VII

Leisha pasó los exámenes finales en julio. No le parecieron difíciles. A la salida tres compañeros, dos hombres y una mujer, siguieron charlando con Leisha, como por casualidad, hasta que subió a salvo a un taxi cuyo conductor no la reconoció, o no dio muestras de ello. Los tres eran durmientes. Un par de estudiantes, unos rubios prolijamente rasurados con las caras largas y la arrogancia sin motivo de los tontos con dinero, vieron a Leisha y le hicieron muecas.

La compañera de Leisha les respondió.

Leisha debía volar a Chicago la mañana siguiente. Se encontraría allí con Alicia, para ordenar la gran casa sobre el lago, disponer de los efectos personales de Roger Camden y poner la propiedad en venta. No había tenido tiempo hasta entonces.

Recordaba a su padre en el invernadero, con un sombrero de copa chata que había encontrado al algún sitio, plantando orquídeas, jazmines y pasionarias.

Cuando sonó el timbre de la puerta se sobresaltó; casi nunca tenía visitantes.

Se apresuró a encender la cámara exterior -puede que fueran Jonathan o Martha, de vuelta en Boston para sorprenderla, para celebrar-, ¿por qué no había pensado antes en algún tipo de celebración?

Richard contemplaba la cámara. Había estado llorando.

Abrió de un tirón la puerta.

Richard no hizo el menor intento de entrar. Leisha vio que lo que por la cámara había registrado como pena era en realidad algo más: lágrimas de bronca.

– Tony murió.

Leisha extendió ciegamente la mano. Él no la tomó.

– Lo mataron en prisión. No las autoridades… los otros prisioneros. En el patio. Asesinos, violadores, saqueadores, la escoria de la tierra… y pensaron que tenían derecho a matarlo a él por ser diferente.

Ahora Richard le agarró el brazo, con tanta fuerza que algo, algún hueso, se desplazó bajo la carne y le oprimió un nervio.

– No sólo diferente… mejor.

Porque era mejor, porque todos lo somos, no nos ponemos de pie y lo gritamos, por un condenado sentimiento de no querer herir sus sentimientos… ¡Dios!

Leisha liberó su brazo y se lo frotó, muda, contemplando la cara de Richard.

– Lo golpearon hasta matarlo con un caño de plomo. Nadie sabe cómo lo consiguieron. Lo golpearon detrás de la cabeza y luego lo voltearon y…

– ¡No! -dijo Leisha, con un gemido.

Richard la miró. A pesar de sus gritos, de la violenta presión en su brazo, Leisha tuvo la confusa impresión de que recién la veía realmente. Siguió frotándose el brazo, mirándolo aterrorizada. Él dijo, suavemente:

– He venido a llevarte a Santuario, Leisha. Dan Walcott y Vernon Bulriss están afuera en el auto. Si es necesario, entre los tres te llevaremos. Pero vendrás. ¿Lo ves, no? No estás segura aquí, siendo tan conocida y con tu aspecto espectacular… eres un blanco natural, el más natural. ¿Tendremos que obligarte o ves, finalmente, que no tenemos otra opción, que los bastardos no nos dejan otra opción, más que Santuario?

Leisha cerró los ojos. Tony a los catorce años, en la playa.

Tony, con los ojos fieros e iluminados, el primero en extender la mano para tomar el interleukin-1. Mendigos en España.

– Iré.

Nunca había conocido una furia igual. La asustaba, apareciendo en oleadas a lo largo de la noche, retrocediendo pero volviendo a brotar. Richard la sostenía entre sus brazos, recostados contra la pared de la biblioteca, y el abrazo no hacía mayor diferencia. En la sala Dan y Vernon hablaban en voz baja.

La furia surgía a veces en gritos, y Leisha se oía y pensaba no me reconozco. A veces se tornaba en llanto, o en hablar de Tony, de todos ellos. Ni los gritos ni el llanto ni el hablar la aplacaban.

El planificar sí, un poco.

Con una voz fría que le sonaba ajena, Leisha le contó a Richard del viaje para cerrar la casa de Chicago. Tenía que ir; Alice ya estaba allí. Si Richard, Dan y Vernon la ponían en el avión, y Alice la esperaba al otro lado con guardias del sindicato, estaría bastante segura. Cambiaría el pasaje de vuelta de Boston a Belmont e iría de allí a Santuario con Richard.

– La gente ya está llegando -explicó Richard-. Jennifer Sharifi lo está organizando todo, aceitando a los proveedores durmientes con tanto dinero que no pueden resistirse. ¿Qué harás con esta casa, Leisha?, ¿con tus muebles, la terminal, la ropa?

Leisha contempló su familiar entorno. En las paredes se alineaban los libros de leyes, rojos, verdes, castaños, pero la misma información estaba disponible por red. Sobre el escritorio, había una taza de café descansando sobre un impreso. A su lado estaba el recibo que le había pedido al taxista esa tarde, un frívolo souvenir del día en que se había recibido; había pensado enmarcarlo. Por encima del escritorio había un retrato holográfico de Kenzo Yagai.

– Que se pudra -contestó.

Richard la estrechó más entre sus brazos.

– Nunca te había visto así -dijo Alice, con prudencia-. Es algo más que el levantar la casa, ¿verdad?

– Pongamos manos a la obra -dijo Leisha. Sacó bruscamente un traje del armario de su padre. -¿Quieres algo de esto para tu esposo?

– No le irían bien.

– ¿Los sombreros?

– No -dijo Alice-. Leisha, ¿qué te pasa?

– ¡Hagamos esto! -Arrojó todas las ropas del armario de Roger Camden en una pila en el suelo, garabateó en un papel PARA LA AGENCIA DE VOLUNTARIOS y lo puso sobre la pila. Silenciosamente, Alice comenzó a agregar ropas de los cajones de la cómoda, que ya tenía pegado un papel que decía SUBASTA PUBLICA.

Ya estaban descolgadas todas las cortinas de la casa; Alice lo había hecho el día anterior.

También había arrollado las alfombras. El sol se reflejaba rojizo sobre la madera desnuda de los pisos.

– ¿Y qué hay de tu vieja habitación? -preguntó Leisha-. ¿Qué quieres de allí?

– Ya lo etiqueté -dijo Alice-. El jueves vendrá la mudadora.

– Bien. ¿Qué más?

– El invernadero. Sanderson ha estado regando todo, pero realmente no sabía cuánta agua necesitaba cada planta, de modo que algunas están…

– Despide a Sanderson -espetó Leisha-. Las exóticas pueden morirse. O que las envíen a un hospital, si prefieres. Ten cuidado solamente con las venenosas. Vamos, ocupémonos de la biblioteca.

Se había cortado el cabello, a Leisha le pareció que le quedaba horrible, formando mechones castaños en punta en torno a su ancho rostro. Además había engordado. Comenzaba a parecerse a su madre.