Cuanto más corría David, más gente veía. Eran los madrugadores, abrigados con gruesas chaquetas acolchadas, que pedaleaban en sus bicicletas o caminaban pesadamente hacia el trabajo o la escuela. David vio rostros curtidos por la edad y las penurias. Vio los dulces rasgos de niños que parecían salidos de los libros de cuentos, pero que caminaban, se deslizaban y reían a lo largo del sendero con sus mochilas y carteras al hombro. Los pocos adolescentes con los que se cruzó parecían a punto de morir de frío. Vestían lo que David comprendió que debía de ser su versión de la última moda. Las mujeres llevaban mallas y pañuelos de brillantes colores; los hombres llevaban tejanos y pañuelos negros; ambos sexos completaban su atuendo con chaquetas de cuero y botas del ejército.
En los días que seguirían, a medida que David convirtiera aquel circuito en parte de su rutina diaria, su presencia se haría más familiar, pero por el momento, la mayoría de la gente hizo todo lo posible por no prestarle atención. Otros lo miraron con asombro. David imaginaba lo que pensarían: sólo un extranjero podía ser tan increíblemente raro para correr con un tiempo como el que hacía. Unas cuantas personas llegaron incluso a increparle en chino. David no conocía el idioma, pero era lo bastante culto para distinguir la diferencia entre el cantonés, que prevalecía en Los Angeles, y el mandarín de Pekín, con su abundancia de sonidos shi, zhi y ji.
De vuelta en el hotel, se dio una ducha y bajó a desayunar. Inspeccionó el bufé, pasando por alto las albóndigas cocidas al vapor y las gachas de arroz con pescado salteado en favor del beicon con huevos revueltos. Se pasó el resto dé la mañana ocioso, leyendo el International Herald Tribune y viendo la CNN en su habitación. No le gustaba esperar, pero no sabía qué otra cosa hacer.
Con ayuda de un mapa, comprobó que estaba lejos de cualquiera de las atracciones turísticas de la ciudad, y no le apetecía lo más mínimo aventurarse en el barrio por el que había estado corriendo. Con sus muros y sus residentes exclusivamente chinos, que parecían vivir apenas por encima del límite de la pobreza, aquella zona no parecía apropiada para hacer turismo. No quería arriesgarse a meterse en líos presentándose en algún lugar donde molestara su presencia o adonde no debiera haber ido. Pero mientras esperaba en su habitación a que dieran las doce, otra parte de sí mismo quería decir «A la mierda, estoy en la otra punta del mundo. Esto es una aventura. Puedo hacer lo que quiera».
Los que visitan Pekín no pueden pasar por alto su categoría imperial. David también se daría cuenta, tan pronto como Peter lo sacara del distrito Chaoyang, donde se hallaba el hotel, y lo llevara al Ministerio de Seguridad Pública, donde se encontraban los distritos de la ciudad oriental y la ciudad occidental. La Ciudad Prohibida, residencia de los veinticuatro emperadores de la dinastía Ming y la dinastía Qing que habían conducido él mandato divino a lo largo de sus reinados, se halla en el corazón mismo de la ciudad. Todo lo demás se extiende desde allí a lo largo de dos ejes puros: norte-sur y este-oeste. El amplio bulevar Chang An, la avenida de la Paz Perpetua, discurre del este al oeste frente a los muros de la Ciudad Prohibida, dividiendo la ciudad en los sectores norte y sur. Justo al otro lado de la calle, frente a la Ciudad Prohibida, se halla la amplia extensión de la plaza de Tiananmen. Más allá, la calle Quianmen se dirige hacia el sur, mientras que al otro lado de la Ciudad Prohibida, la calle Hataman se dirige hacia el norte. Estas dos calles dividen a la ciudad por su eje este-oeste.
La disposición de Pekín recuerda el concepto tradicional del yin y el yang. El yin representa el norte: noche, peligro, mal, muerte. Los primeros bárbaros, los mongoles, procedían del norte. Los emperadores, que solían ser invasores, también vivían en el «norte» de la Ciudad Prohibida. A los residentes se les advertía que no debían insultar al emperador escupiendo, orinando o llorando de cara al norte. Las casas y los negocios en Pekín, como en la mayoría del territorio chino, se abren al sur, permitiendo que el sol penetre a raudales con los atributos del yang: luz diurna, refugio, bondad, vida.
Para controlar este modelo a lo largo de los siglos, los chinos han construido muros. El antiguo imperio estaba protegido por la Gran Muralla del lejano norte. Macizos muros con puertas en los cuatro puntos cardinales defendían la antigua ciudad. El emperador se fortificaba tras los altos muros de la Ciudad Prohibida. Incluso sus súbditos, pese a su docilidad, se protegían de bandidos y vecinos ruidosos viviendo tras los muros que cerraban sus patios. Dado que la ley china decretaba que ningún edificio podía ser más alto que el trono del emperador, las casas eran todas bajas, como las que había visto David durante su recorrido de la mañana. Entre ellas discurrían los hutongs, un antiguo laberinto de calles estrechas. Es la maraña de hutongs lo que da a Pekín su carácter humano.
Hasta la última década del siglo xx, un pequinés podía cruzar la ciudad sin abandonar los vecindarios de hutongs, pero en la época en que David Stark fue a Pekín, los terrenos en la ciudad llegaban a alcanzar los seis mil dólares el metro cuadrado; y de repente los hutongs parecían obsoletos. Cientos, miles de casas, viejas mansiones, ostentaban el ideograma chino que significaba «para derribar» pintado de un blanco brillante. Dos tercios al menos de los antiguos barrios iban a ser arrasados para abrir paso a grandes edificios de apartamentos. Familias enteras que, por supuesto, no tenían títulos de propiedad de sus propias casas se veían obligadas a recoger sus pertenencias y, con nuevos permisos de residencia, eran enviadas a los rascacielos de las afueras de la ciudad en desarrollo. Lejos de sentirse desdichados por perder sus hogares, la mayoría de residentes estaban encantados de abandonar los barrios atestados, las casas desvencijadas y las instalaciones primitivas.
Al llegar al término del siglo, según los agresivos urbanistas de Pekín, sólo tres de los barrios de hutongs habrán escapado de la demolición. Dos de ellos se hallan al este de los lagos imperiales de Shisha y Bei Hai. El tercero está junto al extremo oeste de la Ciudad Prohibida y el complejo Zhongnanhai, donde viven los líderes comunistas. Liu Hulan vivía en el hogar ancestral de su madre, una mansión tradicional situada en la seguridad del hutong cercano al lago Shisha.
La casa pertenecía a la familia de la madre de Hulan desde hacía siglos. La familia Jiang había sido bendecida con sucesivas generaciones de artistas imperiales: acróbatas, titiriteros y cantantes de la ópera de Pekín. Pero tras la caída manchú, la familia se había visto en circunstancias difíciles. La madre de Hulan, Jiang Jinli, joven, hermosa y con talento, había acabado huyendo para unirse a la revolución. En el campo, aprendió canciones y bailes campesinos; a cambio, ella enseñó a los campesinos canciones revolucionarias.
Cuando regresó a Pekín con Mao y sus tropas en 1949, sus familiares habían huido al campo, para desaparecer en provincias remotas, o bien habían sido asesinados. Pero Jinli no perdió el tiempo en lamentaciones. Estaba dispuesta a formar una nueva familia con un origen revolucionario. Su marido, que era apuesto, joven y valiente en la batalla, también había dado la espalda a su familia. El Partido les perdonó su pasado, pero no lo olvidó. En consecuencia, asignaron al padre de Hulan al Ministerio de Cultura. El Partido decidió que el mejor lugar para una pareja de recién casados sería la antigua mansión de la familia Jiang, dado que la de los Liu había sido destruída. Allí, Jiang Jinli serviría como ejemplo viviente para sus vecinos de que, incluso con un pasado absolutamente burgués, en la nueva China una persona podía rehabilitarse mediante el duro trabajo y la devoción a la revolución.