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El sol inundaba su cuarto de El Cairo. Su mano reposaba flaccida -con toda la tensión acumulada en el resto de su cuerpo- sobre el diario de Herodoto y garabateaba las palabras, como si la pluma careciera de consistencia. Apenas pudo escribir la palabra sol, la palabra enamorado.

La única luz que entraba en el piso era la procedente del río y del desierto, más allá. Caía sobre el cuello de ella, su pie, la cicatriz de la vacuna en su brazo derecho, que tanto le gustaba a él. Se sentó en la cama abrazando su desnudez. Él deslizó la palma de la mano abierta por el sudor de su hombro. Este hombro es mío, pensó, no de su marido, es mío. Como amantes se habían ofrecido así partes de sus cuerpos mutuamente, en aquel cuarto, a orillas del río.

En las pocas horas de que habían dispuesto, el cuarto había ido obscureciéndose hasta albergar sólo esa luz: mera luz de río y de desierto. Sólo cuando se producían las escasas descargas de lluvia se acercaban a la ventana y sacaban los brazos, se estiraban para bañarse la mayor parte posible del cuerpo en ella. La gente en las calles acogía con gritos el breve chaparrón.

«Nunca volveremos a amarnos. No podemos volver a vernos.»

«Ya lo sé», dijo él.

La noche en que ella insistió en que rompieran.

Estaba sentada, encerrada en sí misma, en la armadura de su terrible conciencia. Él no podía llegar hasta ella. Sólo su cuerpo estaba próximo a ella.

«Nunca más, pase lo que pase.»

«De acuerdo.»

«Creo que se va a volver loco. ¿Entiendes?»

Él guardó silencio, abandonó los intentos de hacerla abrirse a él.

Una hora después, caminaban en la noche serena. Oían a lo lejos las canciones de gramófono procedentes del cine Música para Todos, con las ventanas abiertas por el calor. Iban a tener que separarse antes del fin de la sesión, por si salía alguien que la conociera.

Estaban en el jardín botánico, cerca de la catedral de Todos los Santos. Ella vio una lágrima y se inclinó hacia adelante, la lamió y se la metió en la boca. Como había lamido la sangre en la mano de él, cuando se cortó al preparar la comida para ella. Sangre. Lágrima. Él se sentía el cuerpo vacío, tenía la sensación de que sólo contuviese humo. Lo único que estaba vivo era la conciencia del deseo y la necesidad futuros. Lo que le habría gustado decir no podía decirlo a aquella mujer, cuya apertura era como una herida, cuya juventud aún no era mortal. No podía alterar lo que más adoraba en ella: su falta de compromiso, gracias a la cual la sensibilidad de los poemas que amaba aún no chocaba con el mundo real. Él sabía que sin esas cualidades no podía haber orden en el mundo.

La noche en que ella había insistido tanto: veintiocho de septiembre. La cálida luz de la luna ya había secado la lluvia en los árboles. Ni una gota fresca podía caer sobre él, como una lágrima. Aquella separación en el parque Groppi. No le había preguntado si su marido estaba en casa, en aquel cuadrado de luz de allá arriba, al otro lado de la calle.

Vio la alta fila de palmeras por encima de ellos, como brazos extendidos. Como la cabeza y el cabello de ella estaban encima de él, cuando era su amante.

Aquella vez no se besaron, tan sólo un abrazo. Se soltó de ella y se alejó y después se volvió. Ella no se había movido. Él regresó hasta pocos metros de ella con un dedo alzado para hacer un comentario.

«Sólo quiero que sepas que aún no te echo de menos.» Con una expresión horrible, pese a que intentaba sonreír.

Ella apartó la cabeza y se golpeó con un poste de la puerta. Él vio que se había hecho daño, notó la mueca de dolor. Pero ya se habían separado y encerrado en sí mismos, habían alzado las murallas, a insistencia de ella. Su espasmo, su dolor, era accidental, intencionado. Se había llevado la mano a la sien.

«Ya me echarás de menos», dijo.

A partir de este punto en nuestras vidas, le había susurrado ella antes, o encontraremos nuestras almas o las perderemos.

¿Cómo puede ocurrir una cosa así? Enamorarse y quedar desmembrado.

Yo estaba en sus brazos. Le había subido la manga de la blusa hasta el hombro para poder verle la cicatriz de la vacuna. Me encanta, dije. Aquella pálida aureola en su brazo. Veo cómo la raspó el instrumento, inoculó el suero después y luego salió de su piel, años atrás, cuando tenía nueve años, en el gimnasio de un colegio.

VI. UN AVIÓN ENTERRADO

El paciente paseó la mirada por la larga cama, en cuyo extremo se encontraba Hana. Después de haberlo bañado, la muchacha rompió la punta de una ampolla y se volvió hacia él con la morfina. Una efigie, una cama. El inglés bogaba en el barco de morfina. Esta corría por sus venas e implosionaba el tiempo y la geografía del mismo modo que un mapa comprime el mundo en una hoja de papel de dos dimensiones.

Las largas veladas de El Cairo. El mar de cielo nocturno, halcones en filas hasta que los soltaban al atardecer y se lanzaban formando un arco hacia el último color del desierto: al unísono, como un puñado de semillas arrojado a la tierra.

En 1936 podías comprar cualquier cosa en aquella ciudad: desde un perro o un ave que acudía a golpe de silbato hasta aquellas terribles traíllas que se ajustaban al dedo meñique de una mujer para que no se te perdiera en un mercado atestado.

En el sector nordoriental de El Cairo se encontraba el gran patio de los estudiantes religiosos y, más allá, el bazar Jan el Jalili. Mirábamos desde lo alto gatos encaramados a techos de hojalata ondulada, que, a su vez, miraban la calle y los puestos de abajo. Nuestro cuarto dominaba todo aquel panorama. Por las ventanas abiertas se veían minaretes, falúas, gatos, y entraba el estruendo. Ella me hablaba de los jardines de su infancia. Cuando no podía dormir, dibujaba el jardín de su madre para mí palabra a palabra, arriate a arriate, el hielo de diciembre sobre el estanque con peces, el crujido de los espaldares rosados. Me cogía la muñeca en la confluencia de las venas y la guiaba hasta la depresión de su cuello.

Marzo de 1937, Uweinat. Madox estaba irritable por la falta de aire. Estábamos a trescientos metros sobre el nivel del mar, pero, aun a aquella mínima altura, se encontraba incómodo. Al fin y al cabo, era un hombre del desierto, pues había abandonado Marston Magna, la aldea de su familia, en Somerset, y había cambiado todas sus costumbres y hábitos para vivir lo más cerca posible del nivel del mar y en un clima seco.

«Madox, ¿cómo se llama ese hueco en la base del cuello de una mujer? Por delante. Aquí. ¿Qué es? ¿Tiene un nombre oficial? ¿Ese hueco del tamaño aproximado de la huella de un pulgar?»

Madox me miró un momento a la deslumbrante luz del mediodía.

«Cálmate», murmuró.

«Te voy a contar una historia», dijo Caravaggio a Hana. «Érase una vez un húngaro llamado Almásy, que trabajó para los alemanes durante la guerra. Voló un tiempo con el Afrika Korps, pero era más valioso para otras tareas. En los años treinta, había sido uno de los grandes exploradores del desierto. Conocía todos los puntos donde había agua y había colaborado en la realización de los mapas del Mar de Arena. Lo sabía todo sobre el desierto. Lo sabía todo sobre los dialectos. ¿Te suena? Entre las dos guerras siempre estaba de expedición fuera de El Cairo. Una de ellas en busca de Zerzura: el oasis perdido. Después, cuando estalló la guerra, se unió a los alemanes. En 1941 pasó a hacer de guía para los espías, los llevaba por el desierto hasta El Cairo. Lo que pretendo decirte es que me parece que el paciente inglés no es inglés.

«Claro que lo es. ¿Qué me dices de todos esos arriates de flores en Gloucestershire?»