En estas observaciones y divagaciones empleé los veinte minutos necesarios para que el peróxido hiciera su efecto. Después me aclaré la cabeza bajo el grifo de teléfono de la ducha y me sequé el pelo con el secador de Charo (Braun Silence 1200, tres velocidades y varios accesorios). Después, volví a mirarme en el espejo para comprobar el efecto. Me gustó lo que vi. Sólo faltaba que a Mónica también le gustara.

Encontré a Mónica tirada en el salón del sofá, los pies sobre la mesa, los ojos fijos en la tele. De alguna manera notó mi presencia tras ella y se dio la vuelta para mirarme.

– ¿Te gusta? -pregunté-. Me lo he hecho con un potingue que tenía tu madre en el baño.

Hubo un tenso silencio durante el cual me contempló un largo rato con ojos asombrados antes de decidirse a emitir una opinión. Yo contuve el aliento, intentando imaginar cómo podría hacer desaparecer las mechas en caso de que no le gustaran. Finalmente dictaminó: -Te sienta de puta madre, de verdad. Estás guapísima.

– ¿Tú crees?

– Claro que sí. Pero tú estás guapa siempre, joder. Y ya iba siendo hora de que cambiaras un pelín tu imagen. Lo que me sorprende es que una tía tan guapa como tú se empeñe en no pintarse, en llevar los mismos vaqueros todo el santo día y en comportarse como santa Teresita de Jesús. Tienes dieciocho años. Digo yo que te va tocando, no sé, arreglarte un poco, enrollarte con algún tío…

– Los tíos no me interesan.

– ¿Qué quieres decir?, ¿que te van las tías? -Me lanzó la pregunta como si nuestra conversación fuera un partido de tenis en el que nos lanzáramos y devolviéramos verdades a gran velocidad, intentando distraer la capacidad de reacción de la parte contraria.

– No. Sólo he dicho que los tíos no me interesan -contraataqué-. No es lo mismo.

– A ver… -preparada para el saque-, ¿tú te has tirado a algún tío o no?

Yo sabía que ella ya conocía la respuesta y que estaba jugando conmigo.

– ¿A cuántos te has tirado tú? -A la gallega, respondí a la pregunta con otra y le devolví la pelota.

– No sé. A partir del número cien dejé de contar.

El teléfono interrumpió la conversación con su trinar histérico y me impidió averiguar si Mónica mencionaba en serio aquella centena. En general, resultaba muy difícil reconocer cuándo hablaba en serio y cuándo bromeaba. Sonaron dos timbrazos y después el silencio se hizo con el salón antes de que llegara el tercero. La figura de Coco rellenó de improviso el marco de la puerta.

– Ése es mi código: Dos veces, colgar, volver a llamar -dijo-. Es para mí.

A los diez segundos volvió a sonar otro timbrazo. Coco descolgó y en seguida se enzarzó en una conversación ininteligible, llena de pausas, en la que de vez en cuando intercalaba una serie incongruente de monosílabos: «… sí… claro, tío… guay… fijo… no, no…». Debió de tirarse diez minutos o más al aparato, y al final lo único que pude deducir de lo que dijo era que Coco necesitaba al menos dos días para conseguir lo que su interlocutor telefónico le pedía.

Colgó con cara de preocupación.

– Tenemos un encargo nuevo, Mónica -se dirigía a su amiga ignorándome por completo, como si yo no estuviera en aquel salón.

– Gracias a Dios -dijo ella.

– Lo que no tenemos es dinero para la inversión.

– Pues conseguiremos dinero.

– Aquí mismo -dijo Coco.

Aparcamos el coche en la esquina de Conde de Xiquena con Bárbara de Braganza. No había luna, la calle se perdía en una negrura densa y opaca y el asfalto se confundía con la noche. Atravesando esta oscuridad, el reflejo de los ojos de Mónica brillaba en el retrovisor.

– ¿Cuánto puedes tardar? -preguntó ella.

– Ni puta idea. Depende de la suerte. De todas formas, si no localizo algo en media hora, nos vamos.

– Está bien. Ahora voy a apagar el motor del coche. Lo encenderé dentro de diez minutos justos, y lo mantendré encendido, esperándote. Dejo tu puerta abierta.

Coco le dio un beso apresurado en los labios y salió del coche.

– Suerte -le dijo Mónica a guisa de despedida; luego se volvió a mí-. ¿Quieres un cigarro?

– ¿Estás segura de que no nos la estamos jugando? -pregunté con voz ligeramente trémula.

– Segura. Ya te he dicho que lo hemos hecho más veces. Pero si tanto miedo te daba, no haber venido con nosotros, joder. Si lo llego a saber me callo y no te cuento nada.

– No hubieras podido evitarlo. Siempre me lo has contado todo. Reventarías si no me lo contases, como el niño del cuento.

El niño del cuento al que yo me refería había albergado un secreto que se había ido hinchando como un globo dentro de su cuerpo. Como Mónica no me replicaba, me arrellané en el asiento trasero del coche y respiré hondo, decidida a tomarme el asunto con la misma calma de la que Mónica hacía gala, y a no preocuparme más de lo necesario.

Me lo habían explicado todo, punto por punto, porque Mónica había insistido en que lo supiera, a pesar de que Coco era partidario de mantenerme al margen del asunto. Pero ella confiaba plenamente en mí. Yo era su mejor amiga, su única amiga, y nunca me había ocultado nada, así que Coco se tuvo que aguantar y llevarme con ellos, refunfuñando. No sé por qué razón Mónica quería que estuviese a su lado. Me gustaría pensar que lo hacía porque me quería, porque deseaba seguir compartiendo su mundo conmigo, a pesar de que nos hubiésemos distanciado un poco desde que cumplió los diecisiete; o, por decirlo de otra manera, desde que ella empezó a meterse caballo y a salir con Coco. Como me había explicado Mónica, no se trataba de la primera vez que hacían algo parecido. Se habían estrenado por casualidad, sin pensarlo, una madrugada en la que aparcaron el coche en Conde de Xiquena para hacerse un chino. Entonces vieron cómo se acercaba una pareja, dos amantes enlazados por la cintura. Se aproximaron a un GTI aparcado frente al coche de Mónica (o, para ser más exactos, el coche de Manuel, que Mónica conducía en su ausencia). El hombre se disponía a abrir el vehículo cuando su pareja le abrazó y le besó en los labios. Se fundieron en un abrazo apasionado y en ese momento, en un repentino rapto de inspiración, Coco salió del coche y se colocó a su lado en dos zancadas, y antes de que el señor pudiera darse cuenta de lo que había pasado tenía la punta de una navaja casi pinchándole los riñones. Le entregó a Coco la cartera sin protestar. No gritó, no alarmó a nadie. Evidentemente no quería llamar la atención sobre su acompañante. El plan era muy simple. Ir a la puerta de Tintoretto, que por entonces era una discoteca muy selecta y muy cara, de entrada restringidísima, y en la que se pagaba por cada copa el precio de un kilo de añojo del mejor. El tipo de sitio al que acudían Cayetano de Tal y Tatiana de Cual cuando querían tomarse unos tragos. También solían acudir ejecutivos cincuentones acompañados de señoritas monísimas y jovencísimas, muy distintas en tipo y apariencia a sus legítimas esposas. Secretarias, quizá, o aspirantes a modelos, o prostitutas de lujo, a saber. Un dato relevante a la hora de explicar semejante afluencia de carteras repletas: en el local eran discretos y no permitían la entrada de cámaras.

Coco, impecablemente vestido de chaqueta y corbata (de Armani, por supuesto, pues el modelo procedía del armario del padrastro de Mónica) aguardaba en una esquina fumando un cigarro apoyado en una de las motos, con naturalidad, como si estuviese esperando a una cita que se retrasaba. Si las cosas iban bien, en algún momento saldría una pareja descompensada en edad y en apariencia: a él se le vería mucho más mayor y más rico que a ella. Saldrían abrazados, caminando tambaleantes, ligeramente borrachos, y no repararían en el jovencito que les siguiese los pasos hasta que fuera demasiado tarde. Con suerte, ni siquiera habría denuncia. ¿Para qué llamar la atención sobre las circunstancias en las que se había producido el atraco? También podría ser, por supuesto, que no saliera ninguna pareja del local, o que la calle no estuviese lo suficientemente desierta, o sombría, o que, por la razón que fuera, Coco no se decidiera a consumar el plan previsto. De ser así, Coco regresaría al cabo de media hora, porque el motor del coche no podía permanecer encendido demasiado tiempo.