– Hola -dijo Leisha.

El hombre bajó la ventanilla pero no contestó. Tenía un cabello castaño grasiento.

– ¿Ve ese hovercar allí? -dijo Leisha, tratando de que su voz sonara aguda y juvenil.

El hombre lo miró de reojo, con indiferencia; no alcanzaba a ver que el conductor dormía.

– Es mi guardaespaldas. Cree que estoy en el hospital, como me ordenó mi padre, haciéndome ver este labio -sentía la hinchazón donde la había golpeado Alice.

– ¿Y con eso?

Leisha dio una patadita en el piso.

– Que no quiero ir. Es una mierda y Papá también. Quiero largarme. Le daré 4.000 créditos bancarios por su camioneta. En efectivo.

El hombre abrió grandes los ojos, arrojó el cigarrillo y volvió a mirar el hovercar. El chófer era corpulento y estaba lo bastante cerca como para oír un grito.

– Todo lindo y legal -dijo Leisha, afectando una sonrisa.

Sentía que se le doblaban las rodillas.

– Déjeme ver el dinero.

Leisha se alejó de la camioneta, hasta donde no pudiera alcanzarla, y sacó el dinero de su portamonedas. Acostumbraba llevar mucho efectivo, porque siempre había tenido a Bruce, o a alguien. Siempre había estado segura.

– Salga de la camioneta por el otro lado -dijo Leisha- y trabe la puerta al salir. Deje las llaves en el asiento, donde pueda verlas desde aquí. Entonces pondré el dinero sobre el techo, en un lugar donde lo pueda ver.

El hombre rió, con una risa como pedregullo cayendo.

– Eres una pequeña Dabney Engh, ¿no? ¿Es esto lo que les enseñan a las jovencitas de alta sociedad en las escuelas caras?

Leisha no tenía idea de quién era Dabney Engh. Esperó, observando como el hombre trataba de encontrar la forma de engañarla, y tratando de ocultar su alegría. Pensó en Tony.

– Está bien -dijo él, saliendo de la camioneta.

– ¡Trabe la puerta!

Con una mueca, volvió a abrir la puerta y puso la traba. Leisha puso el dinero sobre el techo, abrió la puerta del lado del volante, se trepó, trabó la puerta y cerró las ventanillas.

El hombre rió. Ella puso la llave en encendido, arrancó y condujo hacia la calle. Le temblaban las manos.

Dio dos vueltas a la manzana.

Cuando volvió, el hombre se había ido y el conductor del hovercar seguía durmiendo. Había considerado la posibilidad de que el hombre lo despertara, por pura maldad, pero no. Estacionó la camioneta y esperó.

Una hora y media más tarde Alice y una enfermera sacaban a Stella en una silla de ruedas por la entrada de Emergencias.

Leisha saltó de la camioneta y gritó "¡Aquí, Alice!", agitando los brazos. Estaba demasiado oscuro como para ver la expresión de Alice, de modo que sólo le restaba esperar que no mostrara asombro ante la baqueteada camioneta y que no le hubiera dicho a la enfermera que las esperaba un auto rojo.

Alice dijo:

– Esta es Julie Bergadon, una amiga a quien llamé mientras le curaba el brazo a Jordan -la enfermera asintió sin interés.

Las mujeres ayudaron a Stella a subir a la alta cabina de la camioneta; no había asiento trasero. Stella tenía el brazo enyesado y se veía drogada.

– ¿Cómo? -preguntó Alice mientras partían.

Leisha no contestó. Estaba mirando un hovercar de la policía que aterrizaba en el otro extremo del estacionamiento. Bajaron dos oficiales y se encaminaron directamente hacia el auto de Alice bajo el raquítico arce.

– ¡Mi Dios! -exclamó Alice.

Por primera vez parecía asustada.

– No nos seguirán el rastro -dijo Leisha-. No a esta camioneta. Puedes estar tranquila.

– Leisha -la voz de Alice se alzaba, atemorizada-. Stella está dormida.

Leisha echó un vistazo a la criatura, recostada contra el hombro de Alice.

– No, no está dormida, está inconsciente por los calmantes.

– ¿Está bien?, ¿es normal para… ella?

– Podemos perder el sentido.

Incluso podemos experimentar el sueño inducido químicamente.

– Tony, ella, Richard y Jeanine en el bosque a medianoche…-.

¿No lo sabías, Alice?

– No.

– No sabemos mucho una de la otra, ¿verdad?

Avanzaron en silencio hacia el sur. Finalmente Alice preguntó:

– ¿A dónde la llevaremos?

– No sé. El primer lugar en el que buscaría la policía es con cualquiera de los insomnes…

– No puedes arriesgarte, tal como están las cosas -dijo Alice, preocupada-. Pero todos mis amigos están en California, y no creo que podamos llevar esta lata oxidada tan lejos sin que nos detengan.

– Igual no resultaría.

– ¿Qué haremos?

– Déjame pensar.

En una bajada de autopista encontró un teléfono público. No tendría protección de datos, como la Red del Grupo. ¿Estaría intervenida la línea abierta de Kevin? Probablemente.

Sin duda la de Santuario sí lo estaba.

Santuario. Todos estaban yendo o ya estaban allí, había dicho Kevin. Refugiados, tratando de que las Montañas Allengheny los rodearan como una pequeña cerca protectora. Excepto los niños como Stella, que no podían.

¿A dónde? ¿Con quién?

Leisha cerró los ojos. Los insomnes estaban descartados, pues la policía encontraría a Stella en horas. ¿Susan Melling?

Demasiado notoria como madrastra de Alice y co-beneficiaria del testamento de Camden; la interrogarían inmediatamente. No podía ser nadie a quien se pudiera relacionar con Alice. Tenía que ser un durmiente que Leisha conociera y en quien confiara, ¿y dónde encontrar a alguien que cumpliera esos requisitos?, ¿y cómo decidir arriesgarse con alguien? Se quedó un largo rato en la oscura cabina telefónica.

Luego caminó hacia la camioneta.

Alice dormía, con la cabeza reclinada sobre el asiento. Un hilillo de baba corría por su barbilla. Tenía el rostro pálido y cansado, a la escasa luz de la cabina. Leisha volvió al teléfono.

– ¿Stewart? ¿Stewart Sutter?

– ¿Sí?

– Habla Leisha Camden. Pasó algo -le contó la historia brevemente, en frases concisas.