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Durante unos segundos acarició Baldini la idea de peregrinar hasta Notre-Dame para encender una vela y orar ante la Santa Madre de Dios por la salud de Grenouille, pero desistió de ello porque el tiempo apremiaba. Corrió a buscar papel y tinta y ahuyentó a su esposa de la habitación del enfermo. Quería velarle él mismo. Se sentó en una silla a la cabecera de la cama y, con el cuaderno sobre las rodillas y la pluma mojada de tinta en la mano, intentó arrancar a Grenouille una confesión perfumística. Por el amor de Dios, ¡que al menos no se llevara consigo así como así los tesoros que albergaba en su interior! Que al menos ahora, en sus últimos momentos, dejara en sus manos una última voluntad que preservase para la posteridad los mejores perfumes de todos los tiempos.

Él, Baldini, administraría y daría a conocer fielmente este testamento, este catálogo de fórmulas de las fragancias más sublimes que el mundo conociera jamás. Rodearía de una gloria inmortal el nombre de Grenouille; sí, incluso -lo juraba ahora mismo por todos los santos- pondría los mejores perfumes a los pies del rey en un frasco de ágata engarzada en oro cincelado con la inscripción: "De Jean-Baptiste Grenouille, "parfumeur de Paris". Esto decía, o más bien, esto murmuraba Baldini al oído de Grenouille, jurando, suplicando, adulando en una letanía ininterrumpida.

Pero todo era inútil; Grenouille no soltaba más que secreciones acuosas y pus sanguinolento. Yacía mudo bajo el damasco, supurando estos jugos nauseabundos pero sin revelar los tesoros de su ciencia ni la fórmula de una sola fragancia. Baldini le habría estrangulado, le habría matado a golpes si de este modo hubiera podido arrancar del cuerpo moribundo, con alguna probabilidad de éxito, sus secretos más válidos… y si con ello no hubiera atentado de manera tan flagrante contra su concepto cristiano del amor al prójimo.

Así pues, continuó musitando y susurrando en los tonos más dulces, mimando al enfermo, secándole con paños fríos -aunque le costara un tremendo esfuerzo- la frente sudorosa y los volcanes ardientes de las heridas y dándole vino a cucharadas para soltarle la lengua, durante toda la noche… en vano. Al amanecer, cejó en su empeño. Se desplomó, exhausto, en un sillón en el extremo opuesto del dormitorio y permaneció con la mirada fija, ya sin cólera, sólo llena de tranquila resignación, en el pequeño cuerpo de Grenouille tendido en la cama, al que no podía salvar ni despojar, del que ya no podía sacar nada para su provecho y cuyo fin tenía que presenciar sin hacer nada, como un capitán el hundimiento de su buque, que arrastra consigo a las profundidades todo el caudal de su riqueza.

Entonces se abrieron de repente los labios del moribundo y, con una voz cuya claridad y firmeza no dejaban entrever nada de su inminente fin, habló:

– Decidme, "maitre": ¿existe otro medio, aparte del prensado o el destilado, para extraer la fragancia de un cuerpo?

Baldini, convencido de que la voz procedía de su imaginación o del más allá, contestó mecánicamente:

– Sí, existe.

– ¿Cuál es? -preguntó la voz desde la cama y Baldini abrió los cansados ojos. Grenouille yacía inmóvil sobre las almohadas. -Había hablado el cadáver?

– ¿Cuál es? -preguntó de nuevo, y esta vez Baldini vio moverse los labios de Grenouille: "Éste es el fin -pensó-, ahora morirá; debe ser un desvarío o el último estertor". Y se levantó, fue hacia el lecho y se inclinó sobre el enfermo, que había abierto los ojos y los clavaba en Baldini con la misma expresión vigilante con que le había mirado en su primer encuentro.

– ¿Cuál es? -insistió.

Baldini hizo un gran esfuerzo -no quería negar su última voluntad a un moribundo- y respondió:

– Existen tres, hijo mío: el "enfleurage a chaud", el "enfleurage a froid" y el "enfleurage a l’huile". Son, en muchos aspectos, superiores a la destilación y se emplean para extraer las fragancias más delicadas de todas: la del jazmín, la de la rosa y la del azahar.

– ¿Dónde? -preguntó Grenouille.

– En el sur -contestó Baldini-. Sobre todo en la ciudad de Grasse.

– Está bien -dijo Grenouille.

Y cerró los ojos. Baldini se enderezó con lentitud; estaba muy deprimido. Recogió el cuaderno, en el que no había escrito ni una línea, y apagó la vela de un soplo. Fuera, ya amanecía. Se sentía agotado de cansancio. Debería haber llamado a un sacerdote, pensó. Entonces hizo con la diestra una rápida señal de la cruz y salió del cuarto.

Sin embargo, Grenouille no había muerto, ni mucho menos. Ahora dormía y soñaba profundamente y absorbía hacia dentro todos sus jugos. Pronto las pústulas empezaron a secarse, los cráteres de pus a cerrarse y las heridas a cicatrizarse. Al cabo de una semana estaba restablecido.

21

Por su gusto se habría marchado inmediatamente hacia el sur, donde podría aprender las nuevas técnicas de que le había hablado el viejo, pero no podía ni pensar en ello por ahora, ya que sólo era un aprendiz, o sea, un don nadie. De hecho, según le explicó Baldini -una vez recuperado del júbilo inicial por la resurrección de Grenouille-, de hecho, era menos que un don nadie, ya que para ser un aprendiz con todas las de la ley se requería un origen familiar intachable, parientes acomodados y un contrato de aprendizaje, condiciones de que él carecía. Si pese a ello él, Baldini, decidía en el futuro otorgarle la categoría de oficial, lo haría en atención a las dotes nada corrientes de Grenouille, a una conducta ejemplar futura e impulsado por la infinita generosidad que le caracterizaba y contra la cual no podía luchar, pese a los disgustos que muchas veces le ocasionaba.

Fue lento en dar esta muestra de su bondad, que aplazó hasta casi tres años después, durante los cuales realizó, con ayuda de Grenouille, sus ambiciosos sueños. Fundó la fábrica del Faubourg Saint-Antoine, se introdujo en la corte con sus perfumes exclusivos y obtuvo el privilegio real. Sus selectos productos de perfumería se vendían hasta en San Petersburgo, Palermo y Copenhague. Una fragancia de almizcle era apreciada incluso en Constantinopla, donde Dios sabe que no faltan los perfumes propios. Los aromas de Baldini se olían tanto en las distinguidas oficinas de la City londinense como en la corte de Parma, en el palacio de Varsovia y en el castillo del conde von Lippe-Detmold. A los setenta años de edad Baldini, después de haberse resignado a pasar su vejez en Mesina pobre como una rata, se vio convertido en el mayor perfumista de Europa y en uno de los ciudadanos más ricos de París.

A principios del año 1756, -entretanto, había adquirido la casa contigua del Pont au Change, exclusivamente para vivienda, ya que la casa antigua estaba llena hasta el tejado de sustancias odoríferas y especias – comunicó a Grenouille que ya estaba dispuesto a concederle la libertad, aunque con tres condiciones: primera, no produciría en el futuro ninguno de los perfumes creados bajo el techo de Baldini ni facilitaría sus fórmulas a terceras personas; segunda, debía abandonar París y no volver a poner los pies en la ciudad mientras viviese Baldini; y tercera, debía guardar un secreto absoluto acerca de las dos primeras condiciones. Todo esto tenía que jurarlo por todos los santos, por el alma de su pobre madre y por su propio honor.

Grenouille, que no tenía honor ni creía en los santos ni en el alma de su pobre madre, juró. Habría jurado cualquier cosa. Habría aceptado cualquier condición de Baldini porque quería aquel ridículo certificado de oficial de artesano que le permitiría vivir con discreción, viajar sin ser molestado y encontrar un empleo. Todo lo demás le era indiferente. Por otra parte, ¿qué clase de condiciones eran aquéllas? ¿No poner más los pies en París? ¿Para qué necesitaba él París? Lo conocía hasta su último maloliente rincón, lo llevaría consigo adondequiera que fuese, poseía a París desde hacía años. ¿No producir ninguno de los perfumes de éxito de Baldini, no facilitar ninguna fórmula? ¡Como si él no pudiera inventar otros mil, tan buenos y mejores, siempre que se le antojara! Pero no era eso lo que quería. No tenía intención de erigirse en competidor de Baldini ni de ningún otro perfumista burgués. Su ambición no era amasar dinero con su arte, ni siquiera pretendía vivir de él, si podía vivir de otra cosa. Quería exteriorizar lo que llevaba dentro, sólo esto, expresar su interior, que consideraba más maravilloso que todo cuanto el mundo podía ofrecer. Y por esta razón las condiciones de Baldini no eran condiciones para Grenouille.