Un año después, en nuestro siguiente cumpleaños, nos encerrarnos en su habitación, con las persianas bajadas y las cortinas corridas y la habitación repleta de velas, y tumbadas sobre su cama, con los perfiles difuminados por la temblorosa luz amarilla de las decenas de pequeñas llamitas desperdigadas por el cuarto, fuimos enumerando por turnos todos los deseos -uno Mónica, uno Bea- que pensábamos hacer realidad ese año. Yo le regalé un álbum de tiras cómicas de Betty Boop (comprado, cómo no, en Metrópolis), porque encontraba que Betty se parecía mucho a Mónica. Ella me regaló a mí un disco de Siouxsie and the Banshees, porque a ella le encantaba su versión de «Dear Prudence», una canción que desde entonces me obligaría a admitir que existían razones para aferrarse a la vida: The sun is high, the sky is blue, it's beautiful and so are you… Dear Prudence, won't you open up your eyes? El título del álbum, Caleidoscope, me hizo pensar en ella: su personalidad caleidoscópica estaba compuesta de múltiples detalles (existía la Mónica tranquila que se pasaba horas leyendo y adoraba las matemáticas, la Mónica gamberra a la que le encantaba montar bulla a las horas de clase, la Mónica escéptica que se acostaba con un chico cada semana y la Mónica sensible que aspiraba a casarse algún día y tener niños…), y todos estos diferentes aspectos de sí misma se recombinaban a cada movimiento de forma que, si volvía la cabeza, creía ver, al remirarla, a una nueva Mónica.

Los quince años me sonaban como una cifra muy seria, dotada de una significación mágica, casi cabalística. Ya usábamos tampones y sujetador y nos pintábamos los ojos y los obreros nos silbaban por la calle; y para celebrar que ya éramos mujeres hechas y derechas decidimos teñirnos el pelo a la vez: yo rubio platino, ella negro azulado. Yo con peróxido, ella con un tinte kolestint. Fue un ritual de cuarto de baño que cambió nuestro mundo de sentido y de color. Mi pelo castaño claro quedó blanco, el peróxido me hizo llorar los ojos; y en cuanto al tinte azul, arruinó una de las toallas de Charo y hubo que salir a comprar otra. Nos pasamos casi una hora limpiando la bañera, que se había quedado llena de chorretones azul oscuro, como una performance de Yves Klein, frotando apuradas con nanas empapadas en lejía, empleando en aquel frenético restregar toda nuestra energía. Si llega Charo y ve esto, nos cuelga, esta vez sí que nos mata. Joder, decía Mónica, friega con más brío. Mueve las muñecas, coño. Así no vas a aprender a hacer pajas en tu vida. Y al final, después de frotar y refrotar la dichosa bañera, y de bajar al Corte Inglés con un gorro de plástico en el pelo para comprarle otra toalla a un dependiente que nos miraba como si fuésemos marcianas, nos secamos el pelo, nos miramos al espejo y nos dimos de frente con dos versiones depuradas de nosotras mismas. Las cosas, a partir de entonces, serían blancas o negras, y no habría espacio para las medias tintas.

Podía imaginar que a mi madre no le iba a gustar el nuevo color, pero lo cierto es que no estaba preparada para la escenita que se organizó a cuenta de la decoloración de mi pelo. En cuanto me vio entrar por la puerta, sus ojos empezaron a soltar chispas aceradas, su cara tornó a un color púrpura intenso y empezó a gritar como una posesa. Me dijo que parecía una mujer de la calle y que ya podía ir llamando a la peluquería y pedir hora para que me arreglaran aquel desaguisado. Le respondí que yo quería dejar mi pelo como estaba, que se trataba de mi pelo, y no del suyo, y así comenzó una de nuestras peleas más sonadas. Yo estaba convencida de que me asistía toda la razón del mundo. Podía admitir que ella ostentase un relativo derecho a controlar a qué horas llegaba, puesto que, como ella se encargaba de recordarme, me mantenía, y por tanto podía exigir algo a cambio; pero mi cuerpo era mío y sólo mío, territorio de mi exclusiva jurisdicción. Ella no podía comprender ese razonamiento, claro, porque, según ella, mi cuerpo no me pertenecía a mí sino a Dios, y ella, como mi madre y mi vigilante moral, estaba encargada de que yo lo honrase como estaba escrito. Los gritos continuaron, progresivamente íbamos aumentando el tono, para ponernos cada una por encima de la otra, hasta que a la media hora me harté de tanto berrido inútil y me metí en mi cuarto pegando un portazo. Permanecí, como en tantas ocasiones, inmóvil sobre la cama, procurando no mover un músculo, intentando casi no respirar, ni siquiera parpadear. Aquélla se había convertido en mi forma de tranquilizarme cuando me llevaba algún disgusto. Desaparecer. Fijé mis ojos en la ventana y me entretuve contemplando el fluir de las nubes y cómo el paso del tiempo cambiaba el color del cielo.

Ya había caído la noche, y a través del cristal podía ver las estrellas, minúsculos puntitos de luz ambarina, y la luna en medio como una gran bola rosada. De pequeña, me solía decir mi madre, tenías miedo a la luna llena. Aún hoy la luna llena me da miedo. Esa bola malvada que controla a las mareas y a los asesinos, suspendida en el cielo ajena a los desastres que provoca. Pensaba en la luna cuando escuché a mi padre llegar y el taconeo agudo y nervioso de mi madre que atravesaba el pasillo para salir a recibirle. No era común en ella recibir a mi padre con tamaña impaciencia, así que acerqué el oído a la puerta para enterarme de lo que pasaba. Capté palabras sueltas, retazos de frases, fragmentos de conversación. Comprendí que ella le estaba contando lo que me había hecho en el pelo y que esperaba que él tomara partido. Como si a él pudiera importarle mucho el color de mi pelo o nuestras broncas. Al momento sentí la vibración retumbante de unos pasos que se hacían más consistentes a mi oído a medida que se acercaban a mi habitación. Volví a mi cama y me hice la dormida. Le escuché entrar. Abrí los ojos y me encontré con los suyos, hundidos y extraviados. El feroz fruncimiento de sus tupidas cejas activó en mí una señal de alarma. Demasiado tarde, no me dio tiempo a reaccionar.

Se abalanzó sobre mí, los puños hacia delante, y me zarandeó. ¿Qué te has hecho en el pelo? Su aliento calentaba mi cara y transportaba alcohol en vaharadas. ¿SE PUEDE SABER QUÉ DIABLOS TE HAS HECHO EN EL PELO? Me zarandeó más fuerte. Mis oídos bloqueados por un zumbido sordo. ¿Qué pretendes? ¿Volvernos locos? Tu madre ya no sabe qué hacer contigo. La estás volviendo loca a ella y ella me está volviendo loco a mí. Me agarró por el cuello y siguió zarandeando. Me dejaba hacer, yo, laxa, como una muñeca de trapo. Me sentí como un globo a punto de estallar. Me faltaba aire. Ha perdido el control, pensé. No se da cuenta de cómo está apretando. Me resultaba difícil respirar. Me dolía la garganta. Me ahogaba. Cerré los ojos. Mi cabeza se inundó de luz blanca. Cada vez menos aire. Sus gritos sonaban muy, muy lejanos. Distorsionados. Me va a matar, pensé. No se da cuenta de lo que está haciendo. Yo hubiese querido gritar, pero no podía. No podía emitir sonido alguno. Había muchas cosas a las que decir adiós. O pocas. Mónica. Traté de evocar sus rasgos. Si me iba a morir, quería por lo menos irme al otro mundo con su imagen en los ojos. Lo que más duele no es dejar la vida, sino abandonar lo que le da sentido. Sus ojos negros en los míos grises. Una bocanada de aire avasallando mis pulmones. Por fin podía respirar. Me había soltado. Náuseas, ganas de vomitar. Mi garganta emitía unos ruidos incoherentes y absurdos. Como un animal, como el ladrido quebrado de un perro viejo y bronco. Se largó pegando un portazo. Abrí los ojos al mundo, de nuevo. Deslumbrada y desorientada, intenté que mis pupilas se hicieran al resplandor repentino y excesivo de la luz eléctrica. Náuseas y un dolor horrible en el cuello. Seguí tosiendo y boqueando un largo rato. En algún momento casi me pareció que jamás volvería a respirar con normalidad La habitación oscura y al fondo la luna de cara rosada que todo lo contemplaba, impasible.