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Se sabe de hombres que buscan la soledad: penitentes, fracasados, santos o profetas que se retiran con preferencia al desierto, donde viven de langostas y miel silvestre. Muchos habitan cuevas y ermitas en islas apartadas o -algo más espectacular- se acurrucan en jaulas montadas sobre estacas que se balancean en el aire, todo ello para estar más cerca de Dios. Se mortifican y hacen penitencia en su soledad, guiados por la creencia de llevar una vida agradable a los ojos divinos. O bien esperan durante meses o años ser agraciados en su aislamiento con una revelación divina que inmediatamente quieren difundir entre los hombres.

Nada de todo esto concernía a Grenouille, que no pensaba para nada en Dios, no hacía penitencia ni esperaba ninguna inspiración divina. Se había aislado del mundo para su propia y única satisfacción, sólo a fin de estar cerca de sí mismo. Gozaba de su propia existencia, libre de toda influencia ajena, y lo encontraba maravilloso. Yacía en su tumba de rocas como si fuera su propio cadáver, respirando apenas, con los latidos del corazón reducidos al mínimo y viviendo, a pesar de ello, de manera tan intensa y desenfrenada como jamás había vivido en el mundo un libertino.

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Escenario de este desenfreno -no podía ser otro- era su imperio interior, donde había enterrado desde su nacimiento los contornos de todos los olores olfateados durante su vida. Para animarse, conjuraba primero los más antiguos y remotos: el vaho húmedo y hostil del dormitorio de madame Gaillard; el olor seco y correoso de sus manos; el aliento avinagrado del padre Terrier; el sudor histérico, cálido y maternal del ama Bussier; el hedor a cadáveres del Cimetiére des Innocents; el tufo de asesina de su madre. Y se revolcaba en la repugnancia y el odio y sus cabellos se erizaban de un horror voluptuoso.

Muchas veces, cuando este aperitivo de abominaciones no le bastaba para empezar, daba un pequeño paseo olfatorio por la tenería de Grimal y se regalaba con el hedor de las pieles sanguinolentas y de los tintes y abonos o imaginaba el caldo de seiscientos mil parisienses en el sofocante calor de la canícula.

Entonces, de repente -éste era el sentido del ejercicio-, el odio brotaba en él con violencia de orgasmo, estallando como una tormenta contra aquellos olores que habían osado ofender su ilustre nariz. Caía sobre ellos como granizo sobre un campo de trigo, los pulverizaba como un furioso huracán y los ahogaba bajo un diluvio purificador de agua destilada. Tan justa era su cólera y tan grande su venganza. ¡Ah, qué momento sublime! Grenouille, el hombrecillo, temblaba de excitación, su cuerpo se tensaba y abombaba en un bienestar voluptuoso, de modo que durante un momento tocaba con la coronilla el techo de la gruta, para luego bajar lentamente hasta yacer liberado y apaciguado en lo más hondo. Era demasiado agradable… este acto violento de exterminación de todos los olores repugnantes era realmente demasiado agradable, casi su número favorito entre todos los representados en el escenario de su gran teatro interior, porque comunicaba la maravillosa sensación de agotamiento placentero que sigue a todo acto verdaderamente grande y heroico.

Ahora podía descansar tranquilo durante un buen rato. Estiraba sus miembros todo lo que permitía la estrechez de su pétreo aposento; en cambio, interiormente, en las barridas praderas de su alma, podía estirarse a su antojo, dormitar y jugar con delicadas fragancias en torno a su nariz: un soplo aromático, por ejemplo, como venido de un prado primaveral; un templado viento de mayo que sopla entre las primeras hojas verdes de las hayas; una brisa marina, penetrante como almendras saladas.

Caía la tarde cuando se levantó, aunque esta expresión sea un decir, ya que no había tarde ni mañana ni crepúsculo, no había luz ni oscuridad, ni tampoco prado primaveral ni hojas verdes de haya… En el universo interior de Grenouille no había nada, ninguna cosa, sólo el olor de las cosas. (Por esto, llamar a este universo un paisaje es de nuevo una manera de hablar, pero la única adecuada, la única posible, ya que nuestra lengua no sirve para describir el mundo de los olores). Caía, pues, la tarde en aquel momento y en el estado de ánimo de Grenouille, como en el sur al final de la siesta, cuando el letargo del mediodía abandona lentamente el paisaje y la vida interrumpida quiere reanudar su ritmo. El calor abrasador -enemigo de las fragancias sublimes- había remitido, destruyendo a la manada de demonios. Los campos interiores se extendían pálidos y blandos en el lascivo sosiego del despertar, esperando ser hollados por la voluntad de su dueño.

Y, como ya hemos dicho, Grenouille se levantó y sacudió el sueño de sus miembros. El Gran Grenouille interior se irguió como un gigante, en toda su grandiosidad y altura, ofreciendo un aspecto magnífico -¡casi era una lástima que nadie le viera!-, y miró a su alrededor, arrogante y sublime.

¡Sí! Éste era su reino! ¡El singular reino de Grenouille! Creado y gobernado por él, el singular Grenouille, devastado por él y erigido de nuevo cuando se le antojaba, ampliado hasta el infinito y defendido con espada flamígera contra cualquier intruso. Aquí sólo mandaba su voluntad, la voluntad del grande, del magnífico, del singular Grenouille. Y una vez disipados los malos olores del pasado, quería ahora inundarlo de fragancias.

Recorrió a grandes zancadas los campos yermos y sembró aromas de diversas clases, tan pronto parco como pródigo, creando anchas e interminables plantaciones y parterres pequeños e íntimos, derramando las semillas a puñados o de una en una en lugares escogidos. Hasta las regiones más remotas de su reino corrió, presuroso, el Gran Grenouille, el veloz jardinero, y pronto no quedó ningún rincón en que no hubiera sembrado un grano de fragancia.

Y cuando vio que todo estaba bien y que toda la tierra había absorbido la divina semilla de Grenouille, el Gran Grenouille dejó caer una lluvia de alcohol, fina y persistente, y en seguida todo empezó a germinar y brotar, de modo que la vista de los sembrados alegraba el corazón. Las plantaciones no tardaron en ofrecer abundantes frutos, en los jardines ocultos crecieron tallos jugosos y los capullos se abrieron en un estallido de pura lozanía.

Entonces ordenó el Gran Grenouille que cesara la lluvia. Y así sucedió. Y envió el templado sol de su sonrisa por toda la tierra e inmediatamente, en todos los confines del reino, la magnífica abundancia de capullos se convirtió en una única alfombra multicolor consistente en miríadas de valiosos frascos de perfume. Y el Gran Grenouille vio que todo estaba bien, muy bien. Y el viento de su hálito sopló por toda la tierra. Y las flores, al ser acariciadas, despidieron chorros de fragancia y mezclaron sus innumerables aromas hasta formar uno solo y universal, siempre cambiante pero en el cambio siempre unido en un homenaje a él, el grande, el único, el magnífico Grenouille quien, desde su trono en una nube de fragancia dorada, aspiró de nuevo, olfateando su aliento, y el olor de la ofrenda le resultó agradable. Y descendió del trono para bendecir varias veces su creación, la cual se lo agradeció con vítores y gritos jubilosos y repetidos chorros de magnífico perfume. Mientras tanto, había oscurecido y las fragancias seguían derramándose y mezclándose con los azules de la noche en notas cada vez más fantásticas. Se preparaba una verdadera fiesta de perfumes, con un gigantesco castillo de fuegos artificiales, brillantes y aromáticos.

Sin embargo, el Gran Grenouille estaba un poco cansado, así que bostezó y habló:

– Mirad, he hecho una gran obra y me complace mucho pero, como todo lo terminado, ya empieza a aburrirme. Quiero retirarme y, como culminación de este fructífero día, permitirme un pequeño entretenimiento en las cámaras de mi corazón.

Así habló el Gran Grenouille quien, mientras el pueblo llano de las fragancias bailaba y le vitoreaba alegremente, bajó de la nube dorada con alas extendidas y voló sobre el paisaje nocturno de su alma hacia el hogar de su corazón.