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Me levanté de la butaca alarmada, pero no tenía ni idea de qué debía hacer.

– Señorita Winter -exclamé impotente-, ¿qué le pasa?

– Mi lobo -creí oírle decir, pero el esfuerzo de hablar bastó para hacer que sus labios empezaran a tiritar.

Cerró los ojos, parecía luchar por regular la respiración. Justo cuando me disponía a echar a correr en busca de Judith, la señorita Winter recuperó el control. La agitación de su pecho amainó, los temblores de su cara cesaron y, aunque todavía estaba blanca como la muerte, abrió los ojos y me miró.

– Mejor… -dijo débilmente.

Despacio, regresé a mi butaca.

– Creo que dijo algo sobre un lobo -comencé.

– Sí. La bestia negra que me roe los huesos cada vez que se le presenta la oportunidad. Pasa la mayor parte del tiempo merodeando por los rincones y detrás de las puertas porque tiene miedo de ellas -dijo señalando las pastillas blancas que había en la mesa, a su lado-, pero no son eternas. Se acercan las doce y están perdiendo su efecto. El lobo me está olisqueando el cuello. A las doce y media estará clavándolos dientes y las garras; hasta la una, que es cuando podré tomarme la pastilla y tendrá que regresar a su rincón. Vivimos pendientes del reloj, él y yo. Día a día se adelanta cinco minutos, pero no puedo tomar mis pastillas cinco minutos antes. Eso nunca cambia.

– Pero imagino que su médico…

– Naturalmente. Una vez a la semana o una vez cada diez días me ajusta la dosis, pero nunca es suficiente. No quiere ser él quien me mate, de modo que cuando llegue el momento, será el lobo el que acabe conmigo.

Me miró con dureza y después se aplacó.

– Las pastillas están aquí, mírelas; y el vaso de agua. Si lo deseara, yo misma podría precipitar mi final. En el momento que yo quisiera. Así que no se compadezca de mí. He elegido este otro camino porque tengo cosas que hacer.

Asentí.

– De acuerdo.

– Entonces sigamos con lo nuestro y hagamos esas cosas, ¿le parece? ¿Por dónde íbamos?

– La esposa del médico. En la sala de música. Con el violín.

Y continuamos con nuestro trabajo.

El cuento número trece pic_10.jpg

Charlie no estaba acostumbrado a enfrentarse a los problemas.

Y tenía problemas, un montón de problemas: agujeros en el tejado, ventanas rotas, palomas descomponiéndose en las habitaciones del desván, pero los ignoraba. O quizá vivía tan retirado del mundo que, sencillamente, no reparaba en ellos. Cuando la filtración de agua empezaba a resultar excesiva en una habitación, se limitaba a cerrarla y se trasladaba a otra. La casa, después de todo, era enorme. Me pregunto si, dentro de su torpeza mental, se daba cuenta de que otras personas mantenían sus hogares con esfuerzo, pero como el deterioro era su entorno natural, se sentía cómodo en él.

Aun así, la esposa de un médico aparentemente muerta en la sala de música era un problema que no podía pasar por alto. Si hubiera sido uno de nosotros… Pero una persona de fuera. Eso era otra cosa. Había que hacer algo, si bien no tenía la más mínima idea de qué podía ser ese algo, y cuando la esposa del médico se llevó una mano a la dolorida cabeza y gimió, la miró acongojado. Tal vez fuera estúpido, pero sabía lo que eso significaba: se avecinaba una catástrofe.

El ama envió a John-the-dig a por el médico y este llegó a su debido tiempo. Durante un rato el presentimiento de una catástrofe pareció infundado, pues se descubrió que el estado de la esposa del médico no era grave, pues tan solo sufría una conmoción leve. La mujer rechazó una copita de coñac, aceptó té y al rato estaba como nueva.

– Fue una mujer -dijo-. Una mujer de blanco.

– Tonterías -repuso el ama, tranquilizadora y desdeñosa a la vez-. En esta casa no hay ninguna mujer de blanco.

Las lágrimas brillaron en los ojos castaños de la señora Maudsley, pero se mantuvo firme.

– Sí, una mujer delgada tumbada en el diván. Oyó el piano, se levantó y…

– ¿La viste detenidamente? -preguntó el doctor Maudsley.

– No, solo un momento…

– ¿Lo ve? No puede ser -le interrumpió el ama, y aunque su voz era compasiva también fue firme-. No hay ninguna mujer de blanco. Debió de ver un fantasma.

Entonces la voz de John-the-dig se oyó por primera vez:

– Dicen que la casa tiene fantasmas.

El grupo contempló el violín roto abandonado en el suelo y se fijó en el chichón que estaba formándose en la sien de la señora Maudsley, pero antes de que alguien pudiera opinar sobre la veracidad de esa teoría Isabelle apareció en el umbral. Espigada y esbelta, lucía un vestido de color amarillo claro; tenía el moño desarreglado y sus ojos, aunque bellos, eran salvajes.

– ¿Podría ser ella la persona que viste? -le preguntó el médico a su esposa.

La señora Maudsley comparó a Isabelle con la imagen que retenía en su mente. ¿Cuántos tonos separan el blanco del amarillo claro? ¿Dónde está exactamente la frontera entre delgada y espigada? ¿Hasta qué punto un golpe en la cabeza puede afectar a la memoria de una persona? Vaciló. Luego, reparando en los ojos de color esmeralda y encontrando su pareja exacta en su recuerdo, tomó una decisión:

– Sí, es ella.

El ama y John-the-dig evitaron mirarse.

A partir de ese momento, olvidándose de su esposa, el médico dirigió toda su atención a Isabelle. La miró detenida y amablemente, con preocupación en el fondo de sus ojos, al tiempo que le hacía una pregunta detrás de otra. Cuando Isabelle se negaba a responder se mantenía impertérrito, pero cuando se dignaba contestar -maliciosa, impaciente o disparatada- escuchaba con atención, asintiendo con la cabeza al tiempo que hacía anotaciones en su bloc de médico. Al cogerle la muñeca para tomarle el pulso, reparó, alarmado, en los cortes y cicatrices que marcaban la parte interna de su antebrazo.

– ¿Se los hace ella misma?

Franca a su pesar, el ama murmuró:

– Sí.

El médico apretó los labios, preocupado.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señor? -preguntó, volviéndose hacia Charlie. Él le miró sin comprender, pero el médico le cogió del codo-. ¿Puede ser en la biblioteca? -Y lo sacó con firmeza de la estancia.

El ama y la esposa del médico esperaron en el salón fingiendo no prestar atención a los sonidos que llegaban de la biblioteca. Había un murmullo, no de voces, sino de una sola voz, serena y comedida. Cuando la voz calló escuchamos «No», y otro «¡No!», con la voz elevada de Charlie, y de nuevo el tono suave del médico. Estuvieron ausentes un buen rato, y se oyeron las reiteradas protestas de Charlie antes de que la puerta se abriera y el médico saliera con el semblante grave y agitado. Detrás de él estalló un alarido de desesperación e impotencia, pero el doctor simplemente hizo una mueca y cerró la puerta tras de sí.

– Hablaré con el hospital -le dijo el médico al ama-. Yo me encargaré del transporte. ¿Le parece bien a las dos en punto?

Desconcertada, el ama asintió con la cabeza y la esposa del médico se levantó para irse.

A las dos en punto tres hombres llegaron a la casa y acompañaron a Isabelle hasta una berlina que aguardaba fuera. Se entregó a ellos como un cordero, se instaló obediente en el asiento, en ningún momento miró por la ventanilla mientras los caballos trotaban despacio por el camino, en dirección a la verja de la casa del guarda.

Las gemelas, indiferentes, estaban dibujando círculos en la grava del camino con los dedos de los pies.

Charlie estaba en la escalinata, viendo empequeñecerse la berlina. Parecía un niño al que estaban arrebatando su juguete favorito y no podía creer -del todo no, todavía no- que aquello estuviera ocurriendo de verdad.

El ama y John-the-dig le observaban nerviosos desde el vestíbulo, esperando su reacción.

El carruaje alcanzó la verja y desapareció tras ella. Charlie se quedó mirando la verja abierta tres, cuatro, cinco segundos más. Luego su boca se abrió en un amplio círculo, espasmódico y trepidante, que dejó ver su lengua trémula, la rojez carnosa de su garganta, los hilos de baba cruzando la oscura cavidad. Nosotros le mirábamos hipnotizados, a la espera de que el espantoso sonido emergiera de su boca, pero el sonido no estaba preparado aún para salir. Durante unos segundos eternos siguió creciendo, amontonándose dentro de Charlie, hasta que todo su cuerpo pareció querer estallar de sonido contenido. Finalmente cayó de rodillas sobre la escalinata y el grito salió de su cuerpo. No fue el bramido de elefante que habíamos estado esperando, sino un bufido húmedo y nasal.