Ninguna objeción moral me remordía en la conciencia, mientras esperaba en la penumbra de aquel asiento trasero. Al igual que Coco y Mónica, no veía nada malo en aligerarle un poco de pasta a un tipo gordo que disponía de ella en abundancia. Lo que sí me importaba era el riesgo. No me parecía una cosa tan fácil. ¿Y si el tío gritaba, y si gritaba ella, y si llevaban pistola -cosa nada rara entre ese tipo de gente, mi propio padre tenía una-, y si aparecía un madero de repente, y si nuestro coche no era lo suficientemente veloz…?

En aquel momento vi llegar a Coco, corriendo como un plus-marquista olímpico. Advertí a Mónica, que rápidamente empujó la portezuela del asiento del copiloto. Coco se metió en el coche de un salto y el vehículo, guiado por ella, salió disparado. Los neumáticos restallaron sobre el asfalto. Nos saltamos uno, dos, tres semáforos, relampagueando las curvas en las que el coche escoraba peligrosamente. Suerte que no había mucho tráfico a aquellas horas. Cruzamos Sagasta, llegamos a San Bernardo, bajamos por Quintana sin respetar una sola luz roja. Finalmente aparcamos en el parque del Oeste. Todo había sucedido tan rápido como en un sueño.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Mónica.

– Bien, muy bien… condenadamente bien. -Coco sonreía encantado y movía la cabeza de un lado a otro-. Un tipo tan memo como el de la otra vez. Ni que los fabricaran en serie.

– ¿Qué has pillado?

– La cartera. -La abrió y empezó a revisar su contenido-. Siete ñapos, documentación, tarjetas…

– Tenemos que tirarlo todo. Nos va a quemar en las manos -apremió Mónica.

– Las tarjetas no -objetó Coco.

– Las tarjetas también -insistió ella-. El tío estará anulándolas ahora mismo.

– Se pueden usar en cualquier sitio con bacaladera. Y en autopistas. No comprueban número. Y en gasolineras tampoco, si hay mucha cola. -Coco se llevó la mano al bolsillo y, como si de un hipnotizador se tratase, hizo oscilar un reloj ante nuestros ojos-. El peluco es bueno, creo. Patek Philipe.

– ¡No jodas! -Un destello de codicia iluminó los ojos de Mónica-. Eso es un pastuzo.

– Creo que sé dónde colocarlo. -Él sonrió, por primera vez, relajado ante la alegría de la que él llamaba su novia-. También tengo los anillos de la tronca, aunque no parecen gran cosa. No sé si son chatarra; chatarra de la buena, en cualquier caso. Algo nos darán, digo yo.

– Lo del reloj nos viene de puta madre. Puedes venderlo bien. Aunque sólo nos paguen la mitad de lo que cuesta tenemos para tirar un buen rato, y más nos vale, porque no me apetece repetir lo de esta noche. Éste es el coche del viejo y hemos estado a punto de estrellarlo. Y yo ni siquiera tengo carnet de conducir. Como de costumbre, hablaban entre ellos como si yo no estuviera allí, ignorándome por completo. Me consideraban demasiado ingenua; o quizá, peor aún, ni siquiera me consideraban. Podía haber tocado a Mónica con sólo extender la mano, y sin embargo la sentía alejándose cada vez más de mí. En mis desesperados intentos por mantenerme a su lado yo avanzaba hacia un horizonte que retrocedía a cada instante.

– Tengo que ir a ver a Chano -le dijo Coco a Mónica-. Así que no nos queda más remedio que sacar el coche de tu viejo. No podemos ir en autobús hasta allí, tía. Está en el culo del mundo.

– Ni de coña -dijo ella-. Ya te dije ayer que ese trasto no lo saco más. Si mi vieja se entera, me mata. Iremos en autobús, tardemos lo que tardemos.

Así que, por supuesto, acabamos cogiendo el coche. Y tuvimos que esperar un rato largo rondando el garaje hasta asegurarnos de que el sitio se quedaba completamente vacío, porque Mónica no quería que ninguno de sus vecinos presenciase cómo nos lo llevábamos. Pero quiso la mala suerte que en el preciso momento en el que el coche avanzaba por la rampa del garaje, se cruzase ante nuestros ojos la pareja del caniche, que se nos quedó mirando fijamente, con la reprobación pintada en la mirada.

El Cerro de la Liebre es un poblado de chabolas gitano situado en el extrarradio de Madrid. También es, junto con La Celsa, el mayor supermercado de droga de la ciudad. Aparcamos el coche en la cuneta de la carretera (ya que el poblado no estaba asfaltado) y antes de salir nos aseguramos bien de que ningún objeto de valor quedaba a la vista. Mónica estaba un poco preocupada ante la perspectiva de dejar el vehículo expuesto allí, así que yo me ofrecí a quedarme esperándoles.

– Tampoco hace falta, Mónica; no exageres. La pobre Bea se va a asar -dijo Coco.

El poblado no era sino dos hileras paralelas de chabolas, situadas unas frente a las otras y divididas por una especie de camino polvoriento a través del cual avanzábamos nosotros tres. A nuestro alrededor correteaban montones de niños sucios y harapientos. Algunos, demasiado pequeños todavía para andar, gateaban a la puerta de sus casas, llevándose de cuando en cuando puñados de arena a la boca.

Finalmente entramos en una chabola que a primera vista en nada se diferenciaba de las otras. Allí dentro había una abuela dormitando sobre una tumbona de playa y un adolescente enjuto y renegrido, estirado cuan largo era sobre un viejo sofá de eskai. Mando en mano iba zapeando canales de la televisión que estaba frente a él, una Sony Trinitron de veinticuatro pulgadas, presumiblemente robada.

Saludó a Coco con afabilidad y acto seguido se nos quedó mirando a nosotras dos, que veníamos tras él, de arriba abajo, aunque sin dirigirnos la palabra.

– Tengo lo tuyo -dijo el gitanillo, señalando con la cabeza lo que parecía ser una habitación interior, protegida por una cortina de baño que hacía las veces de puerta-. Vamos a hablar ahí dentro, entre hombres.

Desaparecieron durante unos minutos que Mónica apuró consumiendo a chupadas ansiosas un cigarrillo mientras se paseaba de un lado a otro de la reducida estancia en tanto yo permanecía inmóvil, apoyada en el zaguán de la puerta, sin atreverme a interrumpir su silencio porque la conocía bien y sabía que más valía no hablar con ella cuando estaba nerviosa. Al poco tiempo reaparecieron Coco y su amigo. Coco traía un paquete en la mano, envuelto en papel de periódico, del tamaño de un bolso de señora. El gitanillo me dirigió la misma mirada insolente con la que me había saludado.

– Es guapa la niña -le dijo a Coco, señalándome a mí con la cabeza-; ¿es algo tuyo?

– Es amiga de mi mujer -respondió él.

– Déjamela un rato y te paso cinco gramos limpios.

– Olvídalo. Yo nunca pillaría de tu jaco, tío. Antes me fumo el Nesquick.

Abandoné el sitio encolerizada y escandalizada.

Coco condujo durante el camino de regreso. Yo mantuve la mayor parte del camino un mutismo obstinado al que ni Coco ni Mónica parecían prestar excesiva atención. Por fin, prácticamente a la entrada de Madrid, exploté. Le dije a Coco que, por más que me lo preguntaba a mí misma, no podía comprender por qué no había dejado claro que yo no estaba en venta, y que lo que más me molestaba de todo aquello es que Coco se refiriese a mí como si fuese un objeto de su propiedad. Él se rió, como sin darle al tema mayor importancia, e intentó explicarme que los gitanos entendían las cosas a su manera, y que a él no le apetecía perder el tiempo inculcándole al Chano conceptos que no iba a comprender. Para el Chano yo era paya, y como había venido con Coco, me metía. Y si era paya y me metía, tenía que ser una puta, y nada que Coco pudiera decirle podría hacerle cambiar de opinión, así que más valía ignorarle. No entré en discusiones porque sabía que llevaba las de perder, así que me puse a mirar por la ventana, enfurruñada y maldiciendo a Coco para mis adentros. Le odiaba. Mónica no era la misma desde que le conoció, pensaba yo. Le echaba a él la culpa de nuestro distanciamiento.

Al rato Mónica debió compadecerse de mí, porque se dio la vuelta en su asiento e intentó animarme.

– Vamos, Bea, no te pongas así, no es para tanto. Nadie te ha insultado. Esta gente está acostumbrada a ese tipo de transacciones. Venga… si supieras con cuántos negros me lo he hecho yo por un simple chino, te sentirías orgullosa de que alguien ofreciera cinco gramos por ti.