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– ¿Por eso le pidió que hablara conmigo?

– Solo quiere que entienda que el tiempo es de vital importancia.

– Puede decirle que lo comprendo perfectamente.

Finalizada la entrevista, me sostuvo la puerta y cuando pasé por su lado, se dirigió a mí una vez más, en un susurro inesperado:

– ¿El cuento número trece? Me pregunto si…

En su rostro por lo demás impasible capté un destello de la impaciencia febril del lector.

– No ha dicho nada al respecto -dije-, pero aunque lo hubiera hecho, no estaría autorizada a contárselo.

Los ojos del médico se enfriaron y un temblor viajó desde su boca hasta el recodo de la nariz.

– Buenas tardes, señorita Lea.

– Buenas tardes, doctor.

El doctor y la señora Maudsley

En mi último día, la señorita Winter me habló del doctor y la señora Maudsley.

El cuento número trece pic_8.jpg

Dejar verjas abiertas y entrar en casas ajenas era una cosa, pero llevarse un cochecito con un bebé dentro era algo muy diferente. El hecho de que el bebé, cuando lo encontraron, no se hallara en peor estado como consecuencia de su desaparición temporal no cambiaba las cosas. La situación se les había ido de las manos, y era preciso actuar.

Los aldeanos no se veían con ánimos de plantear el asunto directamente a Charlie. Tenían entendido que las cosas en la casa eran extrañas y les producía cierto temor acercarse a ella. Es difícil determinar si era Charlie o Isabelle o el fantasma lo que les instaba a mantenerse alejados, así que decidieron ir a hablar con el doctor Maudsley. Este no era el médico cuya tardanza pudo ser la causa o no de la muerte en el parto de la madre de Isabelle, sino otro doctor que llevaba ocho o nueve años ejerciendo en el pueblo.

Aunque ya no era joven, pues mediaba los cuarenta años, el doctor Maudsley irradiaba juventud. No era alto ni demasiado musculoso, pero parecía vital y fuerte. En comparación con el cuerpo, sus piernas eran largas y solía caminar con paso rápido sin esfuerzo aparente. Como andaba más deprisa que nadie, ya se había acostumbrado a descubrirse a sí mismo hablando al aire y a volverse para encontrar a su compañero de paseo unos metros más atrás, resoplando en su esfuerzo por no quedar rezagado. Su energía física rivalizaba con su gran actividad mental. Se podía escuchar el poder de su cerebro en su voz, que era queda pero rauda, con facilidad para encontrar las palabras justas para la persona justa en el momento adecuado. Su inteligencia se advertía en los ojos: castaños y muy brillantes, como los de un pájaro, observadores, penetrantes, coronados por una cejas fuertes y cuidadas.

Maudsley tenía el don de contagiar su energía, una virtud muy buena para un médico. Al oír sus pisadas en el camino y su llamada a la puerta, los pacientes ya empezaban a encontrarse mejor. Y además caía bien. La gente decía que él ya era de por sí un tónico. Se preocupaba por que sus pacientes vivieran o murieran, y si vivían -y así era casi siempre- deseaba que vivieran bien.

Al doctor Maudsley le apasionaban los desafíos a su inteligencia. Cada enfermedad era un enigma para él y no podía descansar hasta resolverlo. Los pacientes terminaban acostumbrándose a que apareciera en sus casas a primera hora de la mañana, después de haberse pasado la noche dando vueltas a sus síntomas, para hacerles una pregunta más; y una vez que acertaba con el diagnóstico, tenía que determinar el tratamiento. Por supuesto, consultaba todos los libros, y conocía a fondo todos los tratamientos comunes, pero su peculiar inteligencia le hacía volver una y otra vez sobre algo tan sencillo como un dolor de garganta desde un ángulo diferente, tratando de encontrar el pedacito de información que le permitiría no solo curar el dolor de garganta, sino comprender el fenómeno de ese dolor desde una perspectiva completamente nueva. Enérgico, inteligente y afable, era un medico excelente y mejor hombre que la media, pero, como todos los hombres, tenía su punto flaco.

La delegación de los hombres del pueblo estaba constituida por el padre del bebé, el abuelo del bebé y el tabernero, un hombre de aspecto cansado al que no le gustaba quedar excluido de ningún asunto. El doctor Maudsley saludó al trío y escuchó atentamente mientras dos de sus integrantes contaban una vez más su relato. Empezaron por el problema de las verjas que quedaban abiertas, siguieron con el controvertido tema de las ollas desaparecidas y después de unos minutos llegaron al climax de la narración: el rapto del niño en el cochecito.

– Se comportan como salvajes -dijo finalmente el Fred Jameson más joven.

– Nadie las controla -añadió el Fred Jameson mayor.

– ¿Y qué opina usted? -preguntó el doctor Maudsley al tercer hombre. Wilfred Bonner, algo apartado, aún no había abierto la boca.

El señor Bonner se quitó la gorra e hizo una inspiración lenta y sibilante.

– Bueno, yo no soy médico, pero a mí me parece que esas niñas no están bien. -Acompañó sus palabras con una mirada de lo más elocuente. Luego, por si alguien no había captado su mensaje, propinó a su calva cabeza uno, dos y hasta tres golpecitos.

Los tres hombres se miraron los zapatos con gravedad.

– Déjenlo en mis manos -dijo el médico-. Hablaré con la familia.

Y los hombres se marcharon. Ellos habían puesto su granito de arena. Ahora le tocaba al médico, el sabio del pueblo.

Aunque había dicho que hablaría con la familia, el médico en realidad habló con su esposa.

– Dudo de que lo hicieran con mala intención -dijo ella cuando él terminó de relatarle el suceso-. Ya sabes cómo son las niñas. Es mucho más divertido jugar con un bebé que con una muñeca. No le habrían hecho daño. Así y todo, hay que decirles que no vuelvan a hacerlo. Pobre Mary. -Levantó la vista de su costura y volvió el rostro hacia su marido.

La señora Maudsley era una mujer sumamente atractiva. Sus ojos grandes y castaños, con unas pestañas largas que se rizaban coquetas; recogía hacia atrás su cabello, moreno y sin un solo mechón gris en un estilo tan sencillo que solo una auténtica belleza podía lucirlo sin parecer anodina. Cuando se movía, su figura adquiría una elegancia armónica y femenina.

El doctor sabía que su esposa era bonita, pero llevaban demasiado tiempo casados para reparar en su belleza.

– En el pueblo creen que las niñas son retrasadas.

– ¡Imposible!

– Por lo menos eso es lo que opina Wilfred Bonner.

La señora Maudsley negó con la cabeza con estupefacción.

– Les tiene miedo porque son gemelas. Pobre Wilfred. Es la ignorancia de las personas mayores. Por fortuna, la siguiente generación es más abierta.

El médico era un hombre de ciencias. Aunque sabía que estadísticamente resultaba improbable que existiera una anormalidad mental en las gemelas, no quería descartar esa posibilidad hasta haberlas examinado. Con todo, no le sorprendía que su esposa, cuya religión le prohibía pensar mal de las personas, diera por hecho que el rumor era un chisme infundado.

– Estoy seguro de que tienes razón -murmuró con una vaguedad que indicaba que estaba seguro de que no era así.

El médico había dejado de intentar que su esposa creyera exclusivamente aquello que era verdad; ella había sido educada en una religión que no permitía aceptar distinciones entre lo que era verdad y lo que era bueno.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -preguntó la señora Maudsley.

– Iré a ver a la familia. Charles Angelfield es algo ermitaño, pero tendrá que verme si me persono en la casa.

La señora Maudsley asintió con la cabeza, que era su manera de disentir de su marido, aunque él no lo sabía.

– ¿Y la madre? ¿Qué sabes de ella?

– Muy poco.

El médico siguió cavilando en silencio, la señora Maudsley siguió cosiendo, y transcurrido un cuarto de hora el médico dijo: