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Sospechaba que lo había substituido por otro amante. Interpretaba todos y cada uno de sus gestos como una promesa secreta. En cierta ocasión ella cogió de las solapas de la chaqueta a Roundell en un vestíbulo y lo zarandeó, al tiempo que se reía de algo que le había susurrado, y él siguió durante dos días al inocente funcionario para ver si había algo más entre ellos. Ya no confiaba en las últimas muestras de cariño de ella. O estaba con él o contra él. Estaba contra él. No podía soportar ni siquiera las sonrisas indecisas que le dedicaba. Si ella le pasaba una copa, no la bebía. Si en una cena le indicaba un cuenco en el que flotaba un lirio del Nilo, apartaba la mirada. Otra simple flor de los cojones. Ella tenía un nuevo grupo de íntimos que excluían a él y a su marido. Ninguna vuelve con su marido. Del amor y la naturaleza humana sabía por lo menos eso.

Compró papeles de fumar de color carmelita y los pegó en las secciones de las Historias relativas a guerras que no le interesaban. Anotó todos los argumentos de ella contra él: pegados en el libro, con lo que él quedaba reducido a la voz del observador, del oyente, en tercera persona.

Durante los últimos días antes de la guerra, había ido por última vez al Gilf Kebir para levantar el campamento. Su marido debía recogerlo. El marido al que habían querido los dos antes de empezar a quererse.

Clifton voló el día señalado hasta Uweinat para recogerlo y sobrevoló el oasis perdido a tan poca altura, que los arbustos de acacia perdían las hojas al paso del avión, el Moth, que se metía en las depresiones, mientras él le hacía señales con una lona azul desde el risco más alto. Después el avión giró hacia abajo y se dirigió recto hacia él y luego se estrelló en la tierra a cincuenta metros de distancia. Una línea de humo azul se elevó en espiral del tren de aterrizaje. No hubo fuego.

Un marido enloquecido, que los mataba a todos. Se mataba y mataba a su mujer… y a él, dado que ya no había posibilidad de salir del desierto.

Sólo, que ella no había muerto. Él liberó su cuerpo, lo sacó de las estrujadas garras del avión, las garras de su marido.

¿Cómo es que llegaste a odiarme?, susurró ella en la Gruta de los Nadadores, sobreponiéndose al dolor que le causaban las heridas: una muñeca rota, costillas destrozadas. Te portaste muy mal conmigo. Entonces fue cuando mi marido sospechó de ti. Todavía detesto eso en ti: que desaparezcas en desiertos o bares.

Tú me dejaste a mí en el parque Groppi.

Porque tú sólo me querías así.

Porque tú dijiste que tu marido se iba a volver loco. Y la verdad es que enloqueció.

No por mucho tiempo. Yo enloquecí antes que él, me dejaste muerta por dentro. Bésame, anda. Deja de defenderte. Bésame y llámame por mi nombre.

Sus cuerpos se habían juntado entre perfumes, entre el sudor, ansiosos por entrar bajo esa fina película con la lengua o los dientes, como si los dos pudieran captar ahí la personalidad y arrancársela mutuamente durante los abrazos amorosos.

Ahora no había talco en el brazo de ella ni agua de rosas en su muslo.

Te consideras un iconoclasta, pero no lo eres. Te limitas a marcharte a otro sitio o substituir lo que se te niega. Si fracasas en algo, te retiras y te dedicas a otra cosa. Nada te cambia. ¿Cuántas mujeres has tenido? Te dejé porque sabía que nunca podría cambiarte. A veces te quedabas tan inmóvil en el cuarto, tan mudo, como si la mayor traición a ti mismo fuera revelar otro mínimo rasgo de tu carácter.

En la Gruta de los Nadadores hablamos. Estábamos a sólo dos grados de latitud de Kufra, lugar seguro.

Hizo una pausa y alargó la mano. Caravaggio colocó una tableta de morfina en su negra palma, que desapareció en la obscura boca del paciente inglés.

Crucé el lecho seco del lago hacia el oasis de Kufra y sólo llevaba conmigo ropa para protegerme del calor y del frío nocturno, dejé hasta mi Herodoto con ella. Y tres años después, en 1942, me dirigí hacia el avión enterrado cargando con su cuerpo como si fuera la armadura de un caballero.

En el desierto, las herramientas para la supervivencia están bajo tierra: grutas troglodíticas, agua depositada en una planta enterrada, armas, un avión. A 25 grados de longitud y 23 de latitud, excavé en busca de la lona y fue apareciendo el viejo avión de Madox. Era de noche y, pese al aire frío, estaba sudando. Me acerqué a ella con la lámpara de petróleo y me senté un rato, junto a la silueta de su seña de asentimiento. Dos amantes y el desierto: luz de las estrellas o de la luna, no recuerdo. En todos los demás sitios había guerra.

Salió de la arena el avión. No había comido nada y me sentía débil. La lona era tan pesada, que no pude apartarla, tuve que cortarla.

Por la mañana, después de dormir dos horas, la trasladé a la carlinga. Arranqué el motor y se puso en marcha. Avanzamos y después nos lanzamos, con años de retraso, hacia el cielo.

La voz calló. El hombre quemado miraba hacia adelante con la concentración infundida por la morfina.

Ahora tenía el avión a la vista. Su lenta voz lo hacía elevarse con esfuerzo por encima de la tierra, el motor tenía fallos, como si le faltara algún diente en el engranaje, y el sudario de ella se desplegaba en el aire de la ruidosa carlinga, un estruendo terrible después de tantos días de caminar en silencio. Bajó la vista y vio que le caía aceite en las rodillas. Una rama se soltó de la blusa de ella: acacia y hueso. ¿A qué altura volaría por encima de la tierra? ¿A qué profundidad por debajo del cielo?

El tren de aterrizaje rozó la cresta de una palmera, por lo que lo hizo ascender, el aceite se deslizó sobre el asiento y el cuerpo de ella resbaló y se hundió en él. Saltó una chispa de un corto circuito y las ramitas en una de las rodillas de ella se prendieron. Volvió a colocarla derecha en el asiento contiguo al suyo. Empujó con las manos el cristal de la carlinga, pero éste no se movió. Se puso a dar puñetazos, lo agrietó y después lo rompió y el aceite y el fuego se derramaron y extendieron por todos lados. ¿A qué profundidad se encontraba por debajo del cielo? Ella se desplomó: ramitas y hojas de acacia, las ramas que habían recibido forma de brazos se desprendían a su alrededor. Sus miembros empezaban a desaparecer absorbidos por el aire. Su lengua olía a morfina. Caravaggio se reflejaba en el negro lago de sus ojos. Ahora subía y bajaba como un cubo de pozo. Tenía sangre por toda la cara. Volaba en un avión carcomido, las lonas de las alas se desgarraban con la velocidad. Eran carroña. ¿Qué distancia había recorrido desde que había rozado la palmera? ¿Cuánto tiempo hacía? Intentó levantar las piernas del aceite, pero pesaban demasiado. En modo alguno podría volver a levantarlas. Estaba viejo de repente, cansado de vivir sin ella. No podía tumbarse en sus brazos y confiar en que ella velara todo el día y toda la noche, mientras él dormía. No tenía a nadie. Estaba exhausto, no por el desierto, sino por la soledad. Madox desaparecido, la mujer metamorfoseada en hojas y ramitas, el cristal roto por el que se veía el cielo como una mandíbula por encima de él.

Se deslizó en el arnés del paracaídas empapado de aceite y giró el avión boca abajo y, tras vencer la resistencia del viento, salió por entre el cristal roto. Después tenía las piernas completamente libres y estaba en el aire, brillante, sin saber por qué, hasta que comprendió que estaba ardiendo.

Hana oía las voces en el cuarto del paciente inglés y se quedó en el pasillo para intentar captar lo que decían.

¿Qué tal es?

¡Maravillosa!

Ahora me toca a mí.

¡Ah! Espléndida, espléndida.

El invento más extraordinario.

Un gran descubrimiento, joven.