Amanecía en la plaza de Chueca. El cielo se hinchaba lentamente, rindiéndose al calor, velado todavía por una delgada gasa anaranjada. Habíamos salido de La Metralleta con un montón de papeles verdes y estrujados, el resultado de la venta de la caja de Dicel, y ahora íbamos a gastárnoslos en comprar algo de jaco para Mónica, que era, al fin y al cabo, la propietaria de la caja que nos había salido tan rentable.

– Si llego a saber que se nos iba a dar tan bien, hubiese insistido en que nos lleváramos dos cajas. La verdad es que las anfetas son fáciles de vender -me iba explicando Coco-. Son baratas y nunca se pasan de moda. Aunque supongo que también influye lo guapa que te has puesto. -Lo decía porque yo me había vestido para la ocasión y llevaba puestas una minifalda y una camiseta ceñidísima que le había cogido prestadas a Mónica, e incluso, por primera vez en años, me había puesto unos pendientes que me tensaban los lóbulos de las orejas; y lo cierto es que apenas cuatro días antes me hubiera creído incapaz de salir a la calle así-. Has batido un récord, en serio. Deberías dedicarte a esto.

– Olvídalo -respondí-. Primera y última vez. He estado acojonada todo el rato.

Había dos negros sentados en un banco que saludaron a Coco como a un viejo amigo y comentaron alborozados la belleza de «su nueva mujer». No me quedó claro si se referían a Mónica o a mí. Coco se sentó al lado de uno de ellos e inició un intercambio de cuchicheos. Al rato ambos se levantaron y Coco le hizo una seña a Mónica, que se alzó a su vez y les siguió.

– Espera aquí -me dijo-. Ahora volvemos.

Los tres desaparecieron en la boca del metro y yo, obediente, me quedé quietecita donde estaba, mirando al suelo. El negro que tenía a mi lado me tocó levemente el codo, como para atraer mi atención.

– Yo Salif. Tú… Cómo te llamas tú.

– Bea -respondí lacónica, y permanecí con los ojos tercamente fijos en el suelo.

Él reposó su mano sobre mi muslo desnudo y sin el menor disimulo comenzó a acariciármelo. Volví la cabeza hacia él y le dirigí una mirada estupefacta. Me levanté de un salto y fui a sentarme a otro banco, mientras el negro me seguía con los ojos, sonriendo insolentemente, como divertido ante el espectáculo de mi dignidad herida. Para no tener que enfrentarme a su rostro burlón, volví a mirar al suelo y me entretuve contando las baldosas (cincuenta y dos desde el banco a la boca del metro) hasta que Mónica y Coco regresaron con expresión satisfecha. Me alcé de un salto, como si el banco quemara, corrí hacia Mónica y me colgué de su brazo.

– Que sea la última vez que me dejas sola en mitad de esta plaza con un desconocido. Éste ya me quería follar… -protesté indignada.

– Mira -me respondió Coco-, esta peña está acostumbrada a que las pijas se lo hagan con ellos por caballo. Así que si te ven mona, atacan por si acaso.

– A ti no te he preguntado.

La discusión que hubiésemos tenido no llegó a producirse porque la abortó el chirrido destemplado de unos neumáticos sobre el asfalto. Entonces vimos aparecer por la calle Gravina un coche de la policía municipal que aparcó al lado de la plaza. Visto y no visto, tres agentes uniformados descendieron del coche. Hasta yo me di cuenta de que se trataba de una redada.

– Mantén la tranquilidad -me susurró Mónica, imperiosa.

Dos policías se dirigieron directamente a cachear a los camellos negros. Otro vino hacia nosotros y, antes siquiera de saludarnos, nos acribilló a preguntas: que qué hacíamos allí tan temprano, que qué edad teníamos, que si seríamos tan amables de enseñarles nuestras identificaciones; y yo me daba cuenta de que, pese a su insolencia, el policía estaba siendo infinitamente educado con nosotros, si tomábamos como referencia la manera en que sus amigos trataban a los negros. Mónica no perdió la calma ni un segundo, y haciendo gala de sus mejores maneras (que para algo se había dejado Charo los cuartos en un colegio de pago), le explicó al policía que ella vivía en la calle Almirante, que nosotros tres éramos compañeros de clase, que habíamos estado estudiando toda la noche preparando los exámenes de septiembre y que andábamos buscando el primer bar abierto para comprar cigarrillos, porque durante la larga noche de estudio habíamos agotado nuestra provisión.

– A propósito, agente, ¿usted sabe dónde hay un bar abierto? -remató con su sonrisa más hipócrita-. Llevamos horas buscando uno.

El tipo adoptó una expresión burlona y se me quedó mirando fijamente

– Y, ¿qué estabais estudiando, bonita? -me preguntó.

– Historia -respondí sin dudarlo un segundo. Fue la primera palabra que se me vino a la cabeza, probablemente porque se trataba de una asignatura que siempre me había gustado.

– Historia, ya… -el policía se reía con los ojos.

Era evidente que no se había tragado el cuento, pero le habíamos hecho gracia. Al fin y al cabo, le dábamos igual. Le interesaba pillar traficantes, no compradores. Yo temía que registrasen a Mónica y Coco y les pillasen lo que fuera que acabaran de comprar, pero, para mi sorpresa, el policía se puso a charlar animadamente con Mónica. Ella tomó carrerilla y le explicó que había vivido en Salamanca toda la vida, hasta que decidió venir a estudiar a Madrid, que compartía piso con unas amigas, y que había que ver lo duro que resultaba vivir en la zona, porque le intimidaba la plaza de Chueca, llena de yonquis y travestis, y a veces pasaba mucho miedo al volver a casa. Estoy segura de que él no creía una palabra de la historia que ella improvisaba; pero que, fascinado, como yo, por la representación que se sucedía ante sus ojos, y por la gracia y el encanto de la actriz, optó por dejarla seguir. Nunca supimos hasta dónde podía haber llegado Mónica porque los otros dos policías reclamaron al tipo a gritos. Éste nos hizo una seña con la mano y se dirigió hacia el coche. Sus colegas estaban acomodando a los dos negros, esposados, en el asiento trasero.

Cuando desaparecieron me quedé mirando a Mónica boquiabierta.

– Le echas más morro que un cura en un burdel… pero, ¡eres increíble! Me ha encantado -exclamé sin poderme contener, aun a sabiendas de que lo peor que podía hacer era alentarla en su carrera de trapicheos, y Mónica sonrió satisfecha, evidentemente complacida con la admiración que despertaba, tan fascinante, tan exquisitamente poderosa, como una mariposa de acero.

En el cuarto de baño de Charo encontré un bote de peróxido. Se me ocurrió que quizá Charo lo utilizaba para teñirse el bigote, porque seguro que para el pelo no era, ya que ella se teñía en la peluquería (Ángela Navarro, por supuesto, la peluquera que peinaba a las modelos de Sybilla; la más exclusiva, la más moderna).

Bote de peróxido en mano, iluminó mi mente de repente la feliz idea de teñirme dos mechones blancos, que brotaran de las sienes y me enmarcaran el rostro. No me atrevía a cortarme la cabellera trigueña que mi madre y sus amigas alababan tanto, pero era consciente de que aquella melenita ñoña desentonaba en un ambiente como el de La Metralleta, el mundo que acababa de conocer y en el que deseaba integrarme, más que nada porque Mónica ya estaba inmersa en él, y yo no quería alejarme de ella. Dos mechones blancos aportarían a mi imagen una rebeldía de la que yo carecía, aunque era seguro que a mi madre le daría un ataque si yo me teñía el pelo. Mejor. Al fin y al cabo ésa era la idea, ¿o no? Escuchar una música determinada, vestir de cierta manera, arreglarte el pelo de un modo absurdo. Cosas que tus padres no entendieran, o no aprobaran. Si no conseguías escandalizarles, señal de que te habías equivocado, de que no eras lo bastante cool.

Nuestros cumpleaños coincidían en el mismo mes, con apenas cinco días de diferencia, pero Mónica y yo nunca los celebramos, o no de la misma forma en que los celebraban las chicas de nuestro colegio. No dábamos fiestas en casa ni invitábamos a las amigas a tomar algo en un bar del barrio, no esperábamos regalos ni tarjetas, sino que organizábamos nuestros propios rituales, reuniones íntimas a dos, en casa de Mónica, aprovechando la circunstancia de que su madre siempre estaba fuera y no nos molestaría. Cuando cumplí trece años Mónica preparó una enorme tarta de chocolate con trece velas blancas -las mías- y catorce velas negras -las suyas- que apagamos entre las dos, juntas, de un solo soplido común. Nuestros alientos arrasaron aquel batallón de llamas en cuestión de un segundo. Juntas, nos sentíamos imbatibles. Yo le regalé un par de pendientes con forma de soles y un libro de divulgación sobre el cosmos, y ella a mí una pequeña cajita esmaltada en forma de corazón donde aquel año guardaría horquillas y más tarde pastillas, y que, por supuesto, todavía conservo. Ella me contó después que había encontrado las velas negras en una tienda de artículos esotéricos, y que el supuesto mago que las vendía le había advertido que tuviese cuidado con ellas, que las velas negras eran las que se utilizaban en los rituales satánicos. Se reía recordándolo y se le escapaban de la boca migajas de tarta de chocolate. Por si acaso, mis trece velas eran blancas, no negras. Todos sabemos que el trece no es número afortunado, y Mónica no era tan descreída como quería aparentar.