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– Es su suegra -le dijo el doctor, dándose la vuelta-. ¿Quiere hablar con ella?

¡Mierda, no!, hubiera deseado gritar Bird. Desde las frecuentes conversaciones telefónicas de la noche anterior, el sonido de la voz de su suegra le acosaba como el zumbido inevitable del mosquito, provocándole una sensación de amenaza. Bird cogió el auricular con displicencia.

– El especialista de cerebro todavía no ha efectuado su examen. Tengo que volver aquí mañana por la tarde.

– Pero ¿con qué objeto? ¿Qué esperas conseguir? -La suegra preguntó con un tono de voz como considerándole responsable directo de la desgracia.

– Tiene objeto, porque resulta que el bebé sigue vivo -dijo Bird, y esperó a que la mujer le replicase.

Pero ella calló. Sólo se oía el sonido débil de una respiración dificultosa.

– Voy hacia allá y se lo explicaré todo -dijo Bird y se dispuso a colgar el auricular.

– ¡No! Por favor, no vengas -exclamó ella, y enseguida agregó-: Mi hija cree que has llevado al bebé a una clínica del corazón. Si vienes ahora, sospechará. Sería mejor que vinieras mañana, cuando ya esté más tranquila, y le dijeras que el bebé murió del corazón. Contacta conmigo sólo por teléfono.

Bird estuvo de acuerdo.

– Entonces iré a la universidad y le explicaré a su esposo lo ocurrido -empezó a decir cuando oyó que del otro lado colgaban el auricular.

De modo que a la mujer también le molestaba la voz de su yerno. Bird colgó y recogió la cesta del bebé. El doctor de un solo ojo ya estaba en la ambulancia. Bird colocó la cesta sobre la camilla y dijo:

– Gracias por todo. Creo que regresaré por mi cuenta.

– ¿Volverá solo a casa? -preguntó el doctor.

– Sí -respondió Bird, queriendo significar «me voy yo solo».

Tenía que informar a su suegro acerca de las circunstancias del nacimiento. Después le quedaría tiempo libre. En comparación con regresar junto a su suegra y su esposa, una visita al profesor se le aparecía como una promesa de auto-salvación.

El doctor cerró la puerta y la ambulancia se alejó como un vehículo normal, respetando el límite de velocidad y con la sirena apagada. Bird atisbó que el doctor y el anestesista se acercaban al conductor, seguramente para chismorrear sobre él y su bebé. Pero no le importó. La conversación con su suegra le había proporcionado un inesperado tiempo para él mismo, para pasarlo como le apeteciera. Esa idea le refrescó el cerebro.

Comenzó a cruzar la plaza del hospital, ancha y larga como un campo de fútbol. A mitad de camino, se dio la vuelta y contempló el edificio donde acababa de abandonar a su primer hijo, un bebé al borde de la muerte. El edificio era gigantesco, de aspecto altanero, como una fortaleza. Brillante a la luz del sol de comienzos de verano, hacía que el bebé que gemía en alguno de sus rincones pareciera más insignificante que un grano de arena.

¿Qué ocurrirá si, efectivamente, vuelvo mañana? Podría extraviarme en el laberinto de esa fortaleza, vagar aturdido por pasillos y escaleras. Quizá no encontraría nunca a mi bebé moribundo, o tal vez ya muerto. Esta idea apartó todavía más a Bird de su infortunio. Atravesó el portal de entrada y se alejó calle abajo.

Media mañana: las horas más estimulantes de un día a principios de verano. La brisa le hacía recordar las excursiones escolares, y sintió que las mejillas y los lóbulos de las orejas se le estremecían de placer. Alejadas de cualquier restricción consciente, las neuronas de su piel absorbían la dulzura de la estación y la hora. Y al poco una sensación de liberación alcanzó la superficie de su conciencia.

Antes que nada me lavaré y afeitaré. Bird entró en la primera peluquería que encontró. Y el peluquero le condujo al sillón como a un cliente cualquiera, sin advertir ninguna señal de desgracia. Convirtiéndose en la persona que veía el peluquero, Bird lograría escapar de su tristeza y aprensión. Cerró los ojos. Una toalla caliente y pesada, con olor a desinfectante, bañó en vapor sus mejillas y su mandíbula. Cuando niño, Bird había oído un Rakugo sobre una peluquería: el joven peluquero tiene una toalla endiabladamente caliente, demasiado caliente para enfriarla en las manos o incluso para sujetarla, así que la arroja, tal y como está, sobre la cara del cliente. Desde entonces, Bird no podía contener la sonrisa cuando cubrían su rostro con una toalla caliente. Incluso ahora sonreía. Algo intolerable. Bird se estremeció y borró la sonrisa. Pensó en el bebé. La sonrisa había delatado su culpabilidad.

La muerte de un bebé vegetal. Contempló la desgracia de su hijo desde el ángulo más doloroso. La muerte de un bebé vegetal, que sólo tiene funciones vegetativas, no iba acompañada de sufrimiento. Muy bien, pero ¿qué significa la muerte para un bebé así? ¿O la vida? El germen de una existencia aparece sobre una llanura de nada extendida durante millones de años, y allí crece durante diez meses. Evidentemente, un feto no tiene conciencia; tan sólo se acurruca formando una bola y existe en un mundo oscuro y mucoso. Luego sale peligrosamente al mundo exterior, donde todo es duro, frío, estridente, seco y de un fulgor impetuoso. Un mundo que el bebé no puede abarcar por entero y se ve obligado a vivir con numerosos entes extraños. Pero, para un bebé vegetal, esa estancia en el mundo exterior sólo consiste en unas pocas horas de sufrimiento incomprensible. A continuación, el instante de sofocación y, una vez más, vuelve a ser la fina arena de la nada en la llanura que abarca infinitos años. ¿Y si en realidad existía un juicio final? ¿En qué categoría de los Muertos podría emplazarse, juzgarse y sentenciarse a un bebé vegetal muerto a poco de nacer? ¿Acaso las pruebas no resultarían insuficientes para cualquier juez? ¡Pruebas totalmente irrelevantes!, pensó Bird sofocándose. Podrían llamarme como testigo y ni siquiera sería capaz de identificar a mi propio hijo, a no ser por la protuberancia de la cabeza. Bird sintió un dolor agudo en el labio superior.

– ¡Estése quieto, por favor! Le he cortado -siseó el peluquero con voz serena, mientras posaba la navaja cerca de la nariz de Bird y le contemplaba.

Bird se tocó el corte y la sangre le provocó una náusea. Su sangre era tipo A, como la de su mujer. Probablemente el litro de sangre que circulaba por el cuerpo de su bebé moribundo también era del tipo A. Bird cerró los ojos y el peluquero continuó rasurándolo.

– ¿Querrá lavado de cabeza?

– No, así está bien.

– Tiene el cabello muy sucio y lleno de hierba -objetó el peluquero.

– Lo sé. Anoche me caí.

Bird se bajó del sillón y contempló su cara en un espejo reluciente. Efectivamente su cabello tenía aspecto enmarañado y quebradizo, pero su cara brillaba rozagante y fresca como el vientre de una trucha arco iris. Si sus ojos color pegamento recuperasen su brillo, los párpados consiguieran aflojar la tensión y los labios cesaran de crisparse, Bird tendría aspecto más joven y vivaz.

Detenerse en una peluquería había sido una buena idea. Bird estaba complacido. Por lo menos había introducido un elemento positivo en su equilibrio psicológico, que desde el amanecer se había inclinado hacia lo negativo. Le echó un vistazo a la sangre coagulada en el corte bajo la nariz y salió a la calle. Cuando llegara a la universidad, seguramente habría desaparecido el fulgor de sus mejillas, pero de todos modos no daría a su suegro la sensación de un pobre y ridículo hombre atribulado. Mientras buscaba la parada del autobús, recordó el dinero extra que desde ayer llevaba en el bolsillo, y llamó a un taxi.

Se apeó del taxi en medio de una muchedumbre de estudiantes que transitaban por el portal principal. Iban a comer: eran las doce y cinco. En el campus preguntó a un estudiante corpulento cómo llegar al departamento de inglés. Y le sorprendió que el estudiante sonriera y dijese con cierta nostalgia:

– ¡Sí que ha pasado mucho tiempo, profesor!