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«Bueno, pues adiós. Buena suerte.»

«Sí. No temas por ellos, yo me encargo de que no les ocurra nada.»

Ella asintió con la cabeza. Estaba en la sombra y él -como si no notara su violencia- en el sol.

Entonces se acercó un poco más a ella, lo que la hizo pensar por un instante que iba a abrazarla, pero se limitó a adelantar el brazo derecho y retirarlo al instante, al tiempo que rozaba ligeramente el cuello de ella con todo su húmedo antebrazo.

«Adiós.»

Volvió hasta el camión. Ella sentía ahora su sudor, como sangre dejada por una cuchilla que el gesto del brazo de él parecía haber imitado.

Ella tomó un cojín y se lo colocó en el regazo, como para escudarse de él. «Si me haces el amor, no mentiré para ocultarlo y, si te lo hago yo, tampoco.»

Se llevó el cojín al corazón, como si deseara sofocar esa parte de sí que se había desmandado.

«¿Qué es lo que más detestas?», preguntó él.

«La mentira. ¿Y tú?»

«La posesividad», dijo él. «Cuando me dejes, olvídame.»

El puño de ella salió disparado hacia él y le golpeó con fuerza en el hueso debajo del ojo. Se vistió y se marchó.

Todos los días, al volver a casa, se miraba el cardenal en el espejo. Le entró curiosidad, no tanto por el cardenal cuanto por la forma de su cara. Las largas cejas en las que nunca se había fijado en realidad, las primeras canas en su cabello rojizo. Llevaba años sin mirarse así en un espejo. ¡Qué ceja más larga!

Nada podía apartarlo de ella.

Cuando no estaba en el desierto con Madox o con Bermann en las bibliotecas árabes, se reunía con ella en el parque Groppi, junto a los jardines de ciruelos, abundantemente regados. Allí era donde ella se encontraba más a gusto, pues echaba de menos la humedad, siempre le habían gustado los setos verdes y los helechos, mientras que para él tanta verdura era como un carnaval.

Desde el parque Groppi daban un rodeo para entrar en la ciudad antigua, El Cairo meridional, mercados a los que pocos europeos acudían. Las paredes de sus cuartos estaban cubiertas de mapas y, pese a sus intentos de amueblar el piso, seguía dando la impresión de un campamento.

Yacían abrazados, con el pulso y la sombra del ventilador por encima de ellos. Había pasado toda la mañana trabajando con Bermann en el museo arqueológico, cotejando textos árabes e historias europeas para intentar reconocer ecos, coincidencias, cambios de nombre: remontándose desde Herodoto hasta el Kitab al Kanuz, en el que Zerzura recibe el nombre de la mujer que se baña junto a una caravana del desierto. Y también allí había el lento parpadeo de la sombra de un ventilador y aquí también el intercambio íntimo y el eco de una historia de la infancia, una cicatriz, una forma de besar.

«No sé qué hacer. ¡No sé qué hacer! ¿Cómo puedo ser tu amante? Él se va a volver loco.»

Una lista de heridas.

Los diversos colores del cardenal: de rojizo intenso a carmelita. El plato que, tras cruzar el cuarto con él y tirar su contenido, ella le rompió en la cabeza, de la que brotó la sangre y tiñó su azafranado cabello. El tenedor que le entró por detrás del hombro y le dejó marcas que el médico supuso causadas por un zorro.

Antes de abrazarla, se paraba a mirar primero qué objetos arrojadizos había en las inmediaciones. Se reunía en público con ella y con otros, cubierto de cardenales o con la cabeza vendada, y explicaba que el taxi había dado un frenazo repentino y se había golpeado con el deflector. O con yodo en la frente que cubría un verdugón. A Madox le preocupaba que se hubiera vuelto de pronto tan propenso a los accidentes. Ella se mofaba en silencio de la inconsistencia de sus explicaciones. Tal vez sea la edad, tal vez necesite gafas, decía su marido, al tiempo que daba un codazo a Madox. Tal vez sea una mujer que haya conocido, decía ella. Mirad, ¿no es eso un arañazo o un mordisco de mujer?

Fue un escorpión, decía él. Androctonus australis.

Una tarjeta postal con el rectángulo dedicado al texto ocupado por una caligrafía pulcra.

La mitad de los días no soporto no poder
tocarte. El resto del tiempo tengo la
sensación de que no me importaría no
volver a verte. No es cosa de moralidad,
sino de capacidad de resistencia.

Sin fecha ni firma.

A veces, cuando ella podía pasar la noche con él, los despertaban los tres minaretes de la ciudad, que iniciaban las plegarias antes del amanecer. Recorrían juntos los mercados de añil situados entre El Cairo meridional y la casa de ella. Los hermosos cantos de fe entraban en el aire como flechas, un minarete respondía a otro, como si se transmitieran un rumor sobre ellos dos, mientras paseaban en el fresco aire matutino, ya cargado con el olor a carbón y cáñamo. Pecadores en una ciudad santa.

Barría con el brazo los platos y los vasos de una mesa de restaurante para que ella levantara la vista en algún otro punto de la ciudad e intentase averiguar la causa de ese ruido. Cuando estaba sin ella. Él, que nunca se había sentido solo en toda la distancia que separaba los pueblos del desierto. Un hombre en un desierto puede recoger la ausencia en las manos juntas en forma de cuenco, porque sabe que lo sostiene más que el agua. Conocía una planta cerca de El Taj, cuyo corazón, si se corta, es substituido por un fluido que tiene propiedades medicinales. Todas las mañanas se puede beber el líquido que cabe en el hueco dejado por el corazón. La planta sigue floreciendo durante un año hasta que por fin muere por falta de algún nutriente.

Estaba tumbado en su cuarto y rodeado de mapas descoloridos. Estaba sin Katharine. El hambre le inspiraba deseos de acabar con todas las normas sociales, toda cortesía.

La vida de ella con otros ya no le interesaba. Sólo quería su majestuosa belleza, el teatro de sus expresiones. Quería la diminuta y secreta imagen que había entre ellos, la profundidad de campo mínima, su intimidad de extraños, como dos páginas de un libro cerrado.

Ella lo había desmembrado.

Y si ella lo había reducido a eso, ¿a qué la había reducido él?

Cuando ella estaba atrincherada tras la muralla de su clase y él estaba a su lado en un grupo más amplio, contaba chistes que a él mismo no le hacían gracia. Presa de la locuacidad -cosa rara en él-, se ponía a atacar la historia de la exploración. Lo hacía cuando se sentía desgraciado. Sólo Madox había advertido ese hábito. Pero ella ni siquiera lo miraba. Sonreía a todo el mundo, a los objetos que había en la habitación, elogiaba una disposición floral, cosas impersonales e insignificantes. Se equivocaba al interpretar el comportamiento de él, al suponer que era eso lo que él quería, y duplicaba el espesor de la muralla para protegerse.

Pero ahora no podía soportar esa muralla en ella. Tú también construyes tus murallas -le decía ella-, conque yo tengo la mía. Al decirlo, su belleza resplandecía hasta un punto que le resultaba insoportable. Con su preciosa ropa, su pálida cara que se burlaba de todos cuantos le sonreían, con su sonrisa desconcertada ante los airados chistes de él, quien continuaba con sus consternadoras afirmaciones sobre tal o cual detalle de alguna expedición de todos conocida.

En el preciso momento en que ella se separó de él a la entrada del bar del Groppi, después de que la hubiera saludado, se sintió enloquecido. Sabía que la única forma como podía aceptar perderla era poder seguir abrazándola o viéndose abrazado por ella, poder ayudarse mutuamente a poner en cierto modo fin a aquello con mimos, no con una muralla.