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Mañana o pasado mañana, o quizá tras una semana de largas, cuando mi mujer se entere de la tragedia, quedaremos presos en una mazmorra de neurosis. Por tanto, afirmaba Bird ante la voz aprensiva que burbujeaba en su interior, tengo todo el derecho a gozar de una botella de whisky y de unas horas de esparcimiento. La voz interior retrocedió. ¡Así está bien! ¡A beber! Sólo eran las doce y media del mediodía. En principio, pensó en regresar al apartamento y beber en su estudio. Pero no era buena idea: si regresaba, la anciana casera y sus amigos lo acorralarían, por teléfono o personalmente. Además, en cuanto entrara en el dormitorio, la cuna de esmalte blanco le destrozaría los nervios como un tiburón rechinando los dientes. Bird descartó la idea. ¿Y si se escondiera en cualquier hotelucho donde sólo hubiera desconocidos? Pero la posibilidad de emborracharse encerrado en una habitación de hotel le atemorizó. Observó al jovial escocés, de gran zancada y vestido de chaqué, que recorría la etiqueta de la botella. ¿Adonde iría tan de prisa? De pronto, Bird recordó a una vieja amiga. En invierno y verano se pasaba el día tumbada en su habitación a oscuras, planteándose cuestiones metafísicas y fumando un cigarrillo tras otro, hasta que sobre su cama se formaba una nube de humo. Nunca salía de su casa hasta después del anochecer.

Bird se detuvo a esperar un taxi justo frente a los portales de la universidad. Vio a su antiguo alumno sentado a una mesa con algunos amigos en la cafetería al otro lado de la calle. El estudiante le reconoció enseguida y, como un cachorro afectuoso, le hizo gestos amistosos. Sus acompañantes también contemplaron a Bird con una curiosidad indefinida y adormecida. ¿Qué diría a sus amigos sobre Bird? ¿Que era un instructor de inglés que se había alcoholizado al máximo para poder abandonar sus estudios de posgrado, un hombre dominado por una pasión inexplicable o un temor demencial?

El estudiante siguió sonriéndole hasta que Bird estuvo dentro de un taxi. Mientras se alejaba, sintió como si hubiera recibido una limosna. ¡Una limosna de un zopenco que jamás había distinguido un gerundio de un participio pasivo, un antiguo alumno cuyo cerebro no era más grande que el de un gato!

Bird explicó al conductor cómo llegar a la casa de su amiga, en una de las muchas colinas de la ciudad, en un barrio rodeado de templos y cementerios. La muchacha vivía sola en una casita al final de un callejón. Bird la había conocido durante un ejercicio de presentación en su clase, durante el mes de mayo, [Los cursos escolares en Japón comienzan en abril, o sea que mayo es todavía la época de presentación entre estudiantes. (N. de la T.)] el primer año de su carrera. Cuando le tocó a ella ponerse en pie y presentarse, desafió a la clase a que adivinara el origen de su nombre poco frecuente, Himiko -es decir, criatura que ve el fuego-. Bird respondió acertadamente que provenía de las Crónicas de la antigua provincia de Higo: «El emperador ordenó a sus remeros: Allí a lo lejos brilla una señal de fuego; dirigíos a ella de inmediato». A partir de entonces, Bird e Himiko, de la isla de Kyushu, se hicieron amigos.

En la universidad de Bird había pocas chicas, tan sólo un puñado en la facultad de literatura, venidas a Tokio desde provincias. Y todas ellas, por lo que Bird sabía, se habían transformado en monstruos inclasificables poco después de su graduación. Cierto porcentaje de sus células cerebrales fueron desarrollándose en exceso, arracimándose y anudándose hasta que las muchachas comenzaron a moverse con indolencia y a tener aspecto sombrío y melancólico. Por último, la fatalidad las incapacitó para llevar vida cotidiana de posgraduadas normales. Si se casaban, se divorciaban al poco; si se empleaban, las despedían enseguida; y las que se dedicaban a viajar sufrían absurdos y espantosos accidentes automovilísticos. Las graduadas de universidades femeninas se adaptaron con júbilo a sus nuevas vidas profesionales. ¿Por qué sólo mis compañeras de universidad fracasaron?, se preguntó Bird. Himiko, poco después de graduarse, se había casado con un licenciado. Pese a que no hubo divorcio, un año después de la boda su marido se suicidó. El suegro de Himiko le regaló la casa donde vivía la pareja, y todavía le proporcionaba, cada mes, el dinero necesario para cubrir sus gastos. Tenía la esperanza de que Himiko volviera a casarse, pero de momento ella ocupaba sus días en la meditación metafísica y por las noches recorría la ciudad en un coche deportivo.

Bird había oído rumores acerca de que Himiko era una aventurera sexual. Algunas habladurías incluso atribuían el suicidio de su esposo a tales desviaciones y aberraciones eróticas. Bird sólo había dormido en una ocasión con ella, pero ambos estaban terriblemente borrachos y ni siquiera tenía la certeza de haber llegado a la copulación. Había ocurrido mucho antes del desafortunado matrimonio de Himiko, y aunque se le notaba un ardiente deseo y una búsqueda del placer, en esa época sólo era una colegiala inexperta.

Bird se apeó del taxi a la entrada del callejón de Himiko. Calculó rápidamente cuánto dinero le quedaba en la cartera. A la mañana siguiente debería solicitar un anticipo en la academia donde trabajaba.

Metió la botella de whisky en el bolsillo de la chaqueta y avanzó por el callejón precipitadamente. Como todo el vecindario conocería las excentricidades de Himiko, era probable que desde las ventanas se observara con discreción a los visitantes.

Pulsó el timbre de la puerta. No hubo respuesta. Golpeó con los dedos y llamó a la chica suavemente. Luego caminó por el flanco de la casa hasta la parte trasera y vio un polvoriento MG de segunda mano aparcado bajo la ventana de Himiko. El coche parecía abandonado hacía mucho tiempo. Pero era una prueba de que la chica estaba en casa. Apoyó uno de sus zapatos embarrados sobre el parachoques abollado y descansó un momento. El MG escarlata se meció con suavidad, como una barca. Volvió a llamar a Himiko y miró hacia la ventana con cortinas del dormitorio. Un ojo le observaba desde donde las cortinas se juntaban. Bird dejó de sacudir el MG y sonrió: siempre podía comportarse con naturalidad ante Himiko.

– ¡Vaya! Pero si es Bird…

La voz, apagada por la cortina y el cristal, sonó como un suspiro débil, tonto.

Bird supo al instante que había encontrado el sitio ideal para destapar una botella de Johnny Walker en pleno día. Sintiéndose más aliviado, regresó al frente de la casa.

CAPÍTULO IV

– Espero no haberte despertado -dijo Bird cuando Himiko abrió la puerta.

– ¿Despertarme? ¿A estas horas? -replicó burlonamente.

Himiko alzó una mano para protegerse del sol de mediodía. La luz a espaldas de Bird le caía impetuosamente sobre el cuello y los hombros que su bata de algodón violeta dejaban al descubierto. El abuelo de Himiko había sido un pescador de Kyushu que tomó por esposa, o, mejor dicho, raptó a una muchacha rusa de Vladivostok. Ello explicaba la blancura de la piel de Himiko. Además, en su forma de moverse algo sugería la confusión del inmigrante que nunca consigue sentirse cómodo del todo en su nuevo país.

Himiko frunció el entrecejo ante la luz y dio un paso atrás, en dirección a la sombra del interior, con la presteza de una gallina. Se encontraba en la breve etapa de las mujeres que dejan atrás la vulnerable belleza de las jóvenes y se acercan a la plenitud de la madurez. Himiko era una mujer que probablemente pasaría mucho tiempo en ese estado intermedio.

Bird entró rápidamente y cerró la puerta. Por un instante, cegado por la repentina oscuridad, el reducido espacio del vestíbulo le hizo sentirse como en el interior de una jaula para transporte de animales. Parpadeó con rapidez mientras se quitaba los zapatos. Himiko daba vueltas en la oscuridad a sus espaldas, observando.