Recorrimos los bares de siempre: el Iggy, el Louie, la Vía… y a las tres de la mañana estábamos acodados de nuevo en la barra de La Metralleta. Coco abrazaba a Mónica por la cintura, cariñoso. Yo contemplaba pensativa mi vaso de güisqui, y veía surgir de entre los hielos figuras oscilantes cuyos contornos se desdibujaban y se alteraban a medida que yo iba dándole vueltas al vaso entre mis dedos. Estaba completamente borracha. Necesitaba mojarme la cara. Cuando me incorporé me di cuenta de que me costaba mantener el equilibrio. Calculé unos diez metros de distancia hasta el cuarto de baño, y consideré que podía recorrerlos sin excesiva dificultad, sin caerme ni dar el numerito. Lo importante era mantener la cabeza erguida, fijar los ojos en la puerta del baño, concentrarse en no perder el equilibrio, y avanzar en línea recta imprimiendo un ritmo ágil a mis pasos.

Estaba a punto de alcanzar la puerta cuando una figura oscura me interceptó el paso. Alcé la cabeza y a duras penas reconocí el rostro -desdibujado por mi visión borrosa- del tipo alto que conocí en aquel mismo local la última vez que estuvimos allí, el mismo al que todo el mundo tomaba por policía.

– Hola, ¿te acuerdas de mí? -me dijo-. El otro día intenté hablar contigo.

– Si, me acuerdo. ¿Querías algo? -respondí, intentando aparentar indiferencia y disimular mi lengua de trapo.

– No sé, eres tan guapa que no sé qué decirte.

– Debe de ser porque se te está yendo la sangre del cerebro en dirección sur. Pronto no te acordarás de tu nombre.

– La verdad es que me olvido de cualquier cosa cuando te veo…

Aquél era exactamente el tipo de frase que me producía ganas de vomitar, y de hecho, experimenté al instante la sensación de una especie de remolino que me ascendía por el esófago. Aunque en aquel caso las náuseas estuvieran provocadas, casi con seguridad, por el alcohol.

– Corta, tío. Cuando me dicen cosas así, me pregunto por qué no llevo un rollo de cinta aislante en el bolso -le respondí, con los ojos fijos todavía en la puerta del cuarto de baño.

– Deja en paz a mi amiga, viejo verde. -Mónica acababa de surgir de entre la penumbra del bar. Supuse que me habría visto hablando con el tipo y le habría faltado tiempo para plantarse disparada a mi lado intentando evitar males mayores. Exactamente lo mismo que había hecho Coco la última vez. Me fastidiaba muchísimo la superprotección que ambos se empeñaban en ofrecerme, como si dieran por hecho que yo era incapaz de manejar ese tipo de situaciones o de mantener la boca cerrada.

El tipo desapareció, como era de esperar, y Mónica volvió a endilgarme la consabida charla, la misma lata que ya me había dado Coco: que si debía tener cuidado con quien hablaba, que si la pinta del tipo era sospechosa. A mí me parecía que exageraban y que seguramente el pobre no era más que un chico normalito al que yo le gustaba. Seguro que la policía tenía cosas mejores que hacer que andar por ahí intentando trincar a dos aprendices de camellos de tres al cuarto, pero yo estaba demasiado mareada como para que me apeteciera ponerme a discutir con Mónica. Sólo alcancé a articular que no me encontraba bien y que necesitaba ir al cuarto de baño. Ella me observó con expresión preocupada y me tomó de la mano. Yo me dejé arrastrar.

En cuanto llegamos al cuarto de baño, Mónica me colocó agachada frente al lavabo y abrió uno de los grifos para que el agua fría me cayera en la nuca. Me preguntó si me sentía mejor y yo asentí con la cabeza.

– Has bebido demasiado. Eso es todo. No estás acostumbrada. Suerte que tía Mónica está aquí. Anda, ven conmigo.

Me hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los váteres. Entramos y cerramos la puerta tras nosotras. Entonces ella abrió su mochila y sacó su navajita roja y la cartera. De la cartera extrajo una papelina y su carnet de identidad.

– No quiero jaco -le dije.

– Esto no es jaco. Es coca. Exactamente lo que necesitas tú ahora.

Apoyó la cartera sobre la cisterna y depositó un poco de polvo blanco sobre ella. Con el carnet dividió el montoncito de polvo en dos montoncitos más pequeños que fue alineando en vertical hasta que se convirtieron en dos rayas. Después sacó un billete de su pantalón y lo enrolló para formar un tubo cilíndrico, que me pasó acto seguido. Ella esnifó primero, y luego yo. Al áspero roce del polvo en las fosas nasales le sucedía un regusto amargo y familiar en la boca. El espacio de la cabina era muy reducido y nos obligaba a permanecer muy próximas la una a la otra, prácticamente tocándonos. Yo era más alta que Mónica, pero aquella noche nuestras miradas quedaban a la misma altura porque ella se había puesto unas sandalias con plataforma.

– ¿Sabes, Betty? Estás guapa con las mechas éstas. No me extraña que al Chano le entrase semejante perra contigo… -me dijo, mientras agarraba una de mis mechas blancas y la enrollaba entre sus dedos. Luego tiró de la mecha de forma que fue aproximando mi cara hacia la suya hasta que nuestras narices se tocaron, y nuestras bocas quedaron a unos milímetros una de la otra. Desde aquella distancia me parecía que Mónica tenía cuatro ojos, cuatro bolas negras y redondas, cada una presidida por una pequeña bombillita que la iluminaba desde el centro. Permanecí inmóvil, y entonces ella giró ligeramente la cabeza para que nuestros labios se rozaran, pero me dejó a mí responsable de la última decisión. Fruncí los labios y la besé. En realidad fue un beso muy casto, apenas un suave contacto de los labios. Entonces ella volvió a besarme, esta vez acariciándome el labio inferior con la lengua. Retrocedí y me recosté contra el lavabo, y allí me quedé, esperando, con los ojos muy abiertos. Ella volvió a acercarse a mí y percibí su boca inmóvil pegada a mí, sus labios carnosos, calientes y duros. Me recorrió un leve estremecimiento y me apoyé un poco más para atajarlo. Mi corazón estaba tan feliz que no lo reconocía como mío. Luego mis labios se abrieron, despacio, como una flor que saludase al alba. Ella se animó y su lengua se animó con ella. En seguida se tornó apremiante, hábil. Demasiado hábil. Me desasí de su abrazo, jadeante.

– ¿Qué va a pensar Coco de esto? -alcancé a articular en un susurro heroico. En mi cabeza, Coco era el único obstáculo que impedía que cediésemos a lo inevitable.

Por toda respuesta, me agarró del cuello y volvió a atraerme hacia ella. Yo nunca había besado en la boca a nadie hasta entonces, por difícil que resulte creerlo. Y ella lo sabía, estoy segura. No sé si sabía también que a ella ya la había besado, muchas veces, en mis sueños. No sé si se divertía conmigo, si jugaba como el gato que simula liberar al ratón poco antes de rematarlo. No sé si era cruel o simplemente inconsciente. No sé, no sé, no sé… Todavía hoy no he encontrado la respuesta.

La oficina de mi padre estaba situada en uno de los pisos más altos de un enorme rascacielos en la Castellana. Para acceder al edificio resultaba imprescindible presentar el carnet de identidad a un guardia que inquiría acerca de la persona a la que querías ver y el motivo de tu visita («personal», en mi caso). Pero se trataba sólo del primer control. Luego había que subir en el ascensor y entrar a la oficina de mi padre, y allí superar el segundo control, más sutil, menos severo y no por eso menos desagradable: el de una recepcionista cuarentona que dirigió una mirada crítica a mi minifalda. Se notaba que, debajo del traje caro y los dos kilos de maquillaje, se trataba de una mujer no demasiado guapa. Me preguntó a quién buscaba. Le informé que venía a ver al señor de Haya. Ella quiso saber si tenía cita.

– Soy su hija -le dije.

– Veré si puede recibirla -replicó, con tono de estar convencida de que el señor de Haya no se dignaría a hacer tal cosa.

Llamó por el interfono y comunicó a mi padre mi presencia en un susurro, como si le suministrara información confidencial. Esperó respuesta y luego me hizo saber con tono desabrido que mi padre me esperaba. Avancé por el pasillo enmoquetado sin rebajarme a dirigirle la mirada. Sabía perfectamente cómo llegar al despacho de mi padre.