Me metí en la cama intentando recuperar la calma, la total inmovilidad de antes. Las lágrimas me rodaban por las mejillas. Cuando llegaban a los labios sacaba la lengua para paladear su sabor salado. No quería pararme a pensar ni entender nada, no quería buscar explicaciones, no quería juzgar ni entender, porque cuando me paraba a pensar me acababa doliendo la cabeza. Había tantas cosas sin sentido en nuestra casa que resultaba inútil buscar una lógica, un hilo conductor, un manual de instrucciones. Más valía tumbarse e intentar no pensar, controlar mi pulso desbocado y concentrarme en mantener una respiración pausada y regular.

Los disgustos y las preocupaciones no me alteraban el sueño. Todo lo contrario, me narcotizaban. Me evadía a territorios nocturnos poblados de imágenes borrosas. Podía dormir horas y horas, vagar sin brújula por paisajes oníricos. Morir, dormir, soñar acaso… Pensar que un solo sueño pone fin a todas las angustias y los males… Dormí, dormí y dormí. Dormí todos los gritos de mi padre. Nadie me despertó a la mañana siguiente, y cuando abrí los ojos el reloj marcaba las diez. Ya no llegaría a clase. Supuse que mi madre, como de costumbre, se habría encerrado en su cuarto pretextando una de las jaquecas que le sobrevenían cuando se llevaba algún berrinche. Entonces cerraba las persianas a cal y canto y se encerraba en su habitación durante horas. Nadie la podía molestar.

Atravesé el pasillo de puntillas hacia el cuarto de baño, procurando que mi presencia en la casa pasara inadvertida. Una rubia platino -demasiado joven para serlo- me miró desde el espejo, pálida y ojerosa. Me asusté al descubrir el estado de su cuello, tan hinchado cono si hubiesen intentado ahorcarla y oscurecido por una especie de collar morado, la impresión de los dedos de mi padre. Pensé que no podía presentarme así en el colegio, puesto que no tenía explicación para justificar mi aspecto. Se me ocurrió ponerme un jersey de cuello cisne o un pañuelo, pero hacía demasiado calor y deseché la idea. Al final decidí no ir. Iba a llegar tarde de todas formas, así que en el fondo daba igual. No quería romperme la cabeza ideando estratagemas para ocultar aquellas marcas. No quería ver a nadie. El resto de las niñas de mi clase tenían unos padres jóvenes y encantadores, que solían ir a buscarlas al colegio. Algunos incluso jugaban al tenis con ellas. Yo sabía que todas aquellas niñas pensaban que yo era muy rara, que estaba un tanto loca, pero había acabado por convencerme a mí misma de que me importaba un comino la opinión de aquel rebaño de criaturas dulces y bovinas, que aún iban a misa todos los domingos y escribían en sus libros de texto el nombre de un chico con el que tonteaban en el club de campo; me repetía a mí misma que, mientras contase con el apoyo de Mónica, poco podía influirme la conmiseración o el desprecio de aquellas niñatas disociadas del mundo real, mansas como corderitos con un lazo rosa. En medio de ese mundo pastel Mónica era la única que compartía conmigo aquella difusa impresión de desamparo y desarraigo, de haber crecido antes de tiempo.

Adosado a una de las paredes del cuarto de baño estaba el botiquín de mi madre, que se mantenía siempre cerrado con llave. Valiente estupidez. Se podía abrir en cuestión de veinte segundos con una horquilla y un poco de maña. Allí estaban todas las cajas de pastillas de mi madre. Aloperidol, Tranquimazín, Neorides, Luminaletas, Tegretol, Diazepán, Benzodiazepina, Luminal. Un círculo negro en la caja significaba que eran peligrosas, y yo sabía que todas lo eran, y que si me las tragaba todas, podía matarme. El simple hecho de saber que contaba con aquel arsenal de narcóticos al alcance de la mano me daba fuerzas para seguir adelante, porque sabía que si llegaba al punto en que las cosas se hiciesen insoportables, siempre podía parar en el momento en que yo quisiese. Pensar en la muerte con tranquilidad sólo tiene valor si lo hacemos en solitario… Tan fácil como tragar treinta pastillas, treinta sorbos de agua deslizándose cuesta abajo: garganta, esófago, estómago. Eso, si mi padre no me estrangulaba antes, claro. No, nunca sería capaz de hacerlo. Era un cobarde hasta para eso.

Había días en los que yo no existía, la mayoría. Él actuaba como si yo fuera transparente, y me ignoraba. Había días en los que a mí misma me gustaba no existir. Había días en los que era incapaz de sentir dolor. Veía cómo ocurría todo, pero nada significaba para mí; no estaba pasando. Había una misma cara frente al espejo que a veces sonreía y a veces no. A veces tenía un ojo amoratado, a veces tenía marcas en el cuello. Había bofetadas e insultos a mi madre. Había lágrimas y gritos. Había patadas, empujones y gruñidos. Había treguas, silencios que duraban semanas, calma vacía y tensa. Había un odio que flotaba permanentemente por la casa, a veces contenido y a veces desatado. Yo atesoraba mi dolor, lo estrujaba hasta comprimirlo en el menor espacio posible y luego lo enterraba cuidadosamente bajo mis pies.

Me marché a la calle y caminé calles y calles de aceras humeantes hasta el Retiro. Me tumbé sobre la hierba, cara al sol, y cerré los ojos, para permitir que el reflejo de sus rayos dibujase figuras calidoscópicas tras mis párpados, compuestas de una infinidad de puntitos brillantes triscando a través de mi cabeza. Tuve que cambiar tres veces de emplazamiento gracias a otros tantos pesados que se mostraban empeñados en conocerme, y dejé pasar las horas, contemplando las nubes y los patos, las turistas y los perros, los novios en las barcas, esperando el momento en que pudiese acercarme a la valla del colegio para recoger a Mónica, acompañarla a casa y contarle todo lo que había pasado la noche anterior. No se lo quería contar a nadie más. No se lo podía contar a nadie más.

Porque lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido.

En el cuarto de baño de Charo decidí poner manos a la obra para cambiar mi imagen. Agarré una mecha, la mojé en peróxido. Luego hice lo mismo con otra. Una chica me miraba desde el otro lado de la luna. Una chica guapa, o no. Yo no estaba muy segura de mi belleza, y de hecho, sigo sin estarlo. La belleza es una cualidad muy subjetiva. Al fin y al cabo, reside más en el ojo del que la aprecia que en el cuerpo o la cara de quien la posee. Pero en el mundo en el que yo había crecido se le concedía tal importancia a la belleza femenina -que parecía mucho más valiosa que la inteligencia- que yo no podía evitar indagar sobre mi propio valor en el espejo. Yo tenía -tengo- los ojos azules. Pero no el tipo de ojos azules que la gente considera bonito. No de un azul pálido celeste, ese azul ideal de hada o de muñeca que se asocia a las miradas limpias e inocentes, sino un azul sucio y grisáceo, salpicado de diminutas motitas marrones sólo perceptibles a corta distancia. Carecían entonces, creo, de la viveza de los de Mónica. Eran más pequeños, y no estaban velados por las mismas pestañas tupidísimas. Los rasgos de mi rostro parecían bien proporcionados. La nariz algo aguileña, quizá, y los dientes, sin ser espectaculares, blancos e igualados, pero yo tenía la impresión de que mi cara era demasiado redonda, y me habría gustado tener unos pómulos más pronunciados, un óvalo de la cara más definido, menos infantil. En definitiva, no me encontraba tan guapa como la gente decía. Lo había escuchado muchas veces, sobre todo a las amigas de mi madre, que no escatimaban elogios a mi apariencia física cuando pasaban por casa. «Herminia, pero qué niña tan monísima tienes, hija, tan fina, tan delgada…» ¿Pero acaso no era eso lo que tenían que decir? No iban a soltar: «Herminia, hija, qué niña tan antipática y tan rara has criado, más tiesa que un palo, más seca que una alpargata», aunque seguro que más de una lo pensaba. De haber sido yo un chico seguro que no habrían insistido tanto, y quizá yo no habría acabado tan obsesionada con mi aspecto.