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– Más o menos por la misma época -respondió Bird, incapaz de convertir con rapidez al calendario occidental [En Japón, es habitual contabilizar los años según el tiempo de reinado de cada emperador. Por ejemplo, 1987 es el año Showa (era del emperador actual) 62, ya que este reinado comenzó en 1925. (N. de la T.)] -. Me pregunto si sufrirá.

– ¿Quién? ¿Nuestra generación?

– El bebé.

– Depende de lo que usted entienda por sufrimiento. Quiero decir que el bebé no ve ni oye ni huele. Y apuesto a que los nervios del dolor tampoco le funcionan. Es como dijo el director, ¿lo recuerda?, una especie de vegetal. ¿Usted cree que los vegetales sufren?

¿Creo que los vegetales sufren? Bird se interrogó en silencio. ¿Alguna vez pensé que una col podía sentir dolor mientras una cabra la masticaba?

– ¿Usted cree que un bebé vegetal puede sufrir? -insistió el doctor confianzudamente.

Bird sacudió la cabeza en actitud sumisa, como significando que el problema superaba la capacidad de su cerebro aletargado, pese a que él no hubiera cedido jamás ante un recién conocido sin intentar cierta resistencia…

– El oxígeno no va bien -informó el anestesista.

El doctor se puso de pie y se dio la vuelta para controlar el tubo de goma. Bird vio por primera vez a su hijo.

Un bebé feo, de cara apretada, colorada, llena de arrugas y residuos de grasa. Tenía los ojos completamente cerrados, como las conchas de un bivalvo, y unos tubos de goma penetraban por las fosas nasales; la boca permanecía abierta en un grito mudo, y podía verse la mucosa interior, color perla rosáceo. Bird se levantó a medias de la banqueta y logró ver la cabeza vendada. Bajo el vendaje, el cráneo estaba recubierto de algodón ensangrentado. Pero no había manera de ocultar que allí había algo anormal.

Bird apartó la mirada y se sentó. Apretó la cara contra el cristal de la ventanilla y vio cómo se alejaban de la ciudad. Los peatones, alarmados por la sirena, se quedaban mirando con curiosidad y expectación la ambulancia, tal como habían hecho los ángeles embarazados. Daban la impresión de haberse detenido en medio de un movimiento, como un fotograma inmóvil: vislumbraban un fallo infinitesimal en la superficie plana de la vida cotidiana y eso les inspiraba un candido respeto.

Mi hijo tiene la cabeza vendada como Apollinaire cuando fue herido en el campo de batalla. Mi hijo fue herido en un campo de batalla oscuro y silencioso que nunca he visto, como Apollinaire, y ahora grita sin sonidos…

De pronto, Bird comenzó a llorar. La cabeza vendada, como Apollinaire: la imagen simplificó y orientó sus sentimientos. Se dio cuenta de que estaba convirtiéndose en una gelatina sentimental; pero al mismo tiempo se sentía justificado: incluso descubrió cierta dulzura en las lágrimas.

Como Apollinaire, mi hijo fue herido en un campo de batalla oscuro y silencioso que no conozco, y ha llegado con la cabeza vendada. Tendré que enterrarlo como a un soldado muerto en combate.

Bird continuó llorando.

CAPÍTULO III

Bird estaba en la escalera, frente a la unidad de cuidados intensivos, luchando contra la fatiga que sentía desde que se le secaran las lágrimas, cuando de pronto el doctor de un solo ojo salió de la sala con aspecto aturdido. Bird se puso de pie.

– ¡Este hospital es tan burocrático que ni las enfermeras escuchan lo que se les dice! -dijo el doctor.

El hombre había sufrido un cambio sorprendente, había perdido su aire de autoridad y su voz sonaba preocupada.

– Tengo una carta de presentación de nuestro director para un profesor que trabaja aquí. Son parientes por alguna parte, pero ni siquiera consigo averiguar dónde está.

Bird comprendió el repentino abatimiento del doctor. Aquí, en esta sala, trataban a todos como a novatos y el joven médico comenzaba a dudar de su propia importancia.

– ¿Y el bebé? -preguntó Bird, sorprendiéndose del tono autoritario de su propia voz.

– ¿El bebé? ¡Ah, sí! Sabremos la situación exacta cuando el cirujano acabe su examen…, si el niño dura lo suficiente. En caso contrario, la autopsia revelará datos más precisos. Dudo de que el crío resista hasta mañana. En cualquier caso, usted podría pasarse por aquí mañana por la tarde, alrededor de las tres. Pero le advierto que aquí la burocracia es reina y señora… ¡Incluso en las enfermeras!

Como decidido a no escuchar más preguntas, el doctor se alejó. Bird lo siguió como una lavandera, apretando contra su costado la cesta vacía del bebé. En el pasillo que conducía al ala principal se les unieron el conductor de la ambulancia y el anestesista, que enseguida advirtieron que el doctor había perdido su anterior jovialidad. Ellos tampoco conservaban su aire de dignidad, el que habían manifestado mientras la ambulancia atravesaba a toda velocidad el corazón de la ciudad, con la sirena abierta y saltándose los semáforos. Vistos desde atrás, los dos bomberos [En Japón, los servicios de transporte de enfermos de urgencia están a cargo del cuerpo de bomberos. (N. de la T.)] parecían gemelos. Ya no eran jóvenes, y su estatura y constitución física era media. Los dos estaban quedándose calvos por el mismo lado.

El médico tuerto no les prestaba atención. Bird preguntó al anestesista:

– Con respecto a la ambulancia… ¿pueden usar la sirena para saltarse los semáforos también en el camino de regreso?

– ¿En el camino de regreso!

Los dos bomberos repitieron la pregunta al unísono, intercambiaron una mirada con los rostros encendidos como borrachos y soltaron una carcajada que dilató las aletas de sus narices. Bird se sintió molesto tanto por la estupidez de su pregunta como por la respuesta obtenida. Su malestar estaba relacionado, a través de un delgado tubo, con el tanque de ira, inmensa y oscura, comprimida dentro de él. Una ira que no lograba liberar había crecido en su interior desde la madrugada, cada vez más intensa.

Pero ahora los dos hombres parecieron sosegarse, como si lamentaran haberse reído de un joven padre desafortunado. Su evidente aflicción aplacó la ira de Bird. Incluso le remordió la conciencia. ¿Acaso no había sido él mismo el promotor de la situación, con una pregunta absurda y fuera de lugar? ¿Y esa pregunta acaso no había salido de un cerebro, el suyo propio, avinagrado por la pena y la falta de sueño?

Bird miró el capacho del bebé que llevaba bajo el brazo.

Ahora era como un agujero vacío que hubiera surgido en vano. En el capacho sólo quedaba una sábana doblada, un poco de algodón y un rollo de gasa. La sangre que había en el algodón y la gasa, aunque conservaba el rojo intenso, ya no evocaba la imagen del bebé con la cabeza vendada, inhalando oxígeno por los tubos de goma aplicados a su nariz. Bird ni siquiera lograba recordar con precisión lo grotesco de la cabeza del bebé, ni el débil destello de la película de grasa que le recubría su piel. Incluso ahora, el bebé se alejaba de él a toda velocidad. Bird experimentó una mezcla de alivio culpable y temor infinito. Pensó: Muy pronto le olvidaré por completo. Una vida procedente de la oscuridad eterna y que se mantuvo latente durante diez meses de existencia fetal, [En Japón, el período de embarazo se considera como de diez meses. (N. de la T.)] saboreó algunas horas de cruel incomodidad y volvió a descender a la oscuridad, definitiva y permanente. Tal vez le olvide enseguida. Pero cuando llegue mi hora final quizá le recuerde, y si al recordarle aumentan mi agonía y mi temor a la muerte, habré cumplido una pequeña parte de mis obligaciones como padre.

Llegaron a la entrada principal del ala central. Los dos bomberos corrieron en dirección al aparcamiento. Como su profesión los mantenía siempre relacionados con emergencias, el correr sin aliento debía de representar su actitud normal ante la vida. Cruzaron la resplandeciente plaza de cemento a toda prisa, como perseguidos por un demonio hambriento. Entretanto, el doctor de un solo ojo telefoneó a su hospital desde una cabina y habló con el director. Le explicó la situación en pocas palabras. La suegra de Bird se puso luego al teléfono.