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En la plaza, mientras aguardaba un taxi, se tocó con la lengua un diente roto. Bird lo escupió en la calle.

CAPITULO II

En el dormitorio matrimonial, Bird dormía hecho un ovillo. Yacía por debajo del mapa de África fijado en la pared con chinchetas y sucio de barro, sangre y bilis. La cuna blanca del bebé, todavía envuelta en su capucha vinílica, se hallaba entre las camas de los cónyuges, como una inmensa jaula llena de insectos.

Bird tenía una pesadilla y, mientras dormía, de tanto en tanto gruñía contra el fresco de la madrugada. Permanecía de pie en una meseta, en la orilla occidental del lago Chad al este de Nigeria. ¿Qué estaría haciendo allí? De pronto aparecía un gigantesco phacochoerus. La terrible bestia arremetía levantando una polvareda. Bird estaba en África en busca de aventuras, tribus desconocidas y peligros mortales, en busca de un atisbo de lo que hay más allá del horizonte de una vida rutinaria y una frustración permanente. Pero carecía de armas para luchar contra el phacochoerus. He venido a África sin equipo ni preparación alguna, pensó, y el miedo le invadió. La bestia se acercaba más y más. Bird recordó que solía llevar una navaja cosida en el doblez del pantalón, durante su etapa de gamberro en una ciudad de provincias. Pero hacía mucho tiempo que había tirado esos pantalones. Resultaba curioso que no lograse recordar cómo se decía phacochoerus en japonés. ¡Phacochoerus! Se dio cuenta de que el grupo que le acompañaba le había abandonado en pos de un refugio seguro. Desde allí, le gritaban:

– ¡Cuidado! ¡Corre! ¡Es un phacochoerus!

El animal, enfurecido, ya estaba junto a los matorrales, a escasos metros de distancia. Bird no tenía ninguna oportunidad de salvarse. Entonces descubrió, hacia el norte, una zona protegida por una línea azul oblicua. Debía de ser un alambre de acero. Si lograba situarse tras la línea estaría a salvo. Bird comenzó a correr, pero el phacochoerus ya estaba casi encima de él. He venido a África sin equipo ni preparación alguna. No tengo escapatoria. Bird desesperaba, pero el miedo le impulsaba hacia adelante. Numerosos ojos de personas que estaban a salvo tras la línea lo observaban correr hacia ella. Los horribles dientes del phacochoerus ya comenzaban a cerrarse, agudos y firmes, sobre el tobillo de Bird…

Sonó el teléfono. Bird despertó. Era de madrugada y continuaba lloviendo. Se levantó y, descalzo, fue saltando como un conejo hasta el teléfono. El suelo estaba húmedo. Levantó el auricular y una voz masculina, sin más, le preguntó su nombre. Luego dijo:

– Venga inmediatamente al hospital. Hay ciertas anomalías en el bebé… Tenemos que hablar con usted.

Bird se sintió desamparado. Tuvo ganas de regresar a la meseta nigeriana para saborear el residuo del sueño, a pesar de que había sido una pesadilla como un erizo de mar, llena de espinas de miedo. Pero se contuvo y, con voz neutra y desprovista de sentimientos, preguntó:

– ¿La madre está bien?

Tuvo la impresión de haberse escuchado formular esa pregunta miles de veces, dirigida a sí mismo y con idéntica voz.

– Su esposa está bien. Pero usted debe venir en seguida.

Bird colgó el auricular y corrió hacia el dormitorio, como un cangrejo que regresa a su agujero. Cerró los ojos con fuerza e intentó sumergirse en la tibieza de su cama, como si negando la realidad pudiera desterrarla instantáneamente, como la meseta nigeriana del sueño. Pero nada cambió. Sacudió la cabeza con resignación y recogió la camisa y los pantalones del borde de la cama. El dolor del cuerpo al agacharse le recordó la pelea de la noche anterior. Había dado la talla. ¡Qué orgulloso se había sentido! Intentó experimentar aquella sensación de orgullo nuevamente pero, desde luego, no lo consiguió. Mientras se abotonaba la camisa, dirigió la mirada al mapa de África occidental. La meseta del sueño estaba situada en un lugar llamado Deifa. Encima había una ilustración: un suido africano lanzándose a la carga. Un suido africano. El phacochoerus era un suido africano. Y la línea azul oblicua trazada en el mapa significaba que allí había un coto de caza. Es decir, que no hubiera estado a salvo ni aunque hubiese logrado llegar a la valla inclinada que aparecía en el sueño.

Bird volvió a sacudir la cabeza, se puso la chaqueta y bajó las escaleras de puntillas. Su anciana casera vivía en el primer piso. Si despertaba y se asomaba a saludarle, Bird tendría que responder a sus preguntas afiladas de curiosidad y buena voluntad. En ese caso, ¿qué le diría? Sólo sabía lo que le habían comunicado por teléfono: ¡que el bebé era anormal! Probablemente se trataba de lo peor. A tientas, buscó sus zapatos en el suelo de tierra del vestíbulo, abrió la puerta principal haciendo el menor ruido posible y salió a la claridad del amanecer.

La bicicleta estaba de lado sobre la gravilla, debajo de un seto. Bird la enderezó y con la manga de su chaqueta secó la lluvia pertinaz del sillín de cuero corroído… Antes de que estuviera suficientemente seco, montó de un salto y, haciendo saltar la gravilla, pasó junto a los setos como un caballo enfurecido y salió a la calle pavimentada. En seguida sintió frío y humedad en las nalgas. Llovía otra vez, y el viento hacía que las gotas le golpearan en la cara. Se mantuvo vigilante, para no caer en los baches ocultos en los charcos de la calle. Las gotas se le metían en los ojos. Torció a la izquierda y enfiló una calle más ancha y luminosa. Ahora la lluvia le golpeaba el flanco derecho y el andar se hacía más soportable. Bird se inclinó contra el viento para mantener el equilibrio de la bicicleta. Las ruedas agitaban la capa de agua sobre la calle asfaltada y la dispersaban en una fina niebla. Viendo cómo el agua se alejaba en ondas de los neumáticos, Bird comenzó a marearse. Levantó la mirada: en la calle no había nadie, hasta donde alcanzaba a divisar. Era el amanecer. Los árboles de gingco a ambos lados estaban tupidos de hojas oscuras, cada una hinchada por toda el agua absorbida. Troncos negros que sostenían profundos océanos de verde. Si todos se desplomaran a la vez, Bird y su bicicleta sucumbirían bajo un diluvio con olor a verde fresco. Tuvo la sensación de que los árboles le amenazaban. Muy por encima de su cabeza, las hojas apiñadas en las ramas superiores gemían al viento. Bird miró hacia arriba y, a través de las frondas, divisó un trozo de cielo por el este. Todo era color gris negruzco, sólo al fondo se filtraba un débil atisbo de luz rosácea. Un cielo humilde, con aspecto avergonzado, que las nubes perturbaban con violencia, como perros lanudos a todo correr. Una bandada de urracas pasó como una flecha frente a Bird, tan descaradas como los gatos callejeros, y casi lo derribaron. Vio gotas de agua plateada arracimadas como piojos sobre sus colas azul celeste. Bird tomó conciencia de que cualquier cosa le sobresaltaba y que sus ojos, oídos y olfato se habían agudizado en exceso. Tuvo la vaga sensación de que ello era un mal presagio: lo mismo le había sucedido durante la época de interminables borracheras.

Agachó la cabeza, se puso de pie sobre los pedales y cogió velocidad. Revivió la inútil impresión de huida que lo había acompañado en su sueño. Pero igual continuó pedaleando. Una rama delgada de gingco se le enganchó en el hombro y le rasguñó la oreja. Tampoco esto le hizo disminuir la velocidad. Sintió que las gotas, silbantes como balas debido al viento, le rozaban la oreja palpitante.

Bird dio un patinazo a la entrada del hospital y se detuvo con un chirrido de frenos como salido de su propia garganta. Estaba calado hasta los huesos y temblaba como un perro después de nadar. Mientras se sacudía el agua, le pareció que acababa de recorrer un largo trayecto, inmensamente largo, a toda velocidad.

Se detuvo frente a la sala de consulta y recuperó el aliento. Luego se asomó y se dirigió a los desdibujados rostros que le esperaban en la penumbra.