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Bird continuaba atónito.

– Fui alumno suyo en la academia preuniversitaria. Como en las universidades estatales no hubo caso, mi padre donó algo de dinero aquí y así pude entrar, por la puerta trasera.

– De modo que ahora estudias aquí -dijo Bird aliviado, recordando quién era el muchacho.

Aunque no era mal parecido, tenía ojos como platos y nariz bulbosa como las ilustraciones de los campesinos alemanes en los cuentos de hadas de Grimm.

– Parece que la academia preuniversitaria no te ha servido de gran cosa -dijo Bird.

– ¡Por el contrario, profesor! Estudiar nunca comporta pérdidas. Aunque uno no recuerde nada, el estudio es el estudio.

Bird intuyó cierto aire burlón y le miró ceñudamente. Pero el estudiante sólo intentaba demostrarle simpatía. Bird lo recordaba claramente: en una clase muy numerosa, este chico había destacado por su inocultable estupidez. Y precisamente por ello era capaz de contar simple y jovialmente que había ingresado en una universidad privada de segunda categoría por la puerta trasera, y de expresarle gratitud por unas clases que no le habían servido de nada. El resto de los alumnos hubieran intentado evitar a su instructor preuniversitario.

– Con lo cara que resulta nuestra enseñanza, es un alivio escuchar lo que dices.

– Cada céntimo estuvo bien gastado. ¿Dará clases aquí?

Bird negó con la cabeza.

– Pues… -Con tacto, el estudiante cambió de tema-. Permítame acompañarle hasta el departamento de inglés. Es por aquí. Le aseguro, profesor, que los estudios que realicé en la academia preuniversitaria no se han perdido. Lo tengo todo en algún lugar de la cabeza, como un depósito nutritivo. Algún día esos conocimientos me serán útiles. Hay que saber esperar el futuro. ¿Acaso no es eso el estudio, en definitiva, profesor?

Detrás de su antiguo alumno, tan optimista e ingenuo, Bird atravesó un sendero rodeado de árboles frondosos hasta un edificio de ladrillos ocre rojizo.

– Es en el tercer piso, en la parte posterior. Cuando ingresé aquí me sentía tan contento que exploré todas las dependencias, y ahora las conozco como a la palma de mi mano -dijo el muchacho con orgullo, y se rió de sí mismo con evidente ironía-. Lo que digo suena muy simple, ¿no?

– En absoluto; no tan simple.

– Pues bien, ya nos veremos, profesor. Y cuídese, se le ve un poco pálido.

Mientras subía las escaleras, Bird pensó: Ese chaval manejará su vida adulta mil veces mejor que yo. Seguro que no dejará morir bebés de hernias cerebrales. ¡Vaya extraño moralista que he tenido en clase!

Bird se asomó a la oficina del departamento de inglés y localizó a su suegro. Permanecía repantigado en una mecedora de roble, en un balcón pequeño, observando la luz proveniente de una claraboya. La oficina parecía una sala de conferencias y era mucho más amplia que la de la universidad en donde se graduara Bird. Su suegro decía a menudo irónicamente que el trato que recibía en esta universidad privada, incluida la mecedora, era mucho mejor que el que solían dispensarle en la Universidad Nacional. Bird comprobó ahora que no se trataba de un chiste.

Sentados a una gran mesa cerca de la puerta, tres jóvenes profesores adjuntos de caras rojizas tomaban café. Bird los conocía de vista: habían estado entre los mejores estudiantes de la promoción universitaria anterior a la suya. Si no hubiera sido por la etapa de la borrachera y su abandono del curso de posgrado, sin duda se hubiera lanzado en pos de sus carreras.

Bird llamó en la puerta abierta, entró en la habitación y saludó a los tres asistentes. Luego cruzó la sala en dirección al balcón. Su suegro se giró y le vio acercarse, con la cabeza hacia atrás y sin dejar de balancearse en la mecedora. Los asistentes también le observaron, con sonrisas idénticas, sin ningún significado concreto. Pese a que consideraban a Bird un fenómeno poco común, era alguien de fuera y, por tanto, no merecía que se le tomara en cuenta. Un personaje extraño y peculiar que se había ido de juerga sin ningún motivo y acabó abandonando la escuela de licenciados; más o menos eso era Bird para ellos.

– ¡Profesor! -dijo Bird, dejándose llevar por la costumbre adquirida antes de casarse con la hija del viejo.

Su suegro le indicó una silla giratoria de largos posabrazos.

– ¿Ha nacido el bebé? -preguntó.

– Sí, ha nacido… -Bird hizo un gesto de desaliento y comprobó que la voz se le apagaba. Entonces se obligó a decirlo todo de un tirón-: Tiene una hernia cerebral y el doctor dice que morirá mañana o pasado mañana. La madre está bien.

La mecedora estaba apoyada contra la pared y el profesor no pudo girar por completo su cuerpo, de modo que quedó en una posición oblicua a Bird. Su rostro, que evocaba la majestuosidad de un león de tez dorada y cabellera plateada, en un instante adquirió una tonalidad bermellón. Incluso las bolas blandas bajo los párpados inferiores refulgieron, como si la sangre se escurriera por ellas. Bird también sintió que el color le subía a la cara. Una vez más se dio cuenta de lo solo y desamparado que estaba desde el amanecer.

– ¡Una hernia cerebral! ¿Has visto al bebé?

Bird advirtió un cierto parecido con la voz de su mujer, incluso en la ligera carraspera del profesor. Eso hizo que la echara de menos.

– Sí. Tiene la cabeza vendada, como Apollinaire.

– La cabeza vendada como Apollinaire… -El profesor repitió las palabras para sí mismo, como si estuviera recordando el punto culminante de alguna broma. Cuando habló, a Bird le pareció que se dirigía más a los tres asistentes que a él mismo-: En esta época que nos ha tocado, resulta difícil afirmar que haber vivido es mejor que no haberlo hecho.

Los tres jóvenes rieron con moderación. Bird se dio la vuelta y los miró fijamente. Ellos también lo miraron, como queriendo significar que no les extrañaba en absoluto que alguien tan raro como Bird se hubiese topado con un accidente inaudito. Incómodo, Bird bajó la mirada hasta sus zapatos embarrados.

– Le llamaré cuando todo haya terminado -dijo finalmente.

El profesor se meció de manera casi imperceptible y no respondió. A Bird se le ocurrió que tal vez ahora su suegro no sentía la satisfacción que solía producirle el balanceo de la mecedora.

Bird permaneció en silencio. Sentía que ya había dicho todo lo que tenía que decir. ¿Sería capaz de hacerlo con tanta claridad y sencillez cuando llegara el momento de comunicárselo a su esposa? Probablemente no. Habría lágrimas, preguntas, sensación de futilidad al hablar a toda prisa, la garganta le dolería y la cabeza se le embotaría.

– Será mejor que regrese. Todavía restan papeles por firmar en el hospital -dijo Bird, por último.

– Muy amable de tu parte el haber venido.

El profesor continuó en la mecedora. Bird se alegró de no tener que quedarse más y se puso en pie.

– En ese escritorio hay una botella de whisky -dijo el profesor-. Llévatela.

Bird se puso rígido y supo que los ojos de los tres asistentes permanecían expectantes. Debían de conocer tan bien como su suegro la interminable y desastrosa borrachera de Bird. Dudando, recordó una frase del libro de texto en inglés que leía a sus alumnos. Un joven norteamericano decía, enfadado: Are you kidding me? Are you looking for a fight?

No obstante, Bird se inclinó hacia delante, abrió la parte superior del escritorio y cogió la botella de Johnny Walker. Se ruborizó, y sin embargo experimentó un júbilo febril. Era como pedirle a un hombre que pisoteara un crucifijo para probar que no era cristiano. Pues bien, ¡no le verían dudar!

– Gracias -dijo Bird.

Los tres asistentes se relajaron. El profesor movió la mecedora lentamente hasta la posición inicial; la cabeza erguida, el rostro todavía escarlata y lánguido. Bird echó un vistazo a los asistentes, hizo una fugaz reverencia y salió de la habitación.

Escaleras abajo y mientras atravesaba el patio de piedra, asía la botella con prudente firmeza, como si fuera una granada. El resto del día le pertenecía. Sus pensamientos se entrecruzaban con la imagen del Johnny Walker y presentía el éxtasis y el peligro.