naturalmente, se vio envuelto en las típicas riñas de instituto, pero, señor Stark, estoy convencido de que tanto usted como yo tuvimos la misma clase de problemas.
– Tengo entendido que estudiaba en la universidad.
– Me nombraron para este cargo justamente cuando Billy se graduó en el instituto. Él decidió, y Elizabeth y yo estuvimos de acuerdo, que debería tomarse un año libre para venir aquí. ¿Qué mejor educación para un joven que un año en el extranjero? Pero después de ese año creí que sería mejor que Billy iniciara su educación universitaria. No quería que se retrasara excesivamente con respecto a sus compañeros. Le admitieron en la Universidad del Sur de California.
– ¿Qué estudiaba? -preguntó Hulan.
– No debe de tener usted demasiado contacto con jóvenes estadounidenses. Estudian lo que quieren.
– ¿No sabe qué estudiaba? -insistió Hulan.
– ¡Acabo de responderle! ¡Si piensa preguntarme dos veces cada cosa nos pasaremos aquí todo el día!
Esta vez fue la entrada de Phil Firestone la que rompió la embarazosa pausa en la conversación. El ayudante del embajador se hizo cargo de la situación con diplomática destreza.