– ¿Recuerdas -dijo- la noche en que te dije que estaba embarazada, justo antes de irte a Harvard?

– ¡Acomodemos la biblioteca!

– ¿Recuerdas? -dijo Alice-.

¡Por Dios, Leisha! ¿No puedes escuchar a nadie más que a ti misma? ¿Tienes que ser tan como Papá cada minuto?

– ¡No soy como Papá!

– ¡Un cuerno no lo eres! Eres exactamente como él te hizo. Pero no se trata de eso. ¿Recuerdas esa noche?

Leisha pasó sobre la alfombra y salió. Alice se quedó sentada.

Leisha volvió a entrar.

– Lo recuerdo.

– Estabas al borde de las lágrimas -dijo, implacable, Alice, con voz tranquila-. Ni siquiera recuerdo exactamente por qué. Puede que porque después de todo no iría a la universidad.

Pero te rodeé con mis brazos y por primera vez en años (en años, Leisha) sentí realmente que eras mi hermana. A pesar de todo, de tus vagabundeos de noche por los pasillos y la exhibición de discusiones con Papá y la escuela especial y las largas piernas y el cabello dorado artificiales; de toda esa mierda.

Parecías necesitar que te abrazara. Parecías necesitarme. Parecías necesitar algo.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó Leisha-. ¿Es que sólo puedes estar cerca de alguien cuando está en problemas y te necesita? ¿Es que sólo puedes ser mi hermana si sufro por alguna pena, alguna herida abierta? ¿Es ese el lazo entre vosotros, los durmientes: "Protégeme mientras estoy inconsciente, estoy tan desvalido como tú."?

– No -contestó Alice-. Estoy diciendo que eres mi hermana sólo cuando estás sufriendo alguna pena.

Leisha la miró fijamente.

– Eres estúpida, Alice.

– Lo sé -contestó con calma Alice-. Comparada contigo lo soy, y lo sé.

Alice se irguió enojada. Se sentía avergonzada por lo que había dicho Alice, aunque fuera verdad y ambas lo supieran, y la furia seguía en ella, como un vacío oscuro, informe y ardiente. Lo que más le molestaba era la carencia de forma. Sin forma no podía haber acción; sin acción, la furia seguía bullendo en su interior, ahogándola.

– Cuando tenía doce -dijo Alice-, Susan me regaló un vestido para nuestro cumpleaños. Tú estabas fuera, en alguno de esos viajes de estudios que tu fantasiosa escuela progresiva organizaba siempre. El vestido era de seda celeste, con encaje antiguo… muy hermoso. Estaba emocionada, no sólo porque era hermoso sino porque Susan me lo había traído a mí y para ti había traído software. El vestido era mío. Sentía que el vestido era yo -en la oscuridad creciente, Leisha apenas distinguía sus toscas facciones-. La primera vez que me lo puse un muchacho dijo: "¿Le robaste el vestido a tu hermana, Alice?, ¿se lo sacaste mientras dormía?". Después se rió como loco, como hacían siempre.

Tiré ese vestido. Ni siquiera se lo expliqué a Susan, aunque pienso que debe de haber entendido. Lo que era tuyo era tuyo, y lo que no era tuyo era tuyo también. Así lo decidió Papá.

Así lo inscribió en nuestros genes.

– ¿Tú también? -dijo Leisha-. ¿No difieres en nada de los demás mendigos envidiosos?

Alice se levantó de la alfombra. Lo hizo lentamente, tomándose tiempo para sacudirse el polvo de la parte trasera de su arrugada falda, para alisar la tela estampada. Luego caminó hacia Leisha y la golpeó en la boca.

– ¿Ahora te parezco más real?

– preguntó tranquilamente.

Leisha se llevó la mano a la boca y sintió sangre. En ese momento sonó el teléfono, la línea personal no registrada de Camden. Alice se acercó al aparato, levantó el auricular, escuchó y se lo entregó con calma a Leisha.

– Es para ti.

Muda, Leisha lo tomó.

– ¿Leisha? Habla Kevin. Escucha, sucedió algo. Me llamó Stella Bevington, por teléfono, no por la Red, creo que sus padres le desconectaron el módem. Cuando levanté el tubo ella gritó "¡Habla Stella! ¡Me están pegando, está borracho…!" y se cortó la comunicación. Randy se fue a Santuario… diablos, se fueron todos. Tú eres la que está más cerca, sigue en Skokie. Mas vale que llegues rápido. ¿Tienes guardaespaldas de confianza?

– Sí -dijo Leisha, aunque no los tenía; finalmente, la furia tomaba forma-. Puedo hacerme cargo.

– No sé cómo harás para sacarla de allí -dijo Kevin-. Te reconocerán, saben que llamó a alguien, hasta puede que la hayan desmayado…

– Yo me haré cargo -dijo Leisha.

– ¿Hacerte cargo de qué?

– preguntó Alice.

Leisha la encaró, y aun sintiendo al mismo tiempo que no debía hacerlo, le dijo:

– De lo que tu gente hace. A uno de nosotros. Una niña de siete años que está siendo golpeada por sus padres porque es insomne… por ser mejor que vosotros… -corrió escaleras abajo y hacia el automóvil rentado en el que había llegado del aeropuerto.

Alice corrió tras ella.

– Tu auto no, Leisha. Pueden rastrear un auto rentado como si nada. El mío.

Leisha gritó: -Si crees que eres…

Alice abrió de un tirón la puerta de su baqueteado Toyota, un modelo tan viejo que las cámaras de energía-Y no estaban en el interior sino que colgaban burdamente a los costados. Le indicó a Leisha el asiento del acompañante, cerró de un portazo y se coló tras el asiento del conductor. Tenía las manos firmes.

– ¿A dónde?

Leisha sintió que todo se volvía negro. Metió la cabeza entre las piernas, tanto como el estrecho Toyota le permitía. Hacía dos… no, tres días que no comía. Desde la noche anterior a los exámenes. El desvanecimiento se alivió, reapareciendo en cuanto levantó la cabeza.

Le dio a Alice la dirección en Skokie.

– Quédate en la parte trasera -dijo Alice-. Y en la guantera hay un pañuelo… póntelo. Bajo, como para taparte la cara lo más posible.

Alice había parado el auto en la carretera 42. Leisha dijo:

– Pero aquí no…

– Es una oficina para emergencias del sindicato de guardias. Debe parecer que tenemos alguna protección, Leisha. No le diremos nada. Enseguida vuelvo.

En tres minutos salió con un hombre enorme con un barato traje oscuro. Éste se deslizó en el asiento delantero, junto a Alice, sin decir nada. Alice no los presentó.

La casa era pequeña, un poco deslucida, y se veía luz en la planta baja, pero no en el piso alto. Al norte, lejos de Chicago, brillaban las primeras estrellas. Alice dijo al guarda: