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Ah, ¡qué agradable era volver al hogar! La doble tarea de vengador y creador del mundo representaba un esfuerzo considerable y someterse después durante horas al homenaje de los propios engendros no era el descanso más reparador. Fatigado por los divinos deberes de la creación y la representación, el Gran Grenouille ansiaba los goces domésticos.

Su corazón era un castillo de púrpura situado en un pedregoso desierto, oculto tras las dunas y rodeado de un oasis pantanoso y de siete murallas de piedra. Sólo volando se podía acceder a él. Contenía mil cámaras, mil bodegas y mil elegantes salones, entre ellos uno provisto de un sencillo canapé de púrpura donde Grenouille, que ya no era el Gran Grenouille, sino simplemente Grenouille o el querido Jean-Baptiste, solía descansar de las fatigas del día.

Sin embargo, en las cámaras del castillo había estanterías desde el suelo hasta el techo y en ellas se encontraban todos los olores reunidos por Grenouille en el curso de su vida, varios millones. Y en las bodegas del castillo reposaban en cubas las mejores fragancias de su existencia que, una vez maduras, trasladaba a botellas que almacenaba en pasillos húmedos y fríos de varios kilómetros de longitud, clasificadas por años y procedencias; había tantas, que una vida no bastaba para beberlas todas.

Y cuando el querido Jean-Baptiste, de vuelta por fin en su hogar en el salón púrpura, acostado en su sencillo y cómodo sofá -después de quitarse las botas, por así decirlo-, daba unas palmadas y llamaba a sus criados, que eran invisibles, intocables, inaudibles y, sobre todo, inodoros y, por consiguiente, imaginarios, les ordenaba que fueran a las cámaras y sacaran de la gran biblioteca los olores de este o aquel volumen y bajaran a las bodegas a buscarle algo de beber.

Los criados imaginarios iban corriendo y el estómago de Grenouille se retorcía durante la penosa espera. Se sentía de repente como un bebedor sobrecogido en la taberna por el temor a que por alguna razón le nieguen la copa de aguardiente que ha pedido. ¿Y si las bodegas y cámaras se encuentran vacías de improviso, y si el vino de las cubas se ha vuelto rancio? ¿Por qué le hacían esperar? ¿Por qué no venían? Necesitaba inmediatamente la bebida, la necesitaba con urgencia, con frenesí, moriría en el acto si no la obtenía.

¡Calma, Jean-Baptiste! ¡Calma, querido! Ya vienen, ya te traen lo que anhelas. Ya llegan volando los criados, trayendo en una bandeja invisible el libro de los olores y en sus invisibles manos enguantadas de blanco, las valiosas botellas; ahora las depositan con sumo cuidado, se inclinan y desaparecen.

Y cuando le dejan solo -¡por fin, otra vez solo!- alarga Jean-Baptiste la mano hacia los ansiados aromas, abre la primera botella, se sirve un vaso lleno hasta el borde, se lo acerca a los labios y bebe. Apura el vaso de olor fresco de un solo trago, y ¡es delicioso! Es un aroma tan bueno y liberador, que al querido Jean-Baptiste se le anegan los ojos en lágrimas de puro placer y se sirve en seguida el segundo vaso de la misma fragancia: una fragancia del año 1752, atrapada en primavera, en el Pont Royal, antes de la salida del sol, con la nariz vuelta hacia el oeste, de donde soplaba un viento ligero; en ella se mezclaban el olor del mar, el olor del bosque y algo del olor de brea de las barcas embarrancadas en la orilla. Era el aroma de la primera noche entera que, sin permiso de Grimal, había pasado vagando por París. Era el aroma fresco del incipiente día, el primer amanecer que vivía en libertad. Entonces este aroma le auguró la libertad para él, le auguró una vida nueva. El olor de aquella mañana fue para Grenouille un olor de esperanza; lo conservaba con unción y bebía de él a diario.

Cuando hubo apurado el segundo vaso, todo el nerviosismo, todas las dudas y toda la inseguridad le abandonaron y un maravilloso sosiego se apoderó de él. Apoyó la espalda en los blandos almohadones del canapé, abrió un libro y empezó a leer sus recuerdos. Leyó sobre los olores de su infancia, los olores de la escuela, los olores de las calles y de los rincones ciudadanos, los olores de los hombres y le recorrieron agradables escalofríos porque los olores conjurados eran sin duda los aborrecidos, los exterminados. Siguió leyendo el libro de los olores nauseabundos con un interés mezclado con repugnancia, hasta que ésta superó a aquél, obligándole a cerrar el libro, apartarlo de sí y elegir otro.

Al mismo tiempo iba sorbiendo sin pausa las fragancias nobles. Tras la botella del perfume de la esperanza, descorchó una del año 1744, llena del cálido aroma de madera que flotaba ante la casa de madame Gaillard. Y después de ésta bebió una botella de aromas de una noche de verano, impregnadas de un denso perfume floral, recogido en el lindero de un parque en Saint-Germain-des-Près el año 1753.

Se hallaba ahora saturado de olores y sus miembros se apoyaban cada vez con más fuerza en los almohadones. Una embriaguez maravillosa le nublaba la mente y, sin embargo, aún no había llegado al final de la orgía. Sus ojos ya no podían leer, hacía rato que el libro le había resbalado de las manos, pero no quería terminar la velada sin haber vaciado la última botella, la más espléndida: la fragancia de la muchacha de la Rue des Marais…

La bebió con recogimiento, después de sentarse para este fin muy erguido en el canapé, aunque le costó hacerlo porque el salón púrpura oscilaba y daba vueltas a su alrededor con cada movimiento. En una posición de colegial, con las rodillas y los pies muy juntos y la mano izquierda sobre el muslo izquierdo, así bebió el pequeño Grenouille la fragancia más valiosa de las bodegas de su corazón, vaso tras vaso, y se fue entristeciendo cada vez más. Sabía que bebía demasiado; sabía que no aguantaba lo bueno en tanta cantidad y, no obstante, bebió hasta vaciar la botella. Avanzó por el pasaje oscuro de la calle hasta el patio interior. Se acercó al resplandor de la vela. La muchacha estaba sentada, partiendo ciruelas amarillas. A lo lejos explotaban los cohetes y petardos de los fuegos artificiales…

Dejó el vaso y, todavía como aturdido por el sentimentalismo y la borrachera, permaneció sentado unos minutos, hasta que le hubo desaparecido de la lengua el último regusto. Tenía la mirada fija y el cerebro tan vacío como la botella. Se dejó caer súbitamente de lado sobre el canapé y quedó al instante sumido en una especie de letargo.

De modo simultáneo dormía a su vez el Grenouille exterior sobre su manta de caballerías y su sueño era tan profundo como el del Grenouille interior, porque los hercúleos actos y excesos de éste habían agotado igualmente a aquél; al fin y al cabo, ambos eran la misma persona.

No se despertó, sin embargo, en el salón púrpura de su purpúreo castillo rodeado de sus siete murallas, ni tampoco en los fragantes campos primaverales de su alma, sino sólo en la pétrea caverna del extremo del túnel, sobre el duro suelo y en la oscuridad. Y sintió náuseas a causa del hambre y la sed y también frío y malestar, como un borracho empedernido tras una noche de francachela. Salió a gatas de la galería.

Fuera, la hora del día era indeterminada, casi siempre el crepúsculo o el amanecer incipiente, pero incluso a medianoche, la claridad de los astros hería sus ojos como mil agujas. El aire se le antojó polvoriento y áspero, le quemaba los pulmones, y el paisaje era duro, las piedras le hacían daño, e incluso los olores más suaves resultaban fuertes y penetrantes para su nariz, ya desacostumbrada al mundo. Grenouille, la garrapata, se había vuelto sensible como una langosta que ha abandonado su caparazón y se desliza desnuda por el mar.

Fue al manantial y lamió la humedad de la pared durante una o dos horas; era una tortura, no se acababa nunca el tiempo en que el mundo real le abrasaba la piel. Arrancó de las piedras unos puñados de musgo y se los metió a la boca, se puso en cuclillas y cagó mientras devoraba -de prisa, de prisa, todo tenía que ir de prisa- y, como perseguido, como si fuera un pequeño animal de carne blanda y en el cielo ya planearan los azores, volvió corriendo a su caverna del extremo de la galería, donde estaba la manta. Allí, por fin, se sintió otra vez seguro.