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A la mañana siguiente fue derecho a ver a Grimal. Ante todo pagó el cuero de cabra y, además, al precio solicitado, sin protestar y sin el menor regateo. Luego invitó a Grimal a una botella de vino blanco en la Tour d’Argent y negoció con él el traspaso del aprendiz Grenouille. No reveló, por descontado, por qué lo quería ni para qué lo necesitaba. Mencionó un importante encargo de cuero perfumado para cuyo cumplimiento le hacía falta un ayudante sin calificaciones. Necesitaba un chico poco exigente para las tareas más sencillas, como cortar cueros, etcétera. Pidió otra botella de vino y ofreció veinte libras como compensación por las molestias que la ausencia de Grenouille causaría a monsieur Grimal. Veinte libras eran una enorme suma y Grimal aceptó en seguida.

Volvieron a la tenería, donde Grenouille, cosa extraña, ya les esperaba con el hatillo preparado y Baldini pagó las veinte libras y se lo llevó, consciente de haber hecho el mejor negocio de su vida.

Grimal, que por su parte también estaba convencido de haber hecho el mejor negocio de su vida, regresó a la Tour d’Argent, bebió allí otras dos botellas de vino, se trasladó hacia mediodía al Lyon d’Or, en la orilla opuesta, y se emborrachó hasta tal punto que cuando, ya de noche, quiso volver a la Tour d’Argent, confundió la Rue Geoffroi L’Anier con la Rue des Nonaindiéres, con lo cual, en lugar de desembocar directamente en el Pont Marie, como había esperado, fue a parar fatalmente al Quai des Ormes, desde donde cayó de bruces en el agua como en una cama blanda, muriendo al instante. En cambio, el río necesitó bastante tiempo para apartarle de la orilla poco profunda, hacerle sortear las barcazas amarradas y empujarle hasta la corriente central más fuerte, de manera que el curtidor Grimal, o mejor dicho, su empapado cadáver, no apareció hasta primeras horas de la mañana flotando río abajo, hacia el oeste.

Cuando pasó por debajo del Pont au Change, sin ruido, sin tropezar con los pilares del puente, Jean-Baptiste Grenouille estaba a punto de acostarse veinte metros más arriba. Le habían asignado un catre en el fondo del taller de Baldini, del cual tomó posesión en el preciso momento en que su antiguo amo bajaba flotando por el frío Sena con las cuatro extremidades rígidas. Se acurrucó, lleno de bienestar, encogiéndose como la garrapata. Mientras conciliaba el sueño fue profundizando más y más en sí mismo hasta que entró triunfalmente en su fortaleza interior, donde soñó con un victorioso banquete olfatorio, una gigantesca orgía con humo de incienso y vapor de mirra, en honor de sí mismo.

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Con la adquisición de Grenouille empezó el progreso de la casa de Giuseppe Baldini hacia un prestigio no sólo nacional, sino europeo. El carillón persa ya no cesaba de sonar y las garzas no dejaban de escupir en el establecimiento del Pont au Change.

La primera tarde Grenouille tuvo que preparar una gran bombona de "Nuit napolitaine", del que se vendieron en los días subsiguientes más de ochenta frascos. La fama del perfume se extendió con vertiginosa rapidez. A Chènier le lloraban los ojos de tanto contar dinero y le dolía la espalda de tantas reverencias, ya que acudieron los personajes más altos y encumbrados o, por lo menos, los sirvientes de dichos personajes altos y encumbrados. Y un día la puerta se abrió de par en par y se estremeció dentro de sus goznes para dar entrada al lacayo del conde d’Argenson, quien gritó, como sólo saben gritar los lacayos, que quería cinco frascos del nuevo perfume y Chènier todavía temblaba de emoción un cuarto de hora después porque el conde d’Argenson era intendente y ministro de la Guerra de Su Majestad y el hombre más poderoso de París.

Mientras Chènier recibía solo a la oleada de clientes, Baldini se encerraba en el taller con su nuevo aprendiz. Justificó esta conducta ante Chènier con una fantástica teoría que designó con el nombre de "división y racionalización del trabajo". Durante años, explicó, había contemplado pacientemente cómo Pèlissier y sus compinches violaban las reglas del gremio, quitándole la clientela y arruinando el negocio. Ahora su paciencia se había terminado. Ahora aceptaba el desafío y se enfrentaba a aquellos advenedizos insolentes utilizando sus propias armas: cada estación, cada mes y, si era necesario, cada semana sacaría un nuevo perfume, y ¡vaya perfume! Quería aprovechar hasta el máximo su facultad creadora y para ello era necesario que se dedicara -con la sola ayuda de un aprendiz- completa y únicamente a la producción de perfumes, mientras Chènier se ocupaba exclusivamente de las ventas. Con este método moderno iniciarían un nuevo capítulo en la historia de la perfumería, barrerían a la competencia y se harían inmensamente ricos. Sí, había dicho "se harían" y lo ratificaba de forma categórica porque tenía la tendencia de dar a su fiel encargado un tanto por ciento de los enormes beneficios.

Unos días antes Chènier habría calificado tales discursos de su patrón como prueba de un incipiente chocheo. "Ya está maduro para la Charitè -habría pensado-; ahora ya no puede tardar mucho en dejar definitivamente el bastón de mando". Pero ahora ya no pensaba así; de hecho, apenas tenía tiempo de pensar. Trabajaba tanto, que por la noche, extenuado, sólo era capaz de vaciar la atiborrada caja y quedarse con su parte. Ni en sueños habría dudado de la legitimidad de la situación cuando Baldini salía casi a diario del taller con alguna fragancia nueva.

¡Y qué fragancias! No sólo perfumes de la más alta y refinada escuela, sino también cremas, polvos, jabones, lociones capilares, aguas, aceites… Todos los artículos despedían ahora un olor nuevo, diferente, más exquisito que antes. Y todo, absolutamente todo, incluyendo las nuevas bandas perfumadas para el cabello creadas un día por el caprichoso talento de Baldini, obtenía el favor del público que, como embrujado, no daba ninguna importancia a los precios.

Todo lo que Baldini producía se convertía en un éxito. Y el éxito era tan abrumador, que Chènier lo acogió como un fenómeno natural y no se preocupó más de averiguar las causas. La posibilidad de que el nuevo aprendiz, el desmañado gnomo que se alojaba como un perro en el taller y al cual veía muchas veces, cuando el maestro salía, limpiar morteros y utensilios de vidrio en el fondo de la habitación, la posibilidad de que aquel ser insignificante tuviera algo que ver con la fabulosa prosperidad del negocio era algo que Chènier no habría creído aunque se lo hubieran jurado.

Naturalmente que el gnomo era el responsable de todo ello. Los productos que Baldini llevaba a la tienda y entregaba a Chènier para su venta eran sólo una ínfima parte de las mezclas elaboradas por Grenouille tras la puerta cerrada del taller. A Baldini ya no le alcanzaba el olfato. Para él representaba un verdadero tormento tener que escoger entre las maravillas creadas por Grenouille. Aquel aprendiz mágico habría podido proveer de recetas a todos los perfumistas de Francia sin repetirse nunca ni ofrecer un solo perfume inferior o tan siquiera mediano. Es decir, de recetas, o sea, fórmulas, "no" habría podido proveerlos porque al principio Grenouille siguió componiendo sus fragancias del modo caótico y antiprofesional que Baldini ya conocía, mezclando los ingredientes, al parecer, sin orden ni concierto. Con objeto de llevar un control del floreciente negocio o, por lo menos, de comprenderlo, un día Baldini rogó a Grenouille que, aunque él lo considerase innecesario, se sirviera al elaborar sus mezclas de la balanza, la probeta graduada y la pipeta, que se acostumbrara además a no emplear el alcohol como sustancia odorífera, sino como disolvente que debía añadirse al final, y por último, que por el amor de Dios actuara despacio, con lentitud y mesura, como correspondía a un artesano.