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Las niñas levantaron la vista un momento, después volvieron impasibles a dibujar círculos. John-the-dig apretó los labios, se dio la vuelta y regresó al jardín y a su trabajo. No había nada que él pudiera hacer ahí. El ama se acercó a Charlie, colocó una mano consoladora en su hombro y trató de convencerle de que entrara en casa, pero él hacía oídos sordos a sus palabras y se limitaba a sorber y gimotear como un niño enrabietado.

Y eso fue todo.

El cuento número trece pic_11.jpg

¿Eso fue todo? Un final curiosamente discreto para la desaparición de la madre de la señorita Winter. Estaba claro que la señorita Winter no tenía muy buena opinión de las aptitudes maternales de Isabelle; de hecho, la palabra madre no parecía formar parte de su léxico. Supongo que era comprensible; por lo que había podido ver, Isabelle era la menos maternal de las mujeres. Así y todo, ¿quién era yo para juzgar las relaciones de otras personas con sus madres?

Cerré la libreta, metí el lápiz en la espiral y me levanté.

– Estaré fuera tres días -le recordé-. Regresaré el jueves.

Y la dejé a solas con su lobo.

El estudio de Dickens

Terminé de pasar a limpio las notas de esa jornada. Los doce lápices ya no tenían punta, de modo que me puse a afilarlos. Uno a uno, los introduje en el sacapuntas. Si giras la manivela de forma lenta y regular, a veces puedes conseguir que la viruta de madera con carboncillo se rice y cuelgue de una sola pieza hasta la papelera, pero esa noche estaba cansada y se quebraban constantemente bajo su propio peso.

Pensé en la historia. El ama y John-the-dig me inspiraban simpatía. Charlie e Isabelle me inquietaban. El médico y su esposa tenían la mejor de las intenciones, pero sospechaba que su intervención en la vida de las gemelas no iba a traer nada bueno.

Las gemelas me tenían desconcertada. Sabía lo que otra gente pensaba de ellas. John-the-dig pensaba que no podían hablar bien; el ama creía que no comprendían que las demás personas estaban vivas; los vecinos opinaban que estaban mal de la cabeza, pero desconocía -y eso resultaba más que curioso- qué pensaba la narradora. Cuando contaba su relato, la señorita Winter era una luz que lo ilumina todo salvo a sí misma. Era el punto que se perdía en el corazón de la narración. Hablaba de «ellos», últimamente había hablado de «nosotros», pero lo que me tenía perpleja era la ausencia del yo.

Si se lo preguntara, sé lo que me diría: «Señorita Lea, hicimos un trato». Ya le había hecho preguntas sobre uno o dos detalles de la historia, y aunque a veces contestaba, cuando no quería hacerlo me recordaba nuestro primer encuentro. «Nada de trampas. Nada de adelantarse. Nada de preguntas.»

De momento me resigné a vivir en la intriga. No obstante, esa misma noche sucedió algo que arrojó cierta luz sobre el asunto.

Había ordenado mi escritorio y estaba haciendo la maleta cuando llamaron a la puerta. Abrí y encontré a Judith en el pasillo.

– La señorita Winter desea saber si dispone de un momento para ir a verla. -No me cabía duda de que era la traducción cortés de Judith de un seco «Tráigame a la señorita Lea».

Terminé de doblar una blusa y bajé a la biblioteca.

La señorita Winter estaba sentada en su lugar de siempre y el fuego ardía en la chimenea, pero, por lo demás, en la estancia reinaba la oscuridad.

– ¿Quiere que encienda algunas luces? -pregunté desde la puerta.

– No -fue su fría respuesta, y eché a andar por el pasillo hacia ella. Los postigos estaban abiertos y el cielo oscuro, bañado de estrellas, se reflejaba en los espejos.

Cuando llegué a su lado la luz danzarina del fuego me permitió advertir que la señorita Winter estaba absorta en sus pensamientos. Me senté en mi sitio y, arrullada por el calor del fuego, contemplé en silencio el cielo nocturno. Transcurrió un cuarto de hora mientras ella rumiaba y yo esperaba.

Entonces habló.

– ¿Ha visto alguna vez el retrato de Dickens en su estudio? Lo pintó un hombre llamado Buss, creo. Tengo una reproducción por ahí, ya se la buscaré. En el retrato Dickens ha empujado la silla del escritorio hacia atrás y está dormitando con los ojos cerrados y su barbudo mentón sobre el pecho. Lleva puestas las zapatillas. Alrededor de su cabeza flotan personajes de sus libros como si fueran humo de cigarrillo; algunos se apiñan sobre los papeles del escritorio, otros se han deslizado detrás de él o han descendido, como si se creyeran capaces de caminar con sus pies por el suelo. ¿Y por qué no? Sus trazos son tan fuertes como los del propio escritor, así que ¿por qué no deberían ser tan reales como él? Son más reales que los libros de las estanterías, esbozados con una línea apenas visible y discontinua que en algunos lugares se desvanece en una nada fantasmagórica.

»Se estará preguntando por qué recordar ahora ese retrato. Si lo recuerdo con tanta precisión es porque refleja perfectamente la forma en que yo he vivido mi propia vida. He cerrado la puerta de mi estudio al mundo y me he recluido con mis personajes. Durante casi sesenta años he escuchado a hurtadillas y con total impunidad las vidas de seres imaginarios. He mirado descaradamente en corazones y retretes. Me he arrimado a sus hombros para seguir el movimiento de plumas que escribían cartas de amor, testamentos y confesiones. He observado a enamorados amarse, a asesinos matar, a niños jugar con la imaginación. Cárceles y burdeles me han abierto sus puertas; galeones y caravanas de camellos han cruzado mares y desiertos conmigo; siglos y continentes se han esfumado a mi antojo. He espiado las fechorías de los poderosos y he sido testigo de la nobleza de los sumisos. Tanto me he inclinado sobre personas que dormían en sus lechos que es posible que hayan notado mí aliento en sus caras. He visto sus sueños.

»Mi estudio está abarrotado de personajes que están esperando a ser escritos. Personas imaginarias, deseosas de una vida, que me tiran de la manga, gritando: "¡Ahora yo! ¡Venga! ¡Me toca a mí!". Tengo que elegir. Y en cuanto ya he elegido, el resto calla durante diez meses o un año, hasta que llego al final de una historia y el clamor se reanuda.

»Y de vez en cuando, a lo largo de todos estos años, he levantado la cabeza de la hoja (al final de un capítulo, al detenerme para pensar con calma después de una escena de muerte o simplemente buscando la palabra justa) y he visto una cara detrás de la multitud. Una cara familiar. Tez clara, cabello pelirrojo, ojos verdes. Sé perfectamente quién es, pero nunca deja de sorprenderme verla. Siempre me pilla desprevenida. Muchas veces ha abierto la boca para hablarme, pero durante décadas estuvo demasiado lejos para que yo pudiera oírla y, además, en cuanto me percataba de su presencia, yo desviaba la mirada y fingía no haberla visto. Creo que no se dejaba engañar.

»La gente se pregunta por qué soy tan prolífica. Pues bien, el motivo es ella. Si he empezado un libro nuevo cinco minutos después de haber terminado el último se debe a que levantar la vista del escritorio significaría encontrarme con su mirada.

»Los años han pasado; el número de mis libros en los estantes de las librerías ha crecido y, por consiguiente, la multitud de personajes que flotan por mi estudio ha menguado. Con cada libro que he escrito el murmullo de las voces se ha hecho más quedo, la sensación de ajetreo en mi cabeza ha disminuido. El número de rostros reclamando mi atención ha bajado, y siempre, detrás del grupo pero un poco más próxima con cada libro, ahí está ella. La niña de los ojos verdes. Esperando.

»Llegó el día en que terminé la versión final de mi último libro. Escribí la última frase y puse el punto final. Ya sabía lo que iba a ocurrir. La estilográfica se me resbaló de la mano y cerré los ojos. "Ahora -le oí decir, o puede que lo dijera yo-, ya sólo quedamos tú y yo."