Изменить стиль страницы

«Precisamente. Todo ello constituye un telón de fondo perfecto. Anteanoche, cuando estábamos buscando un nombre para el perro. ¿Recuerdas?»

«Sí.»

«¿Cuáles fueron sus propuestas?»

«Estaba extraño esa noche.»

«Estaba muy extraño porque le di una dosis extra de morfina. ¿Recuerdas los nombres? Propuso unos ocho. Cinco de ellos eran bromas evidentes. Quedan tres: Cicerón, Zerzura, Dalila.»

«¿Y qué?»

«Cicerón era el nombre en clave de un espía. Los británicos lo descubrieron. Un agente doble y después triple que se escapó. Zerzura es más complicado.»

«Sé lo que es. Lo ha mencionado. También habla de jardines.»

«Pero ahora, más que nada, del desierto. El jardín inglés sale a relucir cada vez menos. Ese hombre se está muriendo. Creo que ahí arriba tienes al guía de espías Almásy.»

Estaban sentados en los viejos cestos de mimbre del lavadero y mirándose. Caravaggio se encogió de hombros. «Es posible.»

«Yo creo que es inglés», dijo Hana, al tiempo que se mordía los carrillos, como siempre que pensaba o examinaba algo relativo a ella.

«Sé que quieres a ese hombre, pero no es inglés. Al principio de la guerra, yo trabajé en El Cairo: el Eje de Trípoli. El espía Rebecca de Rommel…»

«¿Qué quieres decir con "el espía Rebecca"?»

«En 1942, antes de la batalla de El Alamein, los alemanes enviaron a un espía llamado Eppler a El Cairo. Utilizaba un ejemplar de la novela Rebecca de Daphne du Maurier como libro de claves para enviar mensajes a Rommel sobre los movimientos de tropas. Mira, se convirtió en libro de cabecera del servicio de inteligencia británico. Hasta yo lo leí.»

«¿Que tú leíste un libro?»

«Eres muy amable. El hombre que guió a Eppler por el desierto hasta El Cairo (desde Trípoli hasta El Cairo) por orden personal de Rommel era el conde Ladislaus de Almásy. Se suponía que nadie podía cruzar aquel trecho del desierto.

«Entre las dos guerras, Almásy tuvo amigos ingleses, grandes exploradores. Pero, cuando estalló la guerra se fue con los alemanes. Rommel le pidió que guiara a Eppler por el desierto hasta El Cairo, porque por avión o en paracaídas habría llamado demasiado la atención. Cruzó el desierto con ese tipo y lo dejó en el delta del Nilo.»

«Sabes mucho de todo eso.»

«Estuve destinado en El Cairo. Les seguíamos la pista. Desde Gialo guió a un grupo de ocho hombres por el desierto. Constantemente tenían que desembarrancar los camiones en los montículos de arena. Los dirigió hacia Uweinat y su meseta de granito para que pudiesen conseguir agua y refugiarse en las grutas. Era un punto que quedaba a mitad de camino. En los años treinta había descubierto allí grutas con pinturas rupestres. Pero la meseta estaba infestada de Aliados y no podía utilizar los pozos que había en ella. Volvió a internarse en el desierto. Pillaron reservas de petróleo británicas para llenar sus depósitos. En el oasis de Jarga se vistieron con uniformes británicos y pusieron matrículas del ejército británico en sus vehículos. Cuando los divisaban desde el aire, se escondían en wadis y permanecían inmóviles por períodos de hasta tres días, asándose en la arena.

«Tardaron tres semanas en llegar a El Cairo. Almásy estrechó la mano a Eppler y se separó de él. A partir de ahí le perdimos la pista. Dio media vuelta y regresó solo al desierto. Creemos que volvió a cruzarlo, de vuelta hacia Trípoli, pero ésa fue la última vez que se lo vio. Los británicos acabaron deteniendo a Eppler y utilizaron el código Rebecca para enviar información falsa a Rommel sobre El Alamein.»

«Sigo sin creerlo, David.»

«El hombre que ayudó a atrapar a Eppler en El Cairo llevaba el nombre de Sansón.»

«Dalila.»

«Exactamente.»

«Tal vez sea Sansón.»

«Eso es lo que pensé al principio. Era muy parecido a Almásy. También era un enamorado del desierto. Había pasado la infancia en el Levante y conocía a los beduinos. Pero lo que distinguía a Almásy es que sabía pilotar un avión. Estamos hablando de alguien que se estrelló con un avión. Ahí tenemos a ese hombre, irreconocible a consecuencia de las quemaduras, que a saber cómo acabó en manos de los ingleses en Pisa. Además, habla inglés a la perfección. Almásy fue a la escuela en Inglaterra. En El Cairo lo llamaban el espía inglés.»

Hana, sentada en la cesta, miraba a Caravaggio. Dijo: «Creo que debemos dejarlo tranquilo. No importa en qué bando estuviera, ¿no?»

«Me gustaría hablar más con él», respondió Caravaggio. «Cuando haya tomado más morfina. Soltarlo todo, los dos. ¿Entiendes? Para ver hasta dónde podemos llegar. Dalila, Zerzura. Vas a tener que darle una inyección alterada.»

«No, David. Estás demasiado obsesionado. No importa quién sea. Ya ha acabado la guerra.»

«Entonces lo haré yo. Prepararé un cóctel Brompton: morfina y alcohol. Lo inventaron en el Hospital Brompton de Londres para los pacientes con cáncer. No te preocupes, no lo matará. El cuerpo lo absorbe muy rápido. Puedo prepararlo con lo que tenemos. Dale a beber un sorbo. Después vuelves a darle morfina pura.»

Ella lo observaba sentado en el cesto: tenía la mirada clara y sonreía. Durante las últimas fases de la guerra, Caravaggio se había hecho, como tantos otros, ladrón de morfina. A las pocas horas de su llegada, ya había olfateado dónde tenía Hana el material médico. Ahora los tubitos de morfina -como tubos de dentífrico para muñecas, había pensado Hana la primera vez que los había visto y le habían parecido de lo más pintorescos- eran su fuente de aprovisionamiento. Llevaba en el bolsillo dos o tres durante todo el día y se los inyectaba en la carne. En cierta ocasión en que se lo había encontrado vomitando por haberse inyectado una dosis excesiva, acurrucado y temblando en uno de los rincones obscuros de la villa, alzó la vista y apenas si la reconoció. Había intentado hablar con él, pero se había limitado a mirarla fijamente. Había encontrado el botiquín de metal y lo había roto, a saber con qué fuerzas. En otra ocasión, en que el zapador se había hecho una raja en la palma de la mano con una verja de hierro, Caravaggio rompió la puntita de cristal con los dientes, chupó y escupió la morfina en la mano carmelita antes de que Kip supiese siquiera de qué se trataba. Kip lo apartó de un empujón con expresión indignada.

«Déjalo en paz. Es paciente mío.»

«No voy a hacerle daño. La morfina y el alcohol le quitarán el dolor.»

(3 CC. DE CÓCTEL BROMPTON. 15.00 HORAS.)

Caravaggio cogió el libro de las manos del paciente.

«Cuando te estrellaste en el desierto, ¿de dónde procedías?»

«Había salido del Gilf Kebir. Había ido allí a recoger a alguien, a finales de agosto de 1942.»

«¿Durante la guerra? Todo el mundo debía de haberse marchado ya.»

«Sí. Sólo había ejércitos.»

«El Gilf Kebir.»

«Sí.»

«¿Dónde está?»

«Dame el libro de Kipling… Mira…»

En el frontispicio de Kim había un mapa con una línea de puntos que representaba la ruta seguida por el muchacho y el Santo. Mostraba sólo una porción de la India, el Afganistán envuelto en sombras y Cachemira en la falda de las montañas.

Recorrió con su negra mano el río Numi hasta su desembocadura en el mar, por la latitud 23° 30'. Siguió deslizando el dedo diez centímetros al Oeste, fuera de la página, hasta su pecho; se tocó una costilla.

«Aquí, el Gilf Kebir, un poco al norte del Trópico de Cáncer, en la frontera entre Libia y Egipto.»

¿Qué ocurrió en 1942?

Había hecho el viaje hasta El Cairo y estaba de regreso. Me dirigía a Uweinat y, gracias a que recordaba los mapas antiguos, pude escabullirme entre las líneas enemigas y pasar por los escondrijos de petróleo y agua de la preguerra. Como iba solo, me resultaba más fácil. A un centenar de kilómetros del Gilf Kebir, el camión explotó y volcó y yo rodé automáticamente en la arena, pues no quería que me tocara una chispa. En el desierto siempre aterra el fuego.