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En primavera se marchó, un día de mayo, muy temprano por la mañana. Baldini le había dado una pequeña mochila, otra camisa, dos pares de medias, una gran salchicha, una manta para caballerías y veinticinco francos, lo cual era mucho más de lo que estaba obligado a darle, recalcó Baldini, ya que no había cobrado a Grenouille ni un solo "sou" por la profunda instrucción impartida. Su obligación era darle dos francos para el camino y nada más, pero no podía renegar de su generosidad, como tampoco de la honda simpatía que en el curso de los años había ido acumulando en su corazón por el bueno de Jean-Baptiste. Le deseaba mucha suerte en sus viajes y le advertía encarecidamente una vez más que no olvidara su juramento. Diciendo esto, le acompañó hasta la puerta reservada a los proveedores, donde un día le recibiera por primera vez, y lo despidió.

No le dio la mano, la simpatía tampoco llegaba a tanto. Nunca le había dado la mano. En general, siempre había evitado tocarlo por una especie de repugnancia piadosa, como si existiera un peligro de contagio, de quedar mancillado. Le dijo brevemente adiós y Grenouille asintió, bajó la cabeza, y se alejó por la calle, que en aquellos momentos estaba desierta.

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Baldini le siguió con la mirada mientras bajaba por el puente, en dirección a la isla, pequeño, encorvado, llevando la mochila como si fuera una joroba; visto de espaldas, parecía un viejo. Junto al palacio del Parlamento, donde la calle describía una curva, le vio desaparecer y sintió un alivio extraordinario.

Aquel individuo nunca le había resultado simpático, nunca; por fin ahora podía confesárselo a sí mismo. Durante todo el tiempo en que le había albergado bajo su techo y explotado, se había sentido incómodo, como un hombre irreprochable que por primera vez en su vida hace algo prohibido, jugando a algo con medios ilícitos. Ciertamente, el riesgo de ser descubierto había sido escaso y las perspectivas de éxito, inmensas; sin embargo, también habían sido grandes el nerviosismo y los remordimientos de conciencia. De hecho, durante todos aquellos años no había pasado un solo día en que no le persiguiera la desagradable sensación de que alguna vez tendría que pagar de algún modo por su asociación con aquel hombre. "Si por lo menos no pasa nada” -repetía, temeroso, para sus adentros-.

“¡Si consigo salir impune de esta atrevida aventura, sin tener que pagar por el éxito! ¡Si por lo menos todo va bien! ¡Aunque no es correcto lo que hago. Dios hará la vista gorda, estoy seguro! Me ha infligido muchos castigos duros en mi vida sin ningún motivo, de modo que ahora sería justo que se mostrara conciliador. Además, ¿en qué consiste mi falta, si es que lo es? A lo sumo en que me aparto un poco del reglamento gremial explotando la maravillosa facultad de un profano y apropiándome de ella. A lo sumo, en que me desvío un poco del camino tradicional de la virtud del artesano, haciendo hoy lo que ayer condené. ¿Acaso es esto un crimen? Otros engañan durante toda su vida. Yo sólo he hecho trampas durante unos cuantos años y sólo porque la casualidad me ofreció una oportunidad única. Quizá no fue la casualidad, sino el propio Dios quien me mandó a casa a ese hechicero como compensación de las humillaciones sufridas a manos de Pèlissier y sus compinches. Quizá es voluntad de Dios castigar a Pèlissier y no a mí. Esto sería muy posible ¿Y de qué otro modo podría Dios castigar a Pèlissier, sino encumbrándome a mí? Mi éxito sería entonces el instrumento de la justicia divina y como tal, debería aceptarlo sin vergüenza y sin el menor arrepentimiento…”

Así había raciocinado con frecuencia Baldini en los años pasados cuando bajaba por la mañana a la tienda por la angosta escalera, cuando la subía por la tarde con el contenido de la caja y contaba las pesadas monedas de oro y plata antes de guardarlas en su caja de caudales y cuando yacía por la noche junto al esqueleto de su mujer, que roncaba, y no podía dormirse por puro temor de su felicidad.

Ahora, por fin, se habían acabado los pensamientos siniestros. El inquietante huésped ya estaba lejos y no volvería jamás. En cambio, la riqueza permanecería, segura para siempre. Baldini se llevó la mano al pecho y tocó a través de la tela de la levita el cuaderno que llevaba sobre el corazón. Seiscientas fórmulas figuraban en él, más de las que varias generaciones de perfumistas podrían realizar jamás. Aunque hoy lo perdiera todo, sólo este cuaderno maravilloso le convertiría nuevamente en un hombre rico en el plazo de un año. En verdad, ¿qué más podía pedir?

El sol matutino caía sobre las fachadas de las casas de enfrente y su dorado resplandor le calentaba el rostro. Baldini, que seguía mirando hacia el sur, en dirección a la calle del palacio del Parlamento -¡resultaba tan agradable haber perdido de vista a Grenouille!-, decidió en un arrebato de agradecimiento peregrinar hoy mismo hasta Notre-Dame para echar una moneda de oro en el cepillo, encender tres velas y arrodillarse ante el Señor, que le había colmado de tanta felicidad y librado de la venganza.

Sin embargo, una tontería se interpuso de nuevo para desbaratar su plan, porque aquella tarde, cuando ya se disponía a emprender el camino de la iglesia, oyó rumores de que los ingleses habían declarado la guerra a Francia. Esto no era, en sí y de por sí, nada alarmante, pero como Baldini quería enviar justamente aquellos días una partida de perfumes a Londres, aplazó la visita a Notre-Dame y se dirigió a la ciudad con objeto de conocer más detalles y después a su fábrica del Faubourg Saint-Antoine para cancelar el envío a Londres. Por la noche, ya en la cama, antes de dormirse, tuvo una idea genial: en vista de las próximas hostilidades bélicas por las colonias del Nuevo Mundo, lanzaría un perfume con el nombre de "Prestige du Quèbec", un aroma de resina y heroísmo que le compensaría con creces -estaba seguro- en caso de fracasar el negocio con Inglaterra. Con este dulce pensamiento en su tonta y vieja cabeza, que apoyó con alivio en las almohadas, bajo las que se notaba el bulto del cuaderno de fórmulas, el "maitre" Baldini concilió el sueño y ya no volvió a despertarse en su vida. Porque por la noche sucedió una pequeña catástrofe que, tras las consabidas dilaciones, motivó el derribo por orden real de todas las casas de todos los puentes de la ciudad de París: sin causa aparente, el Pont au Change se resquebrajó y desplomó en su lado oriental, entre el tercer y cuarto pilar.

Dos casas se precipitaron al río, de tal forma y tan de repente, que ninguno de los inquilinos pudo ser salvado. Por suerte sólo se trataba de dos personas, a saber, Giuseppe Baldini y su esposa Teresa. Los criados habían salido, con o sin autorización. Chènier, que llegó a su casa al amanecer ligeramente borracho -mejor dicho, que pensaba llegar a su casa, ya que ésta había desaparecido-, sufrió un ataque de nervios. Durante treinta años había tenido la esperanza de que Baldini, que carecía de hijos y parientes, le nombrara heredero universal en su testamento. Y ahora, de golpe, toda la herencia se había esfumado, casa, negocio, materias primas, taller, el propio Baldini y, sí, incluso el testamento, que tal vez contenía una cláusula sobre la propiedad de la fábrica

No se encontró nada, ni los cadáveres, ni la caja de caudales, ni el cuaderno con las seiscientas fórmulas. Lo único que quedó de Giuseppe Baldini, el mayor perfumista de Europa, fue un perfume muy mezclado de almizcle, canela, vinagre, espliego y otros mil aromas que flotó durante varias semanas sobre el curso del Sena, desde París hasta Le Havre.