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Grenouille obedeció. Y por primera vez Baldini tuvo oportunidad de seguir y documentar las manipulaciones del hechicero. Sentado junto a Grenouille con papel y pluma y exhortando una y otra vez a la parsimonia, anotaba cuántos gramos de esto, cuántas medidas de aquello, cuántas gotas de un tercer ingrediente iban a parar al matraz. Por este método singular, analizando un proceso en marcha, precisamente con aquellos medios sin cuyo empleo se le antojaba imposible que pudiera realizarse, consiguió por fin Baldini poseer la fórmula sintética. "Cómo" podía Grenouille mezclar sin ellos sus perfumes continuó siendo para Baldini más que un enigma, un verdadero milagro, pero al menos ahora había atrapado el milagro en una fórmula y apaciguado hasta cierto punto su espíritu sediento de reglas y salvado de un colapso total su imagen del mundo de la perfumería.

Poco a poco fue sacando a Grenouille las recetas de todos los perfumes que había inventado hasta entonces y terminó prohibiéndole que preparase nuevos perfumes sin que él, Baldini, estuviera presente, armado con papel y pluma, observando el proceso con ojos de Argos y tomando nota de todos los pasos. Después, con esforzada minuciosidad y caligrafía clara, pasaba estas notas, que pronto fueron muchas docenas de fórmulas, a dos cuadernos, uno de los cuales guardaba en una caja fuerte incombustible y el otro lo llevaba siempre encima, incluso cuando iba a dormir. Esto le daba seguridad, porque ahora podía, si así los deseaba, realizar él mismo los milagros de Grenouille que tanto le habían trastornado al presenciarlos por primera vez. Con su colección de fórmulas escritas se creía capaz de ordenar el espantoso caos creativo que surgía del interior de su aprendiz. Además, el hecho de no quedarse mirando embobado, sino de participar en el acto creador observando y tomando notas, producía un efecto sedante en Baldini y fortalecía su confianza en sí mismo. Al cabo de un tiempo llegó a creer que su participación en la creación de las sublimes fragancias no era nada despreciable y cuando había anotado las recetas en sus cuadernos y guardado éstos en la caja de caudales y contra su pecho, ya no dudaba de que eran enteramente suyas.

Pero también Grenouille se benefició de esta disciplina impuesta por Baldini. Él no la necesitaba; jamás tuvo que buscar una vieja fórmula para repetir un perfume elaborado semanas o meses atrás, porque no olvidaba los olores. Sin embargo, con el uso obligatorio de probetas graduadas y balanzas aprendió el lenguaje de la perfumería y el instinto le dijo que el conocimiento de este lenguaje podía serle de utilidad.

Al cabo de pocas semanas no sólo dominaba los nombres de todas las sustancias aromáticas del taller de Baldini, sino que también era capaz de escribir las fórmulas de sus perfumes y, a la inversa, interpretar fórmulas y composiciones de perfumes ajenos y demás certificados de productos aromáticos. ¡Y aún más! Después de aprender a expresar sus ideas perfumísticas en gramos y gotas, ya no necesitó nunca más los pasos intermedios de la experimentación. Cuando Baldini le encargaba una nueva fragancia, ya fuese para perfumar un pañuelo, un "sachet" o un colorete, Grenouille ya no tenía que buscar frascos y polvos, sino que se limitaba a sentarse a la mesa y escribir la fórmula directamente. Había aprendido a ampliar el camino desde la representación interna de un aroma hasta el perfume terminado con la escritura previa de la fórmula.

Para él, esto era un rodeo. En cambio, a los ojos del mundo, o sea, a los ojos de Baldini, era un paso hacia adelante. Los milagros de Grenouille siguieron siendo los mismos, pero las recetas con que ahora los proveía les quitaba el elemento de pavor, y esto era una ventaja. Cuanto mejor dominaba Grenouille los conceptos y métodos artesanales, tanto mayor era la normalidad con que podía expresarse en el lenguaje convencional de la perfumería y tanto menos le temía y sospechaba de él su amo. Baldini siguió considerándole un hombre especialmente dotado para los olores, eso sí, pero ya no un segundo Frangipani o un inquietante aprendiz de brujo, y esto le venía muy bien a Grenouille. La etiqueta de artesano le servía de útil y oportuna tapadera.

Llegó a conquistar a Baldini con su ejemplar proceder en el peso de los ingredientes, en la oscilación del matraz, en el salpicado del níveo pañuelito para las pruebas. Casi lo agitaba y se lo llevaba a la nariz con la misma delicadeza y elegancia que el maestro. Y de vez en cuando, a intervalos bien dosificados, cometía errores destinados a llamar la atención de Baldini: se olvidaba de filtrar, graduaba mal la balanza, escribía en una fórmula un porcentaje absurdamente alto de tintura de ámbar… y dejaba que le indicara el error para corregirlo en seguida con la mayor diligencia. De este modo logró crear en Baldini la ilusión de que al fin y al cabo todo seguía los cauces normales.

No quería en absoluto enemistarse con Baldini; al contrario, deseaba aprender de él. No a mezclar perfumes, no la correcta composición de una fragancia, ¡naturalmente que no! En este terreno no había nadie en el mundo que pudiera enseñarle algo y los ingredientes del taller de Baldini no habrían sido suficientes para realizar su pretensión de elaborar un perfume realmente magnífico. Lo que podía realizar con Baldini en cuestión de olores era un juego de niños en comparación con los olores que llevaba dentro y que esperaba realizar algún día. Sabía, no obstante, que para ello necesitaba dos condiciones imprescindibles: en primer lugar, la capa de una existencia burguesa, por lo menos la de un oficial artesano, bajo cuyo amparo podría entregarse a sus pasiones y objetivos auténticos sin ser molestado, y en segundo lugar, el conocimiento de aquellos métodos artesanales con los que se preparaban, aislaban, concentraban y conservaban las sustancias aromáticas y sin los cuales no eran aptas para sus elevados usos. Porque Grenouille poseía realmente la mejor nariz del mundo, tanto analítica como imaginativamente, pero aún no poseía la facultad de materializar los olores.

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Y así se dejó instruir en el arte de cocer jabón de grasa de cerdo, de coser guantes de cuero lavable, de mezclar polvos de harina de trigo, pasta de almendras y rizomas de lirio. Formó velas olorosas de carbón vegetal, salitre y astillas de madera de sándalo. Hizo pastillas orientales con mirra, benjuí y polvo de ámbar. Amasó pebetes redondos con incienso, goma, laca, vetiver y canela. Tamizó e hizo emplastos "poudre impèriale" con pétalos de rosa, flores de espliego y corteza de cascarillo, todo molido. Mezcló pintura blanca y azul y formó barritas de grasa, de color carmesí, para los labios. Molió el más fino polvo de uñas y esmalte dental, que sabía a hierbabuena. Elaboró líquido de gorgueras para las pelucas y gotas para verrugas y callos, un blanqueador de pecas y un extracto de belladona para los ojos, pomada de cantárida para los caballeros y vinagre higiénico para las damas… También aprendió la preparación de diferentes aguas, polvos y remedios de tocador y de belleza, así como la de mezclas de tés y condimentos, licores, escabeches, en fin, todo lo que Baldini podía enseñarle con su gran sapiencia y que Grenouille asimiló sin interés desmesurado, pero con docilidad y éxito.

En cambio, sentía un entusiasmo especial cuando Baldini le instruía en la preparación de tinturas, extractos y esencias. Nunca se cansaba de triturar almendras amargas en la prensa de tornillo, ni de machacar granos de almizcle, ni de picar grises bolas de ámbar con el cuchillo o de raspar rizomas de lirio para digerir las virutas en el alcohol más ligero. Aprendió el uso del embudo separador con el que se separaba del sedimento el aceite puro de la corteza de limón y a secar plantas y flores sobre parrillas colocadas al calor protegido y a conservar las crujientes hojas en cajas y tarros sellados con cera. Aprendió el arte de limpiar pomadas y preparar infusiones y a filtrar, concentrar, clarificar y rectificar.