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Cuando entró, vio a Kip y al paciente inglés pasándose una lata de leche condensada. El inglés chupaba la lata y después la apartaba para mascar el espeso líquido. Sonreía alegre a Kip, que parecía irritado por no tenerla en su poder. El zapador miró a Hana, se cernió sobre la cama, chasqueó los dedos un par de veces y por fin logró apartar la lata del rostro obscuro.

«Hemos descubierto un placer que compartimos, el muchacho y yo: yo en mis viajes por Egipto; él, en la India.»

«¿Has tomado alguna vez bocadillos de leche condensada?», preguntó el zapador.

Hana miraba primero a uno y luego al otro.

Kip miró el interior de la lata. «Voy a buscar otra», dijo y salió del cuarto.

Hana miró al hombre acostado.

«Kip y yo somos bastardos internacionales: nacimos en un lugar y nos fuimos a vivir en otro. Hemos pasado toda la vida luchando para volver a nuestra patria o alejarnos de ella, si bien Kip aún no lo reconoce. Por eso nos llevamos tan bien.»

En la cocina, Kip hizo dos agujeros con la bayoneta, que ahora utilizaba cada vez más -se daba cuenta- sólo para eso, en la nueva lata de leche condensada y volvió corriendo a la alcoba.

«Debes de haberte criado en otra parte», dijo el zapador. «Los ingleses no la chupan así.»

«Viví varios años en el desierto. Allí aprendí todo lo que sé. Todo lo importante que me ha sucedido en mi vida me sucedió en el desierto.» Sonrió a Hana. «Uno me suministra morfina; el otro, leche condensada. ¡Tal vez hayamos descubierto una dieta equilibrada!» Se volvió hacia Kip. «¿Cuánto tiempo llevas de zapador?»

«Cinco años: la mayor parte en Londres, después en Italia con las unidades de artificieros.»

«¿Quién fue tu profesor?»

«Un inglés en Woolwich, estaba considerado un excéntrico.»

«El mejor tipo de profesor. Debió de ser lord Suffolk. ¿Conociste a Miss Morden?»

«Sí.»

En ningún momento intentaron hacer participar a Hana en la conversación. Pero ella quería oírle hablar de su profesor, ver cómo lo describiría.

«¿Cómo era, Kip?»

«Trabajaba en investigación científica. Dirigía una unidad experimental. Miss Morden, su secretaria, estaba siempre con él, y también su conductor, Mr. Fred Harts. Miss Morden tomaba notas, que él le dictaba, mientras trabajaba con una bomba, y Mr. Harts lo ayudaba con los instrumentos. Era un hombre extraordinario. Los llamaban la Santísima Trinidad. En 1941 volaron por los aires, los tres: en Erith.»

Hana miró al zapador recostado contra la pared, con un pie levantado y la suela de la bota contra un arbusto pintado. No tenía la menor expresión de tristeza, nada que interpretar.

Algunos hombres habían desatado el último lazo de su vida en sus brazos. En la ciudad de Anghiari había levantado a hombres vivos para descubrir que ya los estaban consumiendo los gusanos. En Ortona había llevado cigarrillos a la boca del muchacho sin brazos. Nada la había detenido. Había continuado con sus obligaciones, mientras apartaba su yo en secreto. Muchas enfermeras, enfundadas en sus uniformes amarillos y carmesíes con botones de hueso, se habían convertido en criadas de la guerra, emocionalmente desequilibradas.

Vio a Kip apoyar la cabeza contra la pared. Conocía la expresión neutra de su rostro, sabía interpretarla.

VII. INSITU

Westbury, Inglaterra, 1940

Kirpal Singh se puso de pie en el punto del lomo del caballo en el que debería haber estado la silla de montar. Al principio se limitó a permanecer de pie en el lomo del caballo y detenerse a saludar a quienes no podía ver, pero estarían mirándolo, lo sabía. Lord Suffolk lo observó con los prismáticos y vio al joven saludar con los dos brazos en alto.

Después bajó por el gigantesco y blanco caballo de creta de Westbury, por la blancura del caballo labrado en la colina. Ahora era una figura negra, pues el fondo intensificaba la obscuridad de su piel y su uniforme caqui. Si los prismáticos estaban bien enfocados, lord Suffolk vería la fina línea del cordón rojo en el hombro de Singh, que indicaba su unidad de zapadores. A ellos debía de parecerles que bajaba por un mapa de papel recortado en forma de animal, pero Singh sólo tenía conciencia de sus botas, que arañaban la áspera creta blanca, al bajar la pendiente.

También Miss Morden bajaba despacio, tras él, la colina, con una mochila al hombro y apoyándose en una sombrilla plegada. Se detuvo a tres metros del caballo, abrió la sombrilla y se sentó a su sombra. Después abrió sus cuadernos de notas.

«¿Me oye?», preguntó Singh.

«Sí, perfectamente.» Se limpió la creta de las manos con la falda y se ajustó las gafas. Alzó la vista a lo lejos, como había hecho Singh, y saludó a quienes no podía ver.

Singh la apreciaba. En efecto, era la primera inglesa con la que había hablado de verdad desde que había llegado a Inglaterra. Había pasado la mayor parte del tiempo en el cuartel de Woolwich. En los tres meses que llevaba allí sólo había conocido a otros indios y a oficiales ingleses. En la cantina de la naafi una mujer respondía, si se le hacía una pregunta, pero las conversaciones con las mujeres se limitaban a dos o tres frases.

Era el segundo hijo. El hijo mayor iba al ejército, el segundo se hacía médico y el siguiente comerciante. Una antigua tradición en su familia. Pero todo había cambiado con la guerra. Se incorporó a un regimiento sij y lo enviaron a Inglaterra. Después de los primeros meses en Londres, se había ofrecido voluntario para una unidad de ingenieros destinada a la desactivación de las bombas de acción retardada y las que no hubieran estallado. En 1939 las órdenes de las autoridades eran ingenuas: De las bombas que no hayan estallado se hará cargo el ministerio del Interior, que encargará su recogida a agentes del ARP y de la policía para que las entreguen en los depósitos oportunos, donde miembros de las fuerzas armadas las detonarán en su momento.

Hasta 1940 no se encargó el Ministerio de la Guerra de la desactivación de bombas, tarea que después delegó, a su vez, en el Real Cuerpo de Ingenieros. Se crearon veinticinco unidades de artificieros. Carecían de equipo técnico y sólo disponían de martillos, escoplos y herramientas de peones camineros. No había especialistas.

Una bomba se compone de las siguientes partes:

1. Un recipiente o caja de la bomba.

2. Una espoleta.

3. Una carga de iniciación o multiplicador.

4. Una carga principal de explosivo instantáneo.

5. Accesorios superestructurales: aletas, agarraderas, Kopfrings, etc.

El 80 por ciento de las bombas arrojadas por aviones sobre Gran Bretaña eran de paredes finas, bombas de uso general. Por lo general, pesaban entre cincuenta y cien kilos. Las bombas de una tonelada se llamaban Hermann o Esau; las de dos toneladas, Satán.

Después de las largas jornadas de adiestramiento, Singh se quedaba dormido con los diagramas y los gráficos en las manos. Entraba medio dormido en el laberinto de un cilindro, pasaba junto al ácido pícrico, el multiplicador y los condensadores y llegaba a la espoleta, en lo más profundo del cuerpo principal. Entonces se despertaba de repente.

Cuando una bomba daba en el blanco, la resistencia hacía que un temblador activara y encendiera el fulminante de la espoleta. La miniexplosión saltaba al multiplicador y hacía que la pentrita detonara, lo que liberaba el ácido pícrico, que, a su vez, explosionaba la carga principal de TNT, amatol y polvo de aluminio. El trayecto desde el temblador hasta la explosión duraba un microsegundo.

Las bombas más peligrosas eran las lanzadas desde baja altitud, pues no se activaban hasta que tocaban el suelo. Esas bombas no detonadas quedaban enterradas en las ciudades y los campos y permanecían inactivas hasta que algo -el bastón de un agricultor, la rueda de un coche, el choque de una pelota de tenis contra la caja- activaba los contactos y estallaban.