Había muchos detalles que convertían a Charo en una mujer insoportable: su total carencia de sentido del humor, su obsesión porque a su alrededor todo estuviera absolutamente pulcro y ordenado, desde el comedor al aspecto de sus hijos, su manía de decir siempre la última palabra en cualquier conversación, su empeño en demostrar constantemente que ella estaba al día en cualquier tema de actualidad, desde cosmética a literatura, pasando incluso por el fútbol. Cuando me quedaba a dormir en casa de Mónica sentía al día siguiente, a la hora del desayuno, que la frivolidad de la conversación de Charo iba a acabar por aplastarme contra la taza. Todo lo que decía me olía a café frío. Ellas dos nunca discutían, pero tampoco se llevaban bien. Charo no se ahorró nunca comentarios despectivos sobre ninguno de los amigos de Mónica, incluida yo, y al único que le cayó en gracia, a Javier López de Anglada, el primer novio formal que se sacó su hija, guapo, estudioso y de buenísima familia, lo largó Mónica al cabo de cuatro meses. Charo mantenía a Mónica bien apartada de su mundo y de sus relaciones, a pesar de que la mitad de la plantilla de la revista que dirigía estaba, más o menos, por la edad de Mónica, y Mónica no hubiera desentonado en ninguno de los actos sociales -presentaciones, tertulias, homenajes y desfiles- a los que Charo acudía asiduamente. Pero ni Charo se llevaba a la niña ni a Mónica se le ocurría sugerírselo. Aún recuerdo aquel otoño en que sin éxito intenté que Mónica le pidiera a Charo un pase para la pasarela Cibeles. A mí nunca me ha atraído la moda, pero sentía cierta curiosidad, sobre todo porque en el colegio no se hablaba de otro tema. Mónica se negó rotundamente a pedirle a su madre uno de los mil pases que le sobraban, y yo no quise inmiscuirme en aquella obstinación porque conocía de sobra la relación que mantenían y sabía bien que Mónica no podía permitirse suplicarle nada a Charo.

La rivalidad entre Charo y Mónica no era tan evidente como la que existía entre mi madre y yo, y precisamente por eso creo que resultaba mucho más peligrosa. La cosa se limitaba a indicaciones sutilísimas: alguna observación sarcástica por parte de Charo sobre el estado del cuarto de Mónica, y, por toda respuesta, un silencio tozudo de Mónica que se mantenía una décima de segundo más de lo que hubiera resultado cortés; la manía de Charo de regalarle a Mónica conjuntos de falda y chaqueta de Benetton, y la firme determinación de Mónica de no ponérselos jamás; las camisetas de grupos indies que Mónica se compraba en los puestos del Rastro y que cualquier día desaparecían misteriosamente de sus cajones, y es que Charo, vaya por Dios, había vuelto a ordenar armarios y se había deshecho de lo que, según ella, ya era inservible.

Si Charo hubiese podido elegir, hubiese querido una Mónica más espigada, menos tetona, que se sentase con las piernas juntas y paralelas y que supiese diferenciar a primera vista un cinturón de Moschino auténtico de una imitación. Aunque quizá hubiese optado por no tener hija, o por lo menos por tener una hija que se quedase estancada en la prepubertad, que no le recordase constantemente a Charo y al resto del mundo que hacía años que la directora de Carina había superado la cuarentena. Sin una hija de esa edad, Charo hubiese podido mantener eternamente la ilusión de unos treinta y tantos mal llevados. O eso debía creer ella.

La Metralleta era una especie de nave inmensa, completamente pintada de negro, donde camareras de aspecto gótico que parecían recién salidas de una cripta servían copas a los clientes con cara de desagrado. Por la puerta del local entraron dos hombres de unos treinta y tantos años. Uno era alto y bastante atractivo, al otro le sobraban unos kilos. Aunque iban vestidos de esport (vaqueros, cazadora, camiseta de algodón) su aspecto contrastaba escandalosamente con los estudiados modelitos «indie pop» de los habituales del sitio (camisetas de talla infantil de colores chillones, minifaldas de vinilo, pantalones bagging, cabellos teñidos de tonos imposibles, piercing en cejas, labios y ombligos); sobre todo porque ambos iban bien afeitados y peinados. Escuché cómo una de las camareras -una morena despampanante que llevaba el cráneo rapado al uno- le comentaba a otra: -Me cago en la hostia… Éstos aquí otra vez. No se contentan con espantarnos a la clientela, sino que encima hay que invitarles a las copas.

– Los pobres cantan a distancia -le respondió la otra, una clónica de Morticia Adams-. Y eso que se supone que van camuflados.

Nosotros tres estábamos apostados en la barra. Coco pidió un Johnnie Walker con hielo a la vez que yo expresé la opinión que el sitio me merecía:

– ¡Esto es un cutrerío!

– No seas tan ñoña -me respondió Mónica, y tomándome de la mano me arrastró hacia la pista.

Por entonces el techno aún no había invadido Madrid y recuerdo que bailábamos al son de unos timbales rítmicos y atronadores, pude que fuera Red Hot Chili Peppers. Yo había aprendido a bailar este tipo de música, que a mí no me gustaba particularmente pero que a Mónica le apasionaba. Primero intentaba localizar en mi cabeza cuál era exactamente el ritmo marcado, para anticiparme a cada nuevo golpe, y en cuanto había localizado la sucesión, procuraba hacer que mis movimientos coincidiesen con cada toque de percusión. Subía un hombro, luego el contrario, y sacudía la cabeza de un lado a otro para hacerla coincidir con cada cambio, de forma que pudiese tocar el húmero con la barbilla a cada nuevo martillazo. Los giros de la cintura habían de ser parejos a las subidas y bajadas de la clavícula, y las piernas se adelantaban sincronizadas con los brazos. Al cabo de un rato, si una se concentraba lo suficiente, la coordinación se hacía mecánica. Era entonces cuando conseguía encontrarme bien porque mi cuerpo, completamente entregado a las imposiciones de la música, dejaba de ser mío por un rato, sometido a los deseos de algún dios arcano que temporalmente se haría cargo de él. De esta manera yo dejaba de tener conciencia de mí misma y me olvidaba, por tanto, de mis preocupaciones.

En algún momento Mónica se abalanzó sobre mí, me agarró por la cintura y se puso a bailar conmigo. Se acopló perfectamente á mi ritmo, con los ojos cerrados. Reposó su cabeza en mi hombro (yo podía sentir su aliento caliente en mi cuello), demasiado cansada o demasiado bebida, ajena a la expectación general que despertaba la pareja que componíamos. En particular en uno de los dos treintañeros vestidos de esport, el más alto, que no nos quitaba los ojos de encima.

Habíamos ido allí para llevar a cabo el último proyecto genial de Coco: ofrecer a aquellos adolescentes, necesitados de energía suplementaria para bailar toda la noche, buen material a precio de ocasión, íbamos a venderles anfetaminas. Anfetaminas requisadas del tocador de Charo Bonet. Nos habíamos llevado una caja intacta de Dicel -Charo tenía varias almacenadas y confiábamos en que no advertiría su desaparición- que contenía veinte pastillas azules, veinte, que pretendíamos pasar a quinientas pelas cada una. Un chollo, según Coco. Las íbamos a vender muy baratas, así que no sería difícil vender la caja entera en una noche. Diez talegos de golpe, Dios y Charo mediante.

Abrazada a mí, Mónica alzó la cabeza para susurrarme algo al oído. El estruendo de la música sólo me permitió interpretar fragmentos de su discurso, pero alcancé a entender que ella quería que fuese yo la que pasase las anfetas.

– ¿Tú estás loca? -le dije-. No he hecho algo así en mi vida.

– Razón de más. Ya verás cómo no pasa nada; será divertido. Me tomó de la mano y me arrastró fuera de la pista. Nos apoyamos sobre una columna, en una esquina oscura -Es muy fácil, créeme. Ya lo hemos hecho más veces. Tú sólo tendrás que quedarte aquí. Yo me encargo de hacer correr la voz. Se lo contaré a las camareras y a dos o tres pavos que conocemos. Luego la cosa irá rodada. Normalmente los unos se lo cuentan a los otros, así que en seguida los tendrás por aquí. Eso sí, intenta ser discreta, por favor. No se tiene que notar. Ellos te dan la pasta y tú les das las pastis, pero con discreción. Toma, coge mi mochila.