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SEGUNDA PARTE

23

En el momento en que se derrumbó la casa de Giuseppe Baldini, Grenouille se encontraba en el camino de Orleans. Había dejado atrás la atmósfera de la gran urbe y a cada paso que le alejaba de ella el aire era más claro, puro y limpio. Y también más enrarecido. Ya no se acumulaban en cada metro centenares y millares de diferentes olores en un remolino vertiginoso, sino que los pocos que había -el olor del camino arenoso, de los prados, de la tierra, de las plantas, del agua- se extendían en largas franjas sobre el paisaje, ampliándose y encogiéndose con lentitud, sin interrumpirse casi nunca de forma repentina.

Grenouille acogió esta sencillez como una liberación. Los apacibles aromas acariciaban su olfato. Por primera vez en su vida no tenía que estar preparado para captar con cada aliento uno nuevo, inesperado y hostil o perder uno agradable. Por primera vez podía respirar casi libremente, sin verse obligado a olfatear con cautela. Decimos "casi" porque, naturalmente, nada fluía con libertad a través de la nariz de Grenouille. Aunque no tuviera el menor motivo para ello, siempre quedaba en él una reserva instintiva, alerta a todo cuanto procediera del exterior y fuera aspirado por su sentido del olfato.

Durante toda su vida, incluso en los pocos momentos en que sintió indicios de contento, satisfacción e incluso felicidad, prefirió expeler que aspirar el aire, lo cual fue cierto desde que la iniciara, no con un aliento lleno de esperanza, sino con un grito espantoso. Aparte, sin embargo, de esta limitación, que era innata en él, Grenouille se sentía mejor a medida que se alejaba de París, respiraba con más ligereza, caminaba con paso más rápido y adoptaba incluso de manera esporádica una posición erguida, de ahí que visto desde lejos casi parecía un aprendiz de artesano corriente, o sea, un hombre completamente normal.

Lo que encontraba más liberador era la lejanía de los seres humanos. En París vivían hacinados más habitantes que en cualquier otra ciudad del mundo, unos seiscientos o setecientos mil. Pululaban en las calles y plazas y atestaban las casas desde el sótano hasta el tejado. En todo París no había apenas un rincón que no bullera de hombres, ninguna piedra, ningún trozo de tierra que no oliera a seres humanos.

Ahora que había empezado a alejarse comprendió con claridad Grenouille que aquel denso caldo humano le había oprimido como un aire de tormenta durante dieciocho años. Siempre había creído que era del mundo en general de lo que tenía que apartarse, pero ahora veía que no se trataba del mundo, sino de los seres humanos. Al parecer, en el mundo, en el mundo sin hombres, la vida era soportable.

Al tercer día de viaje llegó al campo de gravitación olfativa de Orleans. Mucho antes de que un signo visible anunciara la proximidad de la urbe, percibió Grenouille la acumulación humana en el aire y decidió, en contra de su propósito original, evitar Orleans. No quería perder tan pronto la recién adquirida libertad de respiración, sumergiéndose de nuevo en el asfixiante clima humano. Dio un gran rodeo en torno a la ciudad, fue aparar a Chateauneuf, a orillas del Loira, y cruzó el río por Sully. La salchicha se le acabó allí. Compró otra y dejó el río para continuar tierra adentro.

Ahora no sólo evitaba las ciudades, sino también los pueblos. Estaba como ebrio del aire cada vez más enrarecido, más alejado de los seres humanos. Sólo para proveerse de comida se acercaba a una aldea o una granja solitaria, compraba pan y desaparecía otra vez en los bosques. Al cabo de varias semanas le molestaba incluso encontrar de vez en cuando algún viajero por los caminos agrestes y apenas podía soportar el olor inconfundible de los campesinos que aquí y allá segaban la primera hierba de las praderas. Rehuía, temeroso, todos los rebaños de ovejas, no por los animales, sino para evitar el olor de los pastores. Caminaba campo a través y hacía rodeos de muchas millas cuando olía a un escuadrón de jinetes, distantes aún a varias horas de camino, no porque temiera, como otros aprendices y vagabundos, que le controlaran y pidieran los papeles y quizá incluso lo alistaran para la guerra -ni siquiera sabía que se había declarado una guerra-, sino únicamente porque le repugnaba el olor humano de los jinetes. De este modo espontáneo, sin ninguna decisión determinada, su plan de dirigirse a Grasse por el camino más corto fue perdiendo urgencia y al final se disolvió, por así decirlo, en la libertad, como todos los demás planes e intenciones. Grenouille ya no quería ir a ninguna parte, sólo alejarse de los hombres.

Acabó caminando sólo de noche. Durante el día se ocultaba entre la maleza, dormía bajo árboles o arbustos, a ser posible en los lugares más inaccesibles, agazapado como un animal, con el cuerpo y la cabeza cubiertos por la manta marrón y la nariz metida en el hueco del codo, dirigida hacia la tierra para que ningún olor extraño perturbara sus sueños. Se despertaba al ponerse el sol, oliscaba en todas direcciones y cuando estaba bien seguro de haberlo olido todo, de que el último campesino había abandonado su tierra y los vagabundos más osados habían buscado cobijo ante la inminente oscuridad, cuando la noche, con sus supuestos peligros, había ahuyentado a todos los seres humanos, salía Grenouille de su escondite y continuaba su viaje.

No necesitaba luz para ver a su alrededor. Incluso antes, cuando aún caminaba de día, mantenía los ojos cerrados durante horas y se dejaba guiar por el olfato. La imagen deslumbrante del paisaje, la luz cegadora, la fuerza e intensidad de la vista le causaban dolor. Sólo le gustaba el resplandor de la luna. Su luz no tenía color y perfilaba débilmente el terreno, bañando la tierra con un tinte gris sucio y estrangulando la vida durante una noche. Este mundo como de plomo fundido en el que sólo se movía el viento, que a veces se cernía sobre los bosques grises como una sombra, y en el que sólo vivían las fragancias de la tierra desnuda, era el único mundo aceptable para él porque se parecía al mundo de su alma.

Así fue avanzando en dirección sur. Más o menos en dirección sur, porque no se guiaba por ninguna brújula magnética, sino por la brújula de su olfato, que le permitía evitar cada ciudad, cada pueblo y cada caserío. No vio a ningún ser humano durante semanas enteras, y podría haberse imaginado tranquilamente que estaba solo en aquel mundo oscuro o iluminado por el frío resplandor de la luna si su sensible brújula no le hubiera indicado lo contrario.

Por la noche también había hombres. En las comarcas más aisladas también había hombres, sólo que se habían retirado a sus guaridas para dormir como las ratas. La tierra no estaba limpia de ellos, ya que incluso dormidos despedían olores que salían al aire libre por las ventanas abiertas o por las rendijas e infestaban la naturaleza, abandonada sólo en apariencia. Cuanto más se acostumbraba Grenouille al aire puro, tanto más sensible se volvía al olor de los hombres, que de repente, inesperado y horrible, se extendía por las noches con su hedor a podrido, revelando la presencia de una choza de pastores, una cabaña de carbonero o una cueva de ladrones. Y seguía huyendo, reaccionando cada vez con mayor sensibilidad al olor ya poco frecuente de los seres humanos. De este modo su nariz le condujo a regiones cada vez más apartadas, alejándole de los hombres y empujándole cada día con mayor fuerza hacia el polo magnético de la máxima soledad posible.