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– Quizá deberías ir tú, Theodora. Seguramente la madre esté más dispuesta a ver a una mujer que a un hombre. ¿Qué dices?

Así pues, tres días más tarde la señora Maudsley llegó a la casa y llamó a la puerta principal. Sorprendida de que nadie le abriera, frunció el entrecejo -después de todo, había enviado una nota para anunciar su visita- y rodeó la casa. La puerta de la cocina estaba entornada, de modo que dio un suave empujón y entró. No había nadie. La señora Maudsley miró a su alrededor. Tres manzanas sobre la mesa, marrones y arrugadas y a punto de pudrirse por el contacto, un paño de cocina negro junto a un fregadero con varias pilas de platos sucios y una ventana tan roñosa que desde dentro apenas podías distinguir sí era de día o de noche. Su nariz blanca y refinada olisqueó el aire y supo cuanto necesitaba saber. Apretó los labios, enderezó los hombros, asió con firmeza el asa de concha de su bolso y emprendió su cruzada. Fue de estancia en estancia buscando a Isabelle, absorbiendo por el camino el olor de la mugre, el desorden y la dejadez que acechaba por todas partes.

El ama se cansaba fácilmente, las escaleras se le hacían pesadas y estaba perdiendo vista; solía creer que había limpiado cosas que no había limpiado, o quería limpiarlas y se olvidaba, y la verdad, sabía que a nadie le importaba, de modo que concentraba sus esfuerzos en alimentar a las niñas, que tenían suerte de que el ama todavía pudiera ocuparse de preparar las comidas. Por tanto, la casa estaba sucia y tenía polvo; cuando alguien torcía un cuadro, torcido se pasaba una década, y el día que Charlie no pudo encontrar la papelera de su estudio simplemente arrojó el papel al suelo hacia el lugar donde había estado hasta entonces la papelera, y al poco tiempo se le ocurrió que era menos engorroso vaciar la papelera una vez al año que una vez a la semana. A la señora Maudsley le disgustó sobremanera aquel panorama. Frunció el entrecejo ante las cortinas medio corridas, suspiró ante la plata deslustrada y meneó la cabeza con asombro ante las ollas de la escalera y las partituras desparramadas por el suelo del vestíbulo. En el salón se agachó automáticamente para recuperar un naipe, el tres de espadas, que descansaba caído o desechado en el suelo, pero era tal el desorden que cuando miró a su alrededor buscando el resto de la baraja se sintió perdida. Al volver su impotente mirada al naipe, reparó en el polvo que lo cubría y, como era una mujer maniática con guantes blancos, la abrumó el deseo de dejarlo en algún lado. Pero ¿dónde? Durante unos segundos quedó paralizada por la angustia, dividida entre el deseo de poner fin al contacto entre su inmaculado guante y el naipe polvoriento y algo pegajoso, y su renuencia a dejar la carta en un lugar que no fuera el correcto. Finalmente, con un visible estremecimiento de los hombros, lo colocó sobre el brazo de una butaca de piel y salió aliviada de la estancia.

La biblioteca ofrecía mejor aspecto. Tenía polvo, por supuesto, y la alfombra estaba raída, pero los libros estaban en su sitio, y eso ya era algo. Pero incluso en la biblioteca, justo cuando estaba preparándose para creer que aún quedaba cierto sentido del orden enterrado en esta familia roñosa y caótica, tropezó con una cama improvisada, empotrada en un rincón oscuro entre dos estanterías, tan solo era una manta invadida por las pulgas y una almohada mugrienta, de manera que al principio pensó que era la cama de un gato. Entonces miró de nuevo y vislumbró la esquina de un libro asomando por debajo de la almohada. Tiró de él, era Jane Eyre.

De la biblioteca pasó a la sala de música, donde encontró el mismo desorden que había visto en las demás estancias. El mobiliario tenía una distribución extraña, ideal para jugar al escondite. Había un diván vuelto hacia la pared y una silla semioculta detrás de un arcón que había sido arrastrado de su lugar debajo de la ventana -detrás del arcón había un trozo de moqueta donde el polvo era menos denso y el color verde se filtraba con mayor claridad-. Sobre el piano descansaba un jarrón con unos tallos renegridos y quebradizos, rodeado en la base por un círculo uniforme de pétalos apergaminados que semejaban cenizas. La señora Maudsley alargó una mano y levantó uno; el pétalo se desmenuzó, dejando una desagradable mancha gris amarillenta entre sus blancos dedos enguantados.

La señora Maudsley pareció hundirse en el banco del piano.

La esposa del médico no era una mala mujer, pero estaba tan convencida de su propia importancia que creía que Dios observaba todo lo que hacía y escuchaba todo lo que decía, de manera que estaba demasiado ocupada tratando de erradicar el orgullo que tenía inclinación a sentir por su santidad para reparar en sus otros defectos. Ella era una hacedora de buenas obras, así que todo el daño que pudiera hacer lo hacía sin darse cuenta.

¿Qué pasó por su cabeza mientras permanecía sentada en el banco del piano con la mirada perdida? Esa gente no era capaz ni de poner agua a sus jarrones. ¡Con razón sus niñas se portaban mal! El alcance del problema parecía habérsele revelado a través de las flores muertas, y de una forma distraída, ausente, se quitó los guantes y extendió sus dedos sobre las teclas grises y negras del piano.

El sonido que retumbó en la estancia fue el ruido más áspero y menos musical imaginable. En parte, eso se debía a que el piano llevaba muchos años sumido en el abandono, sin nadie que lo tocara o afinara, y en parte a que a la vibración de las cuerdas del instrumento se había sumado casi instantáneamente otro sonido asimismo disonante: una especie de bufido furioso, un chillido desaforado e irritarlo como el maullido de un gato al que le han pisado la cola.

La señora Maudsley salió bruscamente de su ensimismamiento. Al oír el aullido, contempló el piano con incredulidad y se levantó con las manos en las mejillas. En medio de su desconcierto apenas tuvo un instante para darse cuenta de que no estaba sola.

Pues allí, emergiendo del diván, había una figura delgada vestida de blanco…

Pobre señora Maudsley.

No tuvo tiempo de advertir que la figura vestida de blanco estaba empuñando un violín y que este caía con gran fuerza y rapidez sobre su cabeza. Antes de que pudiera asimilar aquella escena, el violín chocó contra su cráneo, la envolvió la oscuridad y se desplomó en el suelo inconsciente.

Con los brazos extendidos de cualquier manera y el impecable pañuelo blanco todavía remetido en la correa del reloj, parecía que no quedaba una sola gota de vida en ella. Las pequeñas bocanadas de polvo que había despedido la alfombra cuando la señora Maudsley se derrumbó regresaron suavemente a su lugar.

Allí yació una buena media hora, hasta que al ama, a su regreso de la granja donde había estado recogiendo huevos, se le ocurrió asomar la cabeza por la puerta y vio una silueta oscura donde antes no había ninguna.

La figura de blanco se había esfumado.

El cuento número trece pic_9.jpg

Mientras transcribía de memoria, la voz de la señorita Winter pareció llenar mi habitación con el mismo grado de realismo con que había llenado la biblioteca. Esa mujer tenía una forma de hablar que quedaba grabada en mi memoria y resultaba tan fidedigna como una grabación fonográfica. Pero al llegar a este punto, después de decir «La figura de blanco se había esfumado», se había detenido, así que yo también me detuve, dejé el lápiz flotando sobre la hoja y medité sobre lo que había sucedido después.

Había estado concentrada en el relato y, por tanto, tardé unos instantes en trasladar mis ojos del cuerpo tendido de la esposa del médico a la narradora. Cuando lo hice, me sentí consternada. La palidez habitual de la señorita Winter había adquirido un tono gris amarillento y el cuerpo, aunque siempre rígido, parecía en ese momento estar preparándose para una agresión invisible. El contorno de la boca le temblaba tanto que supuse que estaba a punto de perder la batalla por mantener los labios en una línea firme y que una mueca de dolor contenida se disponía a declararse vencedora.