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Por ejemplo, Grenouille intentó destilar el olor del vidrio, el olor arcilloso y frío del vidrio liso, imperceptible para las personas normales. Se procuró cristal de ventana y de botella y lo partió en grandes trozos, en cascos gruesos y finos y, por último, lo pulverizó… todo en vano. Destiló latón, porcelana y cuero, grano y guijas; destiló tierra, sangre, maderas y pescado fresco, incluso sus propios cabellos. Al final destiló agua, agua del Sena, cuyo olor singular le pareció digno de preservarse. Con ayuda del alambique, creía poder arrancar a estas sustancias su aroma característico, tal como era posible hacerlo con el tomillo, el espliego, y las semillas de comino. Ignoraba que la destilación no es más que un procedimiento para separar las partes volátiles y menos volátiles de las sustancias mezcladas y que sólo era útil para la perfumería en la medida en que aislaba el aceite etéreo y volátil de ciertas plantas de los restos parcial o totalmente inodoros.

En el caso de sustancias carentes de este aceite volátil, la destilación no tenía, naturalmente, ningún sentido. Esto resulta muy claro para los hombres de la actualidad que poseemos nociones de física, pero Grenouille tuvo que aprenderlo a través de una larga y ardua cadena de intentos fallidos. Durante meses se sentó noche tras noche ante el alambique, intentando por todos los medios imaginables obtener fragancias radicalmente nuevas, fragancias todavía inexistentes en la tierra en forma concentrada, y aparte de algunas ridículas esencias vegetales, no consiguió el resultado apetecido. Del pozo profundo e inconmensurablemente rico de su imaginación no pudo extraer ni una sola gota de una esencia perfumada concreta, ni un átomo de lo que había captado con su olfato.

Cuando comprendió con claridad su fracaso, interrumpió los experimentos y cayó gravemente enfermo.

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Comenzó con una fiebre muy alta, acompañada de sudores los primeros días y más tarde de innumerables pústulas, que aparecieron al saturarse los poros de la piel; el cuerpo de Grenouille se cubrió de pequeñas ampollas rojas, muchas de las cuales reventaron, derramando su contenido acuoso para llenarse de nuevo poco después. Otras crecieron hasta convertirse en verdaderos furúnculos, gruesos y rojos, que se abrieron como cráteres, vomitando pus espeso y sangre entremezclada con una sustancia viscosa y amarillenta. A los pocos días, Grenouille semejaba un mártir que, lapidado desde dentro, supurase por cien heridas.

Como es natural, Baldini se preocupó. Sería muy desagradable para él perder a su valioso aprendiz precisamente en unos momentos en que se proponía ampliar su negocio más allá de los límites de la capital e incluso fuera del país, porque de hecho recibía cada vez con mayor frecuencia encargos no sólo de provincias, sino también de cortes extranjeras, solicitando aquellos singulares perfumes que enloquecían a París; y Baldini maduraba ya la idea, a fin de atender todas las demandas, de fundar una filial en el Faubourg Saint-Antoine, una verdadera manufactura donde se elaborarían al por mayor los perfumes de más éxito y serían envasados en pequeños frascos y empaquetados por bonitas muchachas para su envío ulterior a Holanda, Inglaterra y Alemania.

Semejante negocio no era del todo legal para un maestro residente en París, pero últimamente Baldini gozaba de protección en las altas esferas; sus refinados perfumes le habían granjeado el favor no sólo del intendente, sino también de personalidades tan importantes como monsieur el Comisario de Aduanas de París y un miembro del real ministerio de Finanzas y promotor de florecientes empresas financieras como el señor Feydeau de Brou. Este último tenía incluso intención de concederle un privilegio real, lo mejor a que un hombre podía aspirar, ya que representaba una especie de pase para eludir a todas las autoridades estatales y corporativas, el fin de todas las preocupaciones comerciales y una garantía eterna de prosperidad segura e indiscutible.

Y además, Baldini acariciaba otro plan, su plan favorito, una especie de proyecto alternativo a la fábrica de Faubourg Saint-Antoine que, si no al por mayor, produciría en exclusiva para una clientela escogida, de rango muy elevado; para ellos Baldini quería crear, o mejor dicho, hacer crear perfumes personales que, como trajes hechos a medida, sólo fueran apropiados para una persona, la única que podría usarlos y cuyo preclaro nombre ostentarían. Imaginó un "Parfum de la Marquise de Cernay", un "Parfum de la Marèchale de Villars", un "Parfum du Duc d’Aiguillon", etcétera. Soñaba con un "Parfum de Madame la Marquise de Pompadour" y, sí, incluso con un "Parfum de Sa Majestè le Roi", en un valioso frasco de ágata tallada, engastada en oro cincelado y, oculto en el interior de la base, el nombre grabado: "Giuseppe Baldini, Perfumeur".

El nombre del rey y el suyo propio en un mismo objeto. ¡A tan magníficas fantasías había llegado Baldini! Y ahora Grenouille estaba enfermo, cuando Grimal, Dios lo tuviera en su gloria, había jurado que nunca le dolía nada, que lo resistía todo y que incluso la peste negra lo dejaba de lado. Ninguna enfermedad podía con él. ¿Y si se moría? ¡Espantoso! Entonces morirían también los maravillosos planes de la fábrica, de las muchachas bonitas, del privilegio y del perfume del rey.

Baldini decidió, por consiguiente, no dejar piedra por remover con tal de salvar la preciada vida de su aprendiz. Ordenó su traslado del catre del taller a una cama limpia del piso superior de la casa y mandó hacerla con sábanas de damasco. Ayudó con sus propias manos a subir al enfermo por la angosta escalera, pese a repugnarle en extremo las pústulas y los furúnculos supurantes. Ordenó a su esposa que hiciera caldo de gallina con vino y envió a buscar al médico más renombrado del barrio, un tal Procope, a quien tuvo que pagar por adelantado -¡veinte francos!- para que se molestara en visitarle a domicilio.

El médico fue, levantó la sábana con las puntas de los dedos, echó una sola ojeada al cuerpo de Grenouille, que realmente parecía agujereado por cien balas, y abandonó la estancia sin haber abierto siquiera el maletín, que le llevaba siempre un ayudante. El caso, explicó a Baldini, era muy claro: se trataba de una especie sifilítica de la viruela, complicada con un sarampión purulento en su último estadio. Por ello no procedía recetar ninguna clase de tratamiento, ya que era imposible practicar debidamente una sangría con la lanceta en un cuerpo ya medio descompuesto, más parecido a un cadáver que a un organismo vivo. Y aunque todavía no se notaba la pestilencia característica de esta enfermedad -lo cual, por otra parte, resultaba asombroso y constituía, desde el punto de vista estrictamente científico, un caso muy raro-, el óbito del paciente dentro de las próximas cuarenta y ocho horas era tan seguro como que él se llamaba doctor Procope. Tras lo cual exigió el pago de otros veinte francos por la visita y el diagnóstico -cinco de ellos deducibles si le entregaban el cadáver para aprovechar su sintomatología clásica con fines docentes- y se despidió.

Baldini estaba fuera de sí. Gimió y gritó con desesperación; se mordió los dedos, furioso contra su destino. Una vez más veía frustrarse sus planes de un éxito espectacular poco antes de alcanzar la meta. La vez anterior se habían interpuesto, con la riqueza de su inventiva, Pèlissier y sus compinches, y esta vez era este muchacho, dotado de un fondo inagotable de nuevos olores, este pequeño rufián, más valioso que su peso en oro, quien precisamente ahora, en la fase ascendente del negocio, tenía que contraer la viruela sifilítica y el sarampión purulento en su estado último. ¡Precisamente ahora! ¿Por qué no dentro de dos años? ¿Por qué no dentro de uno? Para entonces podría haberlo explotado como una mina de plata o como un asno de oro. Dentro de un año podía morirse tranquilo. ¡Pero, no! Tenía que morirse ahora, ¡por Dios Todopoderoso, en un plazo de dos días!