«Llama al médico», gritó mi padre dirigiéndose a mí. «Llama al médico. Busca el número en una agenda negra que hay sobre la mesa de mi despacho. En la M. Explícale a quien te coja quién eres y di que tu madre ha sufrido un ataque.» Por el tono comprendí que la cosa era grave y atravesé el pasillo volando. En dos zancadas me planté en el despacho de mi padre y me precipité sobre la mesa. La dirección y el teléfono del médico figuraban los primeros en la lista de la M y en una letra más grande que el resto de los contactos anotados, para resaltar, sin duda, la vital importancia de esa persona y ese número. Las manos me temblaban de tal manera que me costaba marcar los dígitos en el disco. Por fin llamé y me respondió una voz femenina a la que le expliqué entre hipidos lo que sucedía. Ella me contestó con voz tranquilizadora que no debía preocuparme, que en seguida avisaban al doctor. Volví corriendo al comedor. Mi madre yacía sobre la alfombra agitándose como una lubina recién pescada. Mi padre, que le sujetaba los brazos por encima de la cabeza, intentando contener sus movimientos asincopados, me ordenó, en cuanto vio asomar mi cara asustada por el marco de la puerta, que me fuera inmediatamente a la cocina y que esperara la llegada del doctor. Me quedé, pues, en la cocina apoyando la mejilla contra la puerta para poder escuchar el traqueteo del ascensor y anticiparme a la llegada del médico. Abrí la puerta cinco o seis veces, confundiendo las subidas y bajadas de los vecinos con la llegada de aquel señor, hasta que finalmente, después de una espera que para mí duró una eternidad, llegó aquel doctor al que yo conocía de toda la vida, el mismo que me había curado las paperas y la varicela y me había puesto inyecciones en el culo cuando yo era un mico que no alzaba dos palmos del suelo. Le dije que mi madre estaba en el comedor, y no hizo falta que yo le indicara dónde estaba puesto que ya conocía la casa. Entró en el comedor y cerró la puerta tras de sí.

A través de la madera de pino yo le escuchaba dirigirse a mi madre por su nombre de pila y mantener algún tipo de conversación con mi padre que no conseguía descifrar. Al rato salieron. Mi padre llevaba a mi madre en brazos, inerte como una muñeca de trapo, blanca y hermosa con su pelo suelto cayendo en cascada, como las ilustraciones que representaban a la Bella Durmiente en mis libros de cuentos. La llevó a su cuarto, seguido de cerca por el médico, y yo me quedé esperando. Poco después salió mi padre y me explicó en pocas palabras y con voz grave que todo había pasado, que mi madre se encontraba bien, aunque débil, y que no debía preocuparme. Me envió a jugar a mi cuarto, y yo obedecí como la niña buena que era entonces, y allí me tumbé sobre la cama, ocultando la cara en la almohada esforzándome por permanecer quieta, muy quieta, inmóvil, intentando contener los parpadeos y la respiración, y procurando dejar la mente en blanco como solía hacer cuando algo me preocupaba.

A la mañana siguiente mi madre vino a despertarme más cariñosa que de costumbre. Se sentó a mi lado y me dijo que esa mañana desayunaríamos las dos juntas en la cama, porque ella tenía muchas cosas que explicarme acerca de lo que había pasado el día anterior. Salió del cuarto y volvió al cabo de un rato con una bandeja plegable sobre la que había una jarra de zumo de naranja y un plato rebosante de croissants con mermelada, y entre tragos y bocados me explicó qué era la epilepsia.

A esta conversación se sucederían muchas otras a lo largo de los años en las que mi madre me explicaría el inicio de su enfermedad, sus síntomas y sus consecuencias; y con el tiempo llegué a tener datos suficientes como para poder elaborar un historial clínico detallado de mi madre, si hubiera querido. Yo fui mucho tiempo su confidente y solía hablarme con una claridad y una sinceridad que los padres no suelen utilizar con sus hijos. Desde luego, mi padre nunca me habló así.

Cuando volví a casa de Mónica, después de la entrevista con mi padre, me encontré a la parejita recién levantada, desayunando en la mesa de la cocina. Mónica me preguntó dónde había estado y le dije que había salido a dar un paseo. Insistió en que fuera prudente con los vecinos y no preguntó más. Luego Coco, sonriente, pasó a comunicarme la última gran idea que habían estado madurando. Después del éxito de la última venta de pastillas, habían decidido ampliar el negocio: hasta las tres de la mañana, Coco seguiría pasando, como siempre, en el bar de Malasaña en el que todo el mundo sabía dónde encontrarle. Después, se dedicaría a pasar éxtasis en La Metralleta. A partir de las cuatro cerraban la mayoría de los garitos, y a esas horas La Metralleta se ponía hasta los topes de jovencitos con ganas de bailar y de drogarse. Lo mejor de todo es que esta nueva operación no iba a requerir coste alguno de inversión, puesto que podrían fabricar algo parecido al éxtasis a partir del arsenal de pastillas de Charo.

– Eso se llama estafar -opiné.

– Te equivocas -respondió Coco-. Se llama aumento de rentabilidad. ¿No eras tú la que quería estudiar empresariales? Pues vete enterando: las anfetas las vendes a cinco libras, y los éxtasis a tres talegos. Además, todo el mundo sabe que en la calle no se encuentra éxtasis del bueno.

Yo ya había oído hablar de esos falsos éxtasis. De los niños que la palmaban de un síncope en medio de la pista de baile, de los que se enganchaban a un jaco que ni siquiera sabían que habían estado consumiendo. No me parecía de ley aquello de vender pastillas de palo.

– Qué tonterías dices… -me reprochó Mónica-. La cantidad de caballo es mínima.

– Bueno, haced lo que queráis -respondí-. Pero que conste que esta vez YO no pienso ser la que los pase.

Llamaron por teléfono: dos timbrazos, pausa, dos timbrazos. El código que indicaba que la llamada estaba dirigida a Coco. Él se levantó despacio y cogió el teléfono. Hubo un breve intercambio de miradas entre Mónica y yo. Yo estaba celosa porque ella le hubiese permitido a él en tan poco tiempo hacerse con su espacio de semejante manera. Y ella no quería que yo me metiera en lo que no me importaba.

– Pensé que nunca llamarías… -dijo él-. Sí, claro que lo tengo… Sí, en tu casa, como acordamos. Pero no te lo voy a llevar yo. Te lo llevará una amiga mía… Muy guapa.

La primera vez que mi madre sufrió un ataque, me lo contó ella misma, apenas contaba cinco años. Estaba jugando tan feliz cuando de repente una especie de fogonazo negro le nubló la vista. Lo siguiente que alcanzaba a recordar era la visión de un enjambre de caras curiosas, agolpándose unas sobre otras, comentando horrorizadas lo sucedido. Ese dato era común a todos sus ataques: el no recordar nada de lo sucedido una vez volvía en sí. Lo malo es que aquello ocurrió en pleno Campo de San Francisco, cuando jugaba al corro con otras niñas, y en seguida se corrió la voz de que la niña estaba endemoniada. Su padre la llevó a Madrid a que la vieran los mejores médicos de la capital. Entonces las cosas no eran tan fáciles. No existían la medicación ni los conocimientos de ahora, decía mi madre. Nadie parecía tener claro lo que le pasaba.

Cuando la niña creció, su madre, su padre y sus tías se pusieron de acuerdo por una vez. La niña no debía quedarse en Oviedo, porque allí todo el mundo sabía lo de su enfermedad, y resultaría imposible casarla. Al padre, que era abogado y había estudiado en Madrid, no le apetecía condenar a la niña a la maledicencia de los ignorantes, y a la madre y a las tías les parecía una pena que una delicia de chica como aquélla, tan fina y tan mona, se tuviera que quedar a vestir santos. (Cuando oía la historia me estremecía un escalofrío al pensar que si mi madre no hubiera sido tan guapa a las mujeres de su familia les hubiera parecido lógico condenarla a zurcir calcetines y a oír misas para el resto de su vida.) Así que la enviaron a Madrid, a estudiar a un internado de monjas francesas donde las señoritas de familia bien aprendían francés, costura, bordado y economía doméstica, preparándose para convertirse en buenas esposas y madres el día de mañana. Las hermanas, enteradas de su problema, procuraron siempre ahorrarle emociones y disgustos a la niña, y habían sido bien informadas de los pasos a seguir si le sobrevenía una crisis.