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Las familias vecinas empezaron a inquietarse, pero por cada acusación que se hacía, había alguien que había visto a las gemelas justo ese momento en otro lugar remoto, o por lo menos había visto a una de ellas, o así lo creía. Y fue entonces cuando les dio por recordar todas las viejas historias de fantasmas. No hay una vieja casa que no tenga sus historias; no existe una vieja casa que no tenga sus fantasmas. Y el hecho de que las niñas fueran gemelas resultaba ya de por sí escalofriante. Todos creían que había algo raro en esas niñas, y ya fuera por ellas o por alguna otra razón, tanto adultos como niños se mostraban cada vez más reacios a acercarse a esa vieja casa grande por temor a lo que pudieran ver.

No obstante, finalmente las molestias generadas por las incursiones pudieron más que las emocionantes historias de fantasmas y las mujeres perdieron la paciencia. En varias ocasiones pillaron a las niñas con las manos en la masa y gritaron. El enojo les deformaba el rostro y sus bocas se abrían y cerraban tan deprisa que las niñas se morían de risa. Las mujeres no entendían de qué se reían. No sabían que era la velocidad y el revoltijo de las palabras que brotaban de sus bocas lo que las confundía. Al creer que reían de pura maldad, las mujeres aún gritaban más. Las gemelas se quedaban un rato observando la rabieta de las aldeanas, después se daban la vuelta y se iban.

Cuando los maridos llegaban a casa de los campos, sus mujeres se quejaban, decían que había que hacer algo, y ellos respondían: «Olvidas que son las hijas de la casa grande». Y las mujeres replicaban: «Casa grande o no, no se debe permitir que los niños corran a su antojo como hacen esas dos muchachas; no está bien. Hay que hacer algo». Y los hombres guardaban silencio sobre su plato de carne con patatas, meneaban la cabeza y nunca se hacía nada.

Hasta el incidente del cochecito.

En el pueblo había una mujer llamada Mary Jameson. Era la esposa de Fred Jameson, jornalero de la propiedad, y vivía con su marido y sus suegros en una de las casitas. La pareja acababa de casarse. Como el nombre de soltera de la mujer era Mary Leigh, las gemelas le habían inventado otro nombre en su propio lenguaje, Merrily, que le iba muy bien. A veces, al final del día, Merrily iba a buscar a su marido a los campos y se sentaban juntos al abrigo de un seto mientras él disfrutaba de un cigarrillo. El marido era un hombre alto y moreno, de pies grandes, y solía rodearle la cintura con el brazo, hacerle cosquillas y soplarle en el escote del vestido para hacerla reír. Para fastidiarle ella intentaba contener la risa, pero como en el fondo quería reír, siempre terminaba riéndose.

De no ser por esa risa, Merrily habría sido una mujer anodina. Tenía el pelo de un color indefinido, demasiado oscuro para ser rubio, el mentón grande y los ojos pequeños, pero el sonido de su risa era tan bello que cuando lo oías creías verla a través de tus oídos y Merrily se transformaba: sus ojos desaparecían por encima de las mejillas redondas como lunas y de repente, en su ausencia, reparabas en su boca: labios carnosos de color guinda, dientes blancos y uniformes nadie en Angelfield tenía unos dientes como los suyos-, y una lengua rosada que recordaba a la de un gatito. Y el sonido; la bella, melodiosa e imparable música que borboteaba de su garganta como agua de manantial. Era el sonido de la alegría. Él se había casado con ella por eso; cuando ella reía él suavizaba la voz, apretaba los labios contra su cuello y pronunciaba su nombre, Mary, una y otra vez. La vibración de la voz de su marido en la piel le producía cosquillas y le hacía reír y reír y reír.

Durante el invierno, mientras las gemelas limitaban sus exploraciones a los jardines y el parque, Merrily dio a luz un niño. Los primeros días cálidos de la primavera la encontraron en su jardín colgando la ropita en el tendedero; detrás de ella había un cochecito negro. A saber de dónde había salido, pues un cochecito no era un objeto propio de una aldeana; sin duda era de segunda o tercera mano, la familia lo habría adquirido barato (sí bien su aspecto indicaba que era muy caro) para celebrar la importancia de ese primer hijo y nieto. El caso es que cuando Merrily se agachaba para coger otra camisetita u otra camisita, para colgarlas en el tendedero, acompañada por los trinos de un pájaro, no dejaba de cantar, y su canción parecía dirigida al bello cochecito negro. Sus ruedas eran plateadas y muy altas, de manera que aunque el vehículo era grande, negro y redondeado, daba la impresión de velocidad e ingravidez.

El jardín trasero se abría a unos prados; un seto dividía los dos espacios. Merrily ignoraba que al otro lado del seto había dos pares de ojos verdes clavados en el cochecito.

Los bebés ensucian mucha ropa, y Merrily era una madre trabajadora y abnegada; todos los días salía al jardín a tender y recoger colada. Desde la ventana de la cocina, mientras lavaba pañales y camisetas en el fregadero, vigilaba el cochecito que descansaba al sol en el jardín. Cada cinco minutos hacía una escapada para ajustar la capota, remeter otra mantita o simplemente cantarle al niño.

Merrily no era la única persona que sentía devoción por el cochecito. A Emmeline y Adeline les encantaba.

Un día Merrily salió del porche trasero con una cesta de ropa bajo el brazo y el cochecito no estaba allí. Se detuvo en seco; abrió la boca y sus manos viajaron hasta las mejillas; la cesta cayó sobre el parterre, volcando cuellos y calcetines sobre los alhelíes. Merrily no miró ni una sola vez hacia la valla y las zarzas. Meneaba la cabeza a izquierda y derecha, como si no pudiera dar crédito a sus ojos, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, mientras el pánico crecía dentro de ella, hasta que finalmente dejó escapar un aullido, un sonido agudo que horadó el cielo como si pudiera rasgarlo en dos.

El señor Griffin levantó la vista de su huerto y se acercó a su valla, tres puertas más abajo. La abuela Stokes, la vecina de al lado, frunció el entrecejo ante su fregadero y salió al porche. Pasmados, miraron a Merrily mientras se preguntaban si verdaderamente su risueña vecina era capaz de emitir semejante alarido, y ella les miraba a su vez con los ojos desorbitados, estupefacta, como si su grito hubiese agotado la provisión de palabras de toda una vida.

Finalmente lo dijo:

– Mi hijo ha desaparecido.

Y en cuanto pronunció esas palabras, reaccionaron. El señor Griffin saltó tres vallas a la velocidad de un rayo, agarró a Merrily del brazo y la condujo hasta la parte delantera de la casa, diciendo:

– ¿Que ha desaparecido? ¿Adónde se lo han llevado?

La abuela Stokes se esfumó del porche trasero de su casa y un segundo después su voz estaba perforando el aire en el jardín delantero, pidiendo ayuda.

El barullo fue en aumento.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

– ¡Se lo han llevado! ¡Del jardín! ¡Con el cochecito!

– Vosotros dos id por allí y vosotros por allá.

– Que alguien vaya a buscar a su marido.

Todo el ruido, todo el alboroto, delante de la casa.

Detrás todo estaba en silencio. La colada de Merrily ondeaba bajo el perezoso sol, la pala del señor Griffin descansaba plácidamente sobre la tierra removida, Emmeline acariciaba extasiada los radios plateados y Adeline le daba patadas para que se apartara y pudieran echar el trasto a rodar.

Le habían puesto un nombre. Era el vuum.

Arrastraron el cochecito por las partes traseras de las casas. Era más difícil de lo que habían imaginado. Para empezar, era más pesado de lo que aparentaba y, para colmo, iban empujándolo por un terreno desnivelado. La linde del prado tenía una ligera pendiente que forzaba al cochecito a circular ladeado. Podrían haber colocado las cuatro ruedas sobre la parte plana, pero la tierra, recién removida, era más blanda allí, y las ruedas se hundían en los terrones. Los cardos y las zarzas se enganchaban a las ruedas, frenándolas, y fue un milagro que después de los primeros metros pudieran seguir avanzando, pero las gemelas estaban en su elemento. Empujaban con todas sus fuerzas para llevar ese cochecito hasta su casa, ponían todo su empeño y apenas parecían acusar el esfuerzo. Los dedos les sangraban de arrancar los cardos de las ruedas, pero no cejaban en su propósito, Emmeline todavía entonando su balada al cochecito, acariciándolo furtivamente con los dedos, besándolo.