No tenía claro si se trataba o no de una broma, y no quería saberlo. Era cierto que en el último año Mónica cada vez me contaba menos cosas, pero yo prefería no imaginar siquiera que ella hubiera ya sobrepasado límites que yo nunca alcanzaría, fingir que no reparaba en la constante presencia de una verdad que flotaba frente a mí, dolorosa de aceptar, imposible de ignorar. Entonces recordé de improviso las palabras de Coco, aquello de que fumaría Nesquick antes que probar el material de aquel tipo. Y se me ocurrió que, si el caballo del tal Chano era tan malo como Coco aseguraba, habíamos ido hasta allí para comprar otra cosa… ¿Cocaína?

– Coco -pregunté-, ¿qué hay en el paquete que has pillado?

– Mira, nena, cuanto menos sepas, mejor -respondió él, sin desviar los ojos de la carretera.

– Si no queréis que me entere, ¿para qué me traéis?

– ¿Vais a pasaros la vida peleando? Bea, a partir de ahora si no quieres venir con nosotros, te quedas en casa, y dejas de dar la murga, ¿vale?

– ¿OS QUERÉIS CALLAR LAS DOS? -dijo Coco.

En ese mismo instante se oyó un golpe sordo y un aullido lastimero. Después el chirrido de los frenos: Coco había detenido el coche en seco. Abrió la puerta y bajó del coche de un salto. Mónica salió tras él, y yo la seguí.

– ¡Mierda! -le oí decir a Coco-. Mierda, mierda, mierda.

Al principio no me di cuenta de lo que había pasado. Había un bulto parduzco sobre el asfalto que parecía una alfombra vieja. Cuando fijé la vista comprendí lo que era. Un perro agonizante, reducido apenas a un tembloroso guiñapo de pelos sanguinolentos. En sus ojos vidriosos brillaba un pánico resignado.

– Vámonos de aquí -dijo Mónica.

– ¿Cómo que vámonos? -dije yo, sollozando-. Este animal está vivo. No puedes dejarlo aquí.

– Sí podemos -replicó ella.

– Está sufriendo, ¿es que no lo ves?

El perro abría la boca como si intentara acaparar la mayor cantidad de aire posible en cada bocanada.

– Bea, cállate, por favor -me dijo Mónica-. No podemos hacer nada. Anda, vuelve al coche. -Podemos llevarlo al veterinario -repliqué.

– Se habrá muerto antes de que lleguemos. Además, no es más que un chucho callejero. -Me arrastró del brazo hasta el coche, y me metió a empujones en el interior.

No dije palabra. El coche arrancó dejando atrás la carroña recalentada por el sol, las vísceras del color de una paleta sucia. A través de la ventanilla del coche los edificios se sucedían a velocidad de vértigo.

Cuando llegamos al garaje Mónica inspeccionó con cuidado los guardabarros del coche. Estaban abollados. Había que llevar el coche al taller y asegurarse de que lo repararan antes de que volviesen sus padres. Un problema serio, dijo, porque ahora necesitaban dinero extra. En ningún momento mencionó a aquel perro abandonado, a sus entrañas, a sus boqueadas de agonía. Mientras la contemplaba, agachada frente a los faros delanteros (uno se había roto) comprendí que no la conocía, que sólo ahora empezaba a conocerla. Y de pronto ella alzó la mirada y me sorprendió. No sonrió, no hizo ningún gesto. Quizás adivinó lo que yo estaba pensando. Yo me sentía más cerca del perro que de ella, como si en cualquier momento me pudieran dejar tirada en la carretera, en cuanto me convirtiera en un obstáculo en su camino. Intuí que al clavarme la mirada como lo hacía me estaba asestando también una puñalada de certeza, honda y sostenida.

– Este loro es potentísimo, tía.

No hacía falta que Coco lo dijera. Había puesto la música a un volumen tan atronador que las paredes vibraban. Él seguía el ritmo con los pies mientras esperaba a que su novia (por decir algo) preparase los rectángulos de papel de aluminio necesarios para fumarse un chino.

– ¿Tú vas a querer? -me preguntó Mónica.

– No.

– ¿Ni por una vez? Pruébalo y decide. Puede que te guste.

En aquel momento sonó el timbre. Mónica ocultó precipitadamente la bolsita de la heroína y el papel de aluminio y, por señas, nos indicó que desapareciéramos del salón; así que nos internamos en el pasillo, y cerramos la puerta. Coco pegó la oreja a la puerta y yo le imité. Reconocí la voz: se trataba de la vecina, la del caniche. Llevaba años oyéndola, desde que empecé a visitar la casa de Mónica, ya que solía pasarse a menudo para hablar con Charo de naderías. Se notaba que la pobre no tenía mucha gente con la que relacionarse. Esta vez había venido a quejarse del volumen de la música, y Mónica se deshizo en excusas, haciendo gala de sus mejores modales, para asegurarle que el incidente no volvería a repetirse. En cuanto Mónica cerró la puerta, Coco y yo volvimos al salón.

– Ya habéis oído, ¿no? -dijo ella-. Así que cuidadito con lo que digamos, que estas paredes son de papel.

– Estoy pensando que quizá pruebe un chino. Pero sólo uno, y sólo por esta vez. No lo he probado nunca, y siento curiosidad -musité yo tímidamente.

– No me seas agonías… No tienes por qué excusarte, ni por qué tenerles tanto miedo -me tranquilizó Mónica-. Hace falta meterse muchos para engancharse. Pareces tu madre.

Así que Mónica preparó tres chinos, quemando la heroína en tres trozos de papel de plata, que nos pasó acto seguido, junto con el canuto de un bolígrafo Bic, para que la esnifásemos. Mónica aspiró hondo y se dejó caer en el sillón. Luego me tocó a mí. Esnifé mi chino, dejé el albal y el canuto en la mesa, me recosté al lado de Mónica y le cogí la mano.

– Lo que no entiendo -le dije- es que una tía como tú no sepa cómo divertirse si no se mete de todo. Precisamente tú… En el colegio todo el mundo pensaba que eras un genio.

Ella miraba al techo con los ojos entornados y un brillo infantil en la mirada.

– Debo de haber sido la única niña del mundo a la que le encantaba ir al colegio. -No sé si me respondía o si pensaba en voz alta.

Mónica me apretó la mano con fuerza. De repente me di cuenta de que Coco estaba observando la escena y solté la mano de mi amiga.

En el mundo en el que yo crecí parecía estar muy claro lo que era un hombre y lo que era una mujer. Se hablaba de ocupaciones etiquetadas como más o menos adecuadas para la virilidad de un hombre o más o menos incorrectas para la feminidad de una mujer. A las mujeres les correspondía una cierta forma de docilidad, de refinamiento, de sensibilidad de gustos, de comportamientos. Ellos eran más fuertes y rudos, menos sensibles, más encaminados al trabajo duro. Existían, además, hombres señalados como femeninos y mujeres etiquetadas como masculinas, aquéllos y aquéllas demasiado débiles o demasiado rudas de acuerdo con el patrón.

Pero, por supuesto, y como pasaba siempre con las enseñanzas de las monjas y de los padres católicos, en realidad las cosas no eran tan claras como pretendían hacernos creer. Los sexos no estaban diseñados en prístino blanco y negro: existía una variedad infinita de matices de gris. Los hombres, puestos en fila, presentarían diferentes grados de masculinidad tanto en su aspecto como en su comportamiento, y las mujeres mostrarían una variedad comparable, incluso mayor, de forma que alguna mujer supuestamente no femenina podría resultarlo colocada al lado de un hombre hipermasculino. Y si se pusiera a un hombre dulce y delicado, supuestamente femenino, al lado de la más dulce versión femenina de su propia persona, parecería mucho más masculino que ella. Todo el asunto acababa reducido, por tanto, a una cuestión de grado.

El problema es que, en el reducido microcosmos en el que yo me eduqué, prácticamente no existían modelos masculinos, excepto mi padre, que no estaba nunca. Hay que recordar que yo asistía a un colegio exclusivo para chicas, y regido por mujeres. Las amistades con miembros del sexo opuesto nos quedaban restringidas (por no decir prohibidas), muy particularmente en la prepubertad y la primera adolescencia. Yo no tenía amigos, con o, ni posibilidad de tenerlos. No conocía manera de establecer contactos sociales fuera del colegio.