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Decidido a resarcirse, se acercó al juego de la derecha. Probar este juego constituía ahora una cuestión de honor. Los muchachos con cazadoras de dragón se quedaron inmóviles, alertas como animales salvajes que asisten a la invasión de su territorio. Observaron a Bird con miradas desafiantes. Nervioso pero aparentando indiferencia, analizó la máquina situada en el centro del círculo formado por los jóvenes. Semejaba un patíbulo en una película del oeste, a excepción de una especie de yelmo eslavo de caballería suspendido donde debía colgar el eventual ajusticiado. El yelmo recubría en parte un saco de arena forrado con piel de gamo negro. Insertando una moneda, el jugador podía bajar el saco de arena y la aguja indicadora se situaba en cero. En el centro del medidor una caricatura del Ratón Robot gritaba, con la boca amarilla totalmente abierta: «¡Venga, hombre! ¡Veamos la fuerza de tu puñetazo!». Como Bird sólo observó el juego y no hizo nada por acercarse, uno de los jóvenes con cazadora de dragón se adelantó como para hacer una demostración. Dejó caer una moneda en la ranura del yelmo, que brillaba como el ojo de un cíclope, y bajó el saco de arena. Luego retrocedió un paso y a continuación echó el cuerpo hacia delante violentamente, golpeando de lleno el saco de arena. Un ruido sordo: la cadena se sacudió al chocar contra el yelmo y la aguja dio un brinco que superó los números del medidor. La pandilla prorrumpió en carcajadas. El puñetazo había rebasado el límite del medidor y el mecanismo no volvía a su lugar. El victorioso joven pateó suavemente el saco de arena, como en un golpe de karate, y la aguja descendió al 150 mientras el saco subía al interior del yelmo. La pandilla volvió a rugir.

Una indescriptible pasión se apoderó de Bird. Cuidando no arrugar los mapas, se quitó la chaqueta y la dejó sobre una mesa de bingo. A continuación echó una moneda al yelmo. La pandilla seguía con atención cada uno de sus movimientos. Bird bajó el yelmo, retrocedió un paso y preparó los puños. Después de que lo expulsaran del instituto, en la época que preparaba el examen de ingreso en la universidad, Bird se peleaba casi todas las semanas con otros muchachos díscolos de su ciudad de provincias. Le temían, y siempre estaba rodeado de jóvenes admiradores. Confiaba en la fuerza de su puñetazo y ahora lo emplearía de forma ortodoxa: volcó su peso sobre la parte anterior del pie, dio un breve paso adelante y golpeó el saco con la derecha. ¿Acaso había superado el límite de 2.500 y estropeado el medidor? ¡Mierda! ¡La aguja se había quedado en 300! Doblado sobre sí, con el puño contra el pecho, Bird la contempló estupefacto. La sangre le subió a la cara. A sus espaldas, la pandilla permanecía silenciosa e inmóvil. Sin duda concentraban la atención en Bird y el medidor: la presencia de un hombre con un puñetazo tan endeble debía de mantenerles atónitos.

Sin preocuparse por los jóvenes de cazadora de dragón, Bird insertó otra moneda y bajó nuevamente el saco. Ahora no se fijó en nada que no fuese golpear con toda la fuerza de su cuerpo. Su brazo derecho quedó insensible del codo a la muñeca y la aguja se detuvo apenas en 500.

Confundido, Bird recogió su chaqueta y se la puso, de cara a la mesa de bingo. Luego se giró y miró a los adolescentes. Le observaban en silencio. Ensayó una sonrisa de hombre experimentado, que expresaba comprensión y sorpresa: un ex campeón retirado hace mucho sonreía a un joven campeón. Pero los muchachos simplemente le miraban con caras inexpresivas, duras, como si Bird fuera un perro. Se ruborizó hasta las orejas, bajó la cabeza y se alejó a toda prisa. Fuertes risotadas burlonas brotaron a sus espaldas.

Avergonzado y humillado, Bird cruzó la plaza a grandes zancadas y se metió en una oscura calle lateral; ya no tenía valor para dejarse arrastrar por el gentío desconocido del barrio del placer. Las prostitutas alineadas en la calle advirtieron la expresión iracunda de Bird y no se atrevieron a insinuársele. Tomó por un callejón desierto y avanzó hasta que un montículo le cerró el paso. Por el aroma de hojas verdes que le llegaba de la oscuridad, supo que en la ladera crecía abundante hierba de verano. En lo alto del montículo corrían las vías férreas. Bird echó un vistazo a ambos lados para comprobar si se aproximaba un tren y no vio nada. Miró hacia arriba, al cielo de laca negra. La niebla rojiza que flotaba sobre el suelo era un reflejo del neón del barrio del placer. Una gota de lluvia humedeció la mejilla de Bird: el césped olía tan bien porque estaba a punto de llover. Bajó la cabeza y se puso a orinar furtivamente. Mientras lo hacía, oyó unos pasos precipitados que se le acercaban por la espalda. Se giró pero ya estaba rodeado por los muchachos con cazadoras de dragón.

Bird no podía distinguir sus expresiones pero recordó el profundo desprecio que se ocultaba tras su inexpresividad en el Gun Córner. La debilidad de Bird había despertado los instintos salvajes de la pandilla: urgidos por la necesidad que siente un niño violento de atormentar al compañero de juegos más débil, se habían lanzado tras el pobre corderito que tenía un puñetazo de sólo 500 puntos. Bird sintió miedo y ganas de escapar de aquella encerrona. Pero para alcanzar la plaza iluminada tendría que abrirse paso por el punto más fuerte del semicírculo que formaba la pandilla. La fuerza de Bird (¡equivalente a la de un hombre de cuarenta años!) descartaba tal posibilidad. A su derecha había un callejón que terminaba en una valla de tablas. El estrecho callejón de la izquierda, entre el montículo y una alta alambrada que circundaba el patio de una fábrica, desembocaba a lo lejos en una concurrida calle. Bird tenía esa oportunidad si conseguía cubrir los casi cien metros sin que le cogieran. Resuelto a ello, fingió dirigirse al callejón ciego de la derecha y, de pronto, giró y se lanzó hacia la izquierda. Pero el enemigo conocía este tipo de artimañas, del mismo modo que Bird lo había conocido cuando tenía veinte años. La pandilla se había movido en bloque hacia la izquierda y reagrupado en tanto Bird simulaba huir por la derecha. Chocó contra la oscura silueta de un cuerpo tensado como un arco. No tuvo tiempo ni espacio para eludirlo. Inmediatamente Bird recibió el impacto del peor puñetazo de su vida y cayó sobre el montículo. Gimiendo, escupió sangre y saliva. Los adolescentes rieron con estridencia. Luego observaron a Bird, a la vez que lo encerraban en un semicírculo aún más estrecho. Estaban aguardando.

Bird pensó que los mapas estarían estropeándose bajo el peso de su cuerpo. Y que su primer hijo estaría naciendo. Ese pensamiento cobró una repentina intensidad.

La ira y la desesperación le dominaron. Hasta ese momento, víctima del miedo y la confusión, sólo había atinado a escapar. Pero ahora no tenía intenciones de hacerlo. Si huyo no sólo perderé para siempre la oportunidad de ir a África, sino que además mi bebé llegará al mundo sin otra posibilidad que llevar la peor de las vidas. Era como una voz interior, y Bird la obedeció.

Las gotas de lluvia mojaron sus labios partidos. Sacudió la cabeza, gimió y se levantó lentamente. Los adolescentes retrocedieron un paso, expectantes. El más fornido de ellos se adelantó. Bird dejó sus brazos colgando y adelantó la barbilla, con la mirada perdida de un muñeco de feria. El muchacho se preparó para atacar, pero cuando lo hizo, Bird agachó la cabeza y le golpeó como un toro salvaje en el estómago. El muchacho gritó y cayó vomitando bilis. Bird se enfrentó al resto. Volvía a sentir el júbilo de la batalla; hacía años que no lo experimentaba. Los muchachos con chaquetas de dragón se miraron entre sí.

De pronto, uno gritó a los demás:

– ¡Vamonos de aquí! Este tío no es adversario para nosotros. No es más que un viejo gilipollas.

De inmediato todos se relajaron. Se despreocuparon de Bird, que permanecía en guardia, y tras levantar a su colega inconsciente se alejaron hacia la plaza. Bird quedó solo bajo la lluvia. Un cosquilleo le subió por la garganta y rió silenciosamente. Su chaqueta estaba manchada de sangre, pero el agua de la lluvia la lavaría. Sintió una especie de paz interior. Naturalmente, le dolía el mentón en donde había recibido el puñetazo. Y los brazos, la espalda, los ojos. Pero estaba de buen humor por primera vez desde que su mujer comenzara las labores del parto. Avanzó cojeante por el callejón, entre el montículo y el predio de la fábrica. Una antigua máquina de vapor que escupía brasas se acercaba resoplando por las vías. Pasó a una altura superior a la cabeza de Bird, que imaginó al tren como un gigantesco rinoceronte negro galopando a través de un cielo de laca negra.