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Se apoyó en la pared de piedra, estiró las piernas y esperó. Ahora debía mantener el cuerpo completamente inmóvil, inmóvil como un recipiente que amenaza con derramar su contenido después de un movimiento demasiado brusco. Poco a poco logró normalizar su respiración. El corazón desbocado empezó a latir más despacio, la excitación remitió. Y de improviso la soledad invadió su ánimo como un reflejo negro. Cerró los ojos. La oscura puerta de su interior se abrió y él cruzó el umbral. Y dio comienzo el siguiente espectáculo del teatro anímico de Grenouille.

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Así continuó día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Así continuó durante siete años enteros.

Durante este tiempo se libró en el mundo exterior una guerra y, por cierto, una guerra mundial. Se peleó en Silesia y Sajonia, en Hannover y Bélgica, en Bohemia y Pomerania. Las tropas del rey morían en Hesse yen Westfalia, en las Baleares, en la India, en el Mississippi y en Canadá, si no morían antes de tifus durante el viaje. La guerra costó la vida a un millón de seres humanos, al rey de Francia su imperio colonial y a todos los estados beligerantes tanto dinero que al final, llenos de pesar, decidieron ponerle fin.

Por esta época, en invierno, Grenouille estuvo una vez a punto de morir congelado sin darse cuenta. Yació cinco días enteros en el salón de púrpura y cuando se despertó en la galería, no podía moverse porque el frío había aterido sus miembros. Cerró inmediatamente los ojos para morir dormido, pero entonces se produjo un cambio de tiempo que lo descongeló y salvó su vida.

En una ocasión la nieve alcanzó tal altura, que ya no tenía fuerzas para excavar hasta los líquenes y se alimentó de murciélagos muertos por congelación.

Una vez encontró un cuervo muerto delante de la caverna y se lo comió. Tales fueron los únicos sucesos del mundo exterior de los que tuvo conciencia durante aquellos siete años. Todo lo demás ocurrió sólo en su montaña, en el reino autocreado de su alma. Y allí habría permanecido hasta la muerte (porque no le faltaba nada) si no se hubiera producido una catástrofe que lo expulsó de la montaña y lo devolvió al mundo.

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La catástrofe no fue un terremoto ni un incendio forestal ni un corrimiento de tierras ni un derrumbamiento de la galería. En realidad no fue ninguna catástrofe exterior, sino interior y, además, bastante penosa, porque bloqueó la ruta de evasión preferida de Grenouille. Sucedió mientras dormía; mejor dicho, durante un sueño. O dicho con mucha más propiedad, en un sueño en el interior de su fantasía.

Yacía dormido en el canapé del salón púrpura, rodeado de botellas vacías. Había bebido enormes cantidades; al final, hasta dos botellas del perfume de la muchacha pelirroja. Por lo visto, fue demasiado, ya que su descanso, aunque profundo como la muerte, no careció de sueños que lo cruzaron como jirones fantasmales y estos jirones eran claros vestigios de un olor. Al principio se deslizaron en franjas delgadas bajo la nariz de Grenouille pero después adquirieron la densidad de una nube; era como si se hallara en medio de un pantano que emanara una espesa niebla. Esta niebla fue ganando altura y pronto Grenouille se vio rodeado por ella, empapado de ella, y entre los jirones ya no quedaba ni rastro de aire limpio. Si no quería ahogarse, tenía que respirar esta niebla. Y la niebla era, como ya se ha dicho, un olor. Y Grenouille sabía de qué clase de olor se trataba. La niebla era su propio olor. El suyo, el de Grenouille, su propio olor.

Y lo espantoso era que Grenouille, aunque reconocía este olor como el suyo, no podía olerlo. No podía, ni siquiera ahogándose en el propio olor, olerse a sí mismo.

Cuando comprendió esto con claridad, profirió un grito fuerte y terrible, como si lo quemaran vivo. El grito derrumbó las paredes del salón púrpura y los muros del castillo, salió del corazón, cruzó tumbas, pantanos y desiertos, pasó a gran velocidad por el paisaje nocturno de su alma, como un voraz incendio, le taladró la boca, perforó la destrozada galería e irrumpió en el mundo, resonando mucho más allá de la altiplanicie de Saint-Flour; fue como si gritara la montaña. Y su propio grito despertó a Grenouille, quien al despertarse agitó los brazos como si quisiera dispersar la niebla inodora que quería asfixiarle. Sentía tal terror, que todo su cuerpo temblaba de puro pasmo. Si el grito no hubiese rasgado la niebla, se habría asfixiado a sí mismo: una muerte espantosa. Le aterraba sólo el pensarlo. Y mientras seguía sentado, temblando e intentando ordenar sus pensamientos de confusión y terror, sabía ya una cosa con absoluta seguridad: cambiaría su vida, aunque sólo fuera porque no quería tener aquella horrible pesadilla por segunda vez. No podría resistir una segunda vez.

Se echó la manta de caballerías sobre los hombros y se arrastró hasta el aire libre. Fuera mediaba la mañana, una mañana de finales de febrero. Brillaba el sol y la tierra olía a piedra húmeda, musgo y agua. En el viento flotaba ya un ligero perfume de anémonas. Se puso en cuclillas ante la entrada de la cueva. Los rayos del sol le calentaban. Aspiró el aire fresco. Todavía se estremecía al pensar en la niebla de la que había huido y un gran bienestar al notar el calor en la espalda. No cabía duda de que era bueno que este mundo exterior existiese, aunque sólo le sirviera de lugar de refugio. No resistía la idea de no haber encontrado ningún mundo a la salida del túnel. Ninguna luz, ningún olor, nada en absoluto… sólo aquella pavorosa niebla, dentro, fuera y por doquier…

La fuerte impresión fue remitiendo poco a poco, así como la sensación de miedo, y Grenouille empezó a sentirse más seguro. Hacia el mediodía ya había recobrado su sangre fría habitual. Se puso bajo la nariz el índice y el dedo mediano de la mano izquierda y respiró entre los dos dedos. Olió al aire húmedo de primavera, perfumado de anémonas. Sus dedos no los olió. Dio la vuelta a la mano y olfateó la palma. Notó el calor de la mano, pero no olió a nada. Entonces se enrolló la manga destrozada de su camisa y hundió la nariz en el hueco del codo. Sabía que era el lugar donde todos los hombres huelen a sí mismos. Pero no olió a nada. Tampoco olió a nada en las axilas ni en los pies ni en el sexo, hacia el que se dobló todo lo que pudo. Era grotesco: él, Grenouille, que podía olfatear a cualquier ser humano a kilómetros de distancia, no era capaz de oler su propio sexo, que tenía a menos de un palmo de la nariz. A pesar de ello, no se dejó dominar por el pánico, sino que se dijo lo siguiente, reflexionando con frialdad: "No es que yo no huela, porque todo huele. El hecho de que no huela mi propio olor se debe a que no he parado de oler desde mi nacimiento y por ello tengo la nariz embotada para mi propio olor. Si pudiera separarlo de mí, todo o por lo menos en parte, y volver a él al cabo de cierto tiempo de descanso, conseguiría olerlo muy bien y, por lo tanto, a mí mismo".

Se quitó la manta de los hombros y se despojó de la ropa, o de lo que quedaba de su ropa, que más bien eran harapos o andrajos. Durante siete años no se la había quitado de encima; debía estar totalmente impregnada de su olor. Tiró las prendas una sobre otra a la entrada de la cueva y se alejó. Entonces trepó, por primera vez en siete años, a la cima de la montaña y cuando estuvo allí se situó en el mismo lugar donde se detuviera el día de su llegada, dirigió la nariz hacia el oeste y dejó que el viento silbara en torno a su cuerpo desnudo. Su intención era orearse completamente, impregnarse tanto del aire del oeste -lo cual equivalía a bañarse en el olor del mar y de los prados húmedos- que el olor de éste dominara el de su propio cuerpo y así formara una capa de fragancia entre él, Grenouille, y sus ropas, a las cuales estaría entonces en posición de oler con claridad. Y a fin de aspirar por la nariz la menor cantidad posible del propio olor, inclinó el torso hacia delante, alargó el cuello contra el viento todo lo que pudo y estiró los brazos hacia atrás. Parecía un nadador a punto de zambullirse.