– Salga del auto y quédese junto a la portezuela… no, más a la luz… y no haga nada a menos que me ataquen de algún modo.

El hombre asintió. Alice se adentró en el sendero. Leisha se deslizó del asiento trasero y la alcanzó a los dos tercios del camino hacia la puerta de plástico del frente.

– Alice, ¿qué demonios estás haciendo? Yo tengo que…

– Baja la voz -dijo Alice, mirando al guardia-. Leisha, piensa. Te reconocerían. Aquí, cerca de Chicago, con una hija insomne… esta gente ha estado viendo tu retrato en las revistas por años. Te conocen. Saben que serás abogada. A mí no me vieron nunca. Yo no soy nadie.

– Alice…

– ¡Por el amor de Dios, vuelve al auto! -susurró Alice, y llamó a la puerta.

Leisha se apartó del sendero, escondiéndose en la sombra de un sauce. Un hombre abrió la puerta, con el rostro totalmente inexpresivo. Alice dijo:

– Agencia de Protección Infantil. Recibimos un llamado de una niña, de este número. Déjeme entrar.

– Aquí no hay ninguna niña.

– Esto es una emergencia, prioridad uno -dijo Alice-.

Acta de Protección Infantil 186.

¡Déjeme entrar!

El hombre, con rostro aún sin expresión, echó un vistazo a la enorme figura junto al auto.

– ¿Tiene orden de registro?

– No la necesito en una emergencia infantil prioridad uno.

Si no me deja entrar, tendrá un problema legal como nunca siquiera imaginó.

Leisha apretó los labios. Nadie creería eso; era charlatanería legal… Le dolió la boca donde la había golpeado Alice.

El hombre se apartó para dejar pasar a Alice.

El guardia se adelantó. Leisha dudó, y lo dejó pasar. Él entró con Alice.

Leisha esperó, sola, en la oscuridad.

En tres minutos habían salido, llevando el guardia una niña. A la luz del porche se destacó la palidez del rostro de Alice. Leisha saltó a abrir la puerta del auto, ayudando al guardia a acomodar a la niña adentro. Éste fruncía el entrecejo, con un gesto entre intrigado y cauteloso. Alice dijo:

– Aquí tiene. Son cien dólares extra. Para que se vuelva a la ciudad por su cuenta.

– ¡Hey…! -exclamó el guardia, pero tomó el dinero. Se quedó mirándolas mientras Alice arrancaba.

– Irá directo a la policía -dijo Leisha desanimada-. Tiene que ir, o pierde su puesto en el sindicato.

– Lo sé -dijo Alice-. Pero para entonces no estaremos en el auto.

– ¿Dónde?

– En el hospital -dijo Alice.

– Alice, no podemos… -Leisha no terminó la frase, y se volvió hacia el asiento trasero-. ¿Stella, estás consciente?

– Sí -dijo una vocecita.

Leisha tanteó hasta encontrar la luz del asiento trasero. Stella yacía encogida, con el rostro contorsionado de dolor. Se sostenía el brazo izquierdo con el derecho. Tenía un sólo moretón en la cara, sobre el ojo izquierdo.

– Tú eres Leisha Camden -dijo la niña, y comenzó a llorar.

– Tiene el brazo roto -dijo Alice.

– Querida, ¿puedes… -Leisha sentía la garganta cerrada, le costaba articular las palabras-…puedes aguantar hasta que te llevemos a un doctor?

– Sí -dijo Stella-. ¡Pero que no me lleven allá de vuelta!

– No lo haremos -dijo Leisha-. Nunca.

Miraba a Alice y veía la cara de Tony. Alice dijo:

– Hay un hospital comunal a unos quince kilómetros hacia el sur.

– ¿Cómo lo sabes?

– Estuve allí una vez. Sobredosis de drogas -dijo brevemente Alice. Conducía inclinada sobre el volante, con cara de estar pensando furiosamente. Leisha también pensaba, tratando de ver la forma de evitar el cargo legal de secuestro. Probablemente no podrían decir que la niña fue voluntariamente con ellas: sin duda Stella cooperaría, pero a su edad y en su condición probablemente sería considerada non sui juris, y su palabra no tendría peso legal…

– Alice, no podremos ni siquiera entrar al hospital sin datos de seguro social. Verificables por red.

– Escucha -dijo Alice, no a Leisha sino por sobre su hombro, hacia el asiento trasero-, te diré lo que haremos, Stella. Yo les diré que eres mi hija y que te caíste desde una roca grande que trepabas cuando paramos a merendar en una zona para acampar de la carretera. Estamos viajando de California a Philadelphia para visitar a tu abuela. Tu nombre es Jordan Watrous y tienes cinco años.

– Tengo siete, para ocho -dijo Stella.

– Eres una niñita de cinco muy alta. Tu cumpleaños es el 23 de marzo. ¿Podrás hacerlo, Stella?

– Sí -dijo la niña, con voz algo más segura.

Leisha miró fijo a Alice:

– ¿ puedes hacer esto?

– Por supuesto -dijo Alice-. Soy hija de Roger Camden.

Alice llevó, medio alzada, a Stella a la Sala de Guardia del pequeño hospital comunal. Leisha las contempló desde el automóvil: una mujer regordeta y baja, una niña delgada con el brazo torcido. Luego condujo el auto hasta el lugar más apartado del estacionamiento, bajo la dudosa sombra de un arce raquítico, y lo cerró con llave. Se ajustó el pañuelo tapándose más la cara.

El número de matrícula y el nombre de Alicia estarían ya en todas las comisarías y en todas las agencias de alquiler de automóviles. Los bancos de datos médicos eran más lentos; a menudo solamente volcaban datos de servicios locales una vez al día, celosos de la interferencia gubernamental en lo que, a pesar de medio siglo de batallas legales, aún era un sector privado.

Alice y Stella probablemente no tuvieran problemas en el hospital. Probablemente. Pero Alice no podría rentar otro automóvil.

Leisha sí.

Pero los archivos que alertarían a las agencias de alquiler sobre Alice Camden Watrous podrían o no incluir como dato que era la melliza de Leisha Camden.

Leisha contempló las hileras de vehículos del estacionamiento. Un lujoso y despampanante Chrysler, una furgoneta Ikeda, una línea de Toyotas y Mercedes clase media, un antiguo Cadillac '99 -podía imaginar la cara de su dueño si desaparecía- diez o doce autos pequeños baratos, un hovercar con el chófer de uniforme dormido ante el volante. Y una camioneta granjera destartalada.

Leisha se dirigió a la camioneta. Había un hombre al volante, fumando. Se acordó de su padre.