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Siendo niña, Hulan se admiraba (y a veces sentía celos) de la belleza de su madre. A pesar de los años transcurridos y de todo lo que había tenido que sufrir, Jinli seguía siendo casi igual a la joven esposa de un prometedor funcionario del Partido asignado al prestigioso Ministerio de Cultura. Hulan recordaba que su madre adoraba vestirse de colores llamativos (fucsia, esmeralda y azul), que resaltaban aún más junto al gris proletario de la gente que solía reunirse en el hogar de los Liu para oír canciones tradicionales y otras de la ópera de Pekín; veladas en las que se comían albóndigas rellenas de carne y frutas y se bebía mao tai. Recordaba que su padre solía invitar a amigos como el señor Zai, que sabían tocar los instrumentos tradicionales, para que acompañaran a Jinli en sus canciones sobre amores no correspondidos. Hulan recordaba también a su padre sentado, inmóvil, escuchando a Jinli mientras ella cantaba melodiosamente con los ojos chispeantes de amor por él.

Hulan atesoraba el recuerdo de los amigos de sus padres, que la aupaban al regazo y le susurraban al oído, entre risas: «Tu mamá y tu papá son como unos palillos, siempre juntos, siempre en armonía», o «Tu mamá es como una hoja de oro en un árbol de jade», con lo que querían decir que Jinli era la mujer ideal. Muchos años después, parecía que su madre se había quedado detenida en aquel tiempo, como jade enterrado profundamente bajo roca. No había envejecido. Las penalidades físicas y mentales que había soportado no habían alterado su belleza. Era como si el tiempo sólo transcurriera en aquellos raros intervalos en que Jinli estaba lúcida.

Durante casi veinticinco años, había permanecido imposibilitada en su silla de ruedas. El padre de Hulan cuidaba a su esposa con devoción absoluta. Pagaba sobornos bajo mano para que tuviera acceso a los mejores médicos occidentales. Pagaba cifras astronómicas por brebajes de hierbas especiales de la medicina tradicional china, destinados a mejorar y fortalecer su salud física. Fuera gracias a la medicina occidental o a la china, lo cierto era que Jinli no mostraba la habitual tendencia a las infecciones de los parapléjicos. Sin embargo, nada había conseguido mejorar su estado mental, que, de hecho, había empeorado poco a poco desde el accidente.

Cuando tenía la mente lúcida, ella y su hija hablaban de cosas sin trascendencia: del encantador aspecto de los cerezos en flor en la ladera de la colina del Palacio de Verano, del brillo de la seda que Hulan había elegido para un vestido. Jamás hablaban de la enfermedad. Jamás hablaban del padre de Hulan ni de que hubiera sido destinado al Ministerio de Seguridad Pública veinte años atrás, ni de cómo había ascendido regularmente hasta el cargo que ahora ocupaba, tras los sucesos de la plaza de Tiananmen en 1989. Naturalmente, tampoco hablaban del trabajo de Hulan, puesto que su madre no tenía la menor idea de lo que hacía para ganarse la vida. Así pues, aquella tarde, con las luces de Pekín brillando a sus pies, Hulan no habló del caso ni de porqué David se hallaba en Pekín, sino únicamente del aspecto que tenía.

Cuando llegó el padre, ella se apresuró a levantarse, besó a su madre y recogió sus cosas.

– Ni hao -saludó él-. Hola. -Entró en la habitación frotándose los dedos fríos. Su postura era correcta, su paso vivo. Una cálida sonrisa adornaba sus facciones.

– Buenas noches, viceministro.

Liu no dio muestras de sorprenderse por la formalidad con que su hija se dirigía a él.

– ¿Has cenado ya?

– Sí, y estaba a punto de marcharme.

– Pero te quedarás a tomar el té.

– Gracias por tu cortesía. Pero realmente debo regresar a casa.

Habían tenido esta misma conversación durante muchos años en las raras ocasiones en que él volvía a casa temprano o ella se había demorado. Hulan sabía ya lo que vendría después.

– Tu madre se sentiría muy honrada si te quedases.

Por mucho que ella protestara y afirmara que había cenado ya, o que había tomado té, o que tenía que ir a algún sitio, su padre no descansaba hasta que cedía. Hulan prefirió no discutir y volvió a quitarse la chaqueta.

– Bien -dijo él-. Podrás ayudarme a hacer la cena.

En la cocina, la encimera brillaba bajo el resplandor de la intensa luz. El padre de Hulan se arremangó y se dispuso a pelar y trocear jengibre y ajo. Hulan lavó el arroz hasta que el agua salía clara y luego lo echó en una olla decorada con peonías de color rosa. Después lavó varios cogollos de coles chinas para quitarles la suciedad y los restos de estiércol. Finalmente, contempló a su padre mientras éste asaba trozos de cerdo en un wok humeante. Las manos de Liu se movían con rapidez. Los músculos de sus brazos se tensaron cuando levantó sin esfuerzo el wok y su aromático contenido, que vertió en un gran plato llano.

En el comedor (tan occidental con su araña, su mesa oval y sus sillas y su mueble vitrina lleno de platos Melmac), el viceministro Liu eligió los trozos más exquisitos del plato y los depositó en el cuenco de su mujer. Cuando alzó los palillos hacia la boca de Jinli, carraspeó. Fuera de la rígida etiqueta de su relación profesional, las conversaciones entre Hulan y su padre giraban siempre en torno a la obediencia y la responsabilidad. Para ser un hombre moderno, un líder del Partido con un excelente historial revolucionario, Liu demostraba una clara adhesión a las creencias de Confucio.

– Hulan -empezó-, ¿cuántas veces te he pedido que vengas a casa a vivir con nosotros?

– Viceministro, yo no considero que ésta sea nuestra casa. Ahora vivo en nuestra auténtica casa.

– Ese sitio es viejo. Estamos en una nueva era. Tu auténtica casa está junto a tus padres. -Se encogió de hombros-. Pero tú sabes que no me refiero a eso. Estoy hablando del deber que tienes hacia tu familia.

– La lealtad filial es una de las viejas costumbres.

– Eso es cierto. Mao no creía en las viejas costumbres. Tuvo muchas amantes y esposas. Cuando tenían hijos, él no vaciló en dejárselos a campesinos de las aldeas que encontraba por el camino. Pero Mao está muerto. No hace falta que te lo diga.

– No, no hace falta, viceministro.

– La familia es un santuario. En China no existe ambigüedad sobre quién es cada uno. Tu madre y yo estamos unidos por nuestros antepasados, como tú estás unida a nosotros, que somos tus mayores.

– Baba.

Esta ruptura de lo que era norma habitual hizo que su padre la mirara. Hulan respiró profundamente y volvió a intentar.

– Baba, tengo una gran deuda contigo y con mamá por criarme. Sé que jamás podré pagároslo. -El significado de sus palabras fue tan claro para el viceministro como si ella lo hubiera expresado con todas las letras: «Vosotros me enseñasteis. Me disteis ropa y alimento. En toda vuestra vida, aunque fuera varón, quizá no podría pagar la deuda del deber hacia vosotros. Pero en vuestra muerte, me encargaría de que tuvierais un entierro adecuado. Si fuera varón, me encargaría de que se quemaran ropas de papel y papel moneda para que fuerais ricos en el más allá. Y cada año, en el Festival de Primavera, haría que mi esposa y mis hijas os prepararan un pollo entero, un pato entero y un pescado entero como símbolos de unidad y prosperidad para la familia. Encenderíamos incienso para vosotros. Como hijo varón, podría chu xi, devolveros con interés el don de la vida. Pero sólo soy una hija.»

– Una hija no es una cosa tan mala -dijo su padre, deslizando una seta arrugada en la boca abierta de Jinli-. Nuestra familia ha dado nombre a sus hijas durante siglos.

– Veo a mamá cada día.

– No es lo mismo. Estás soltera. -Lo que quería decir era: «De soltera, obedece a tu padre. De casada, obedece a tu marido. De viuda, obedece a tu hijo.»

– También trabajo, viceministro.

– No necesitas ese trabajo -bufó él.

– Tú me contrataste.

– Nadie esperaba que hicieras algo más que servir el té. ¿Investigar? -Hizo una mueca-. No es correcto. Deberías hacer algo más limpio. Puedo arreglarlo.