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En sus últimos años solo le importaba el jardín de las figuras. Siempre estaba impaciente por terminar sus demás tareas de la jornada; solo deseaba estar en «su» jardín y deslizar las manos por las superficies de las formas que había creado en tanto que imaginaba el momento, de ahí a cincuenta, cien años, en que su jardín alcanzaría la madurez.

A su muerte, sus tijeras de podar pasaron a manos de su hijo, y décadas después a su nieto. Y cuando este falleció, fue John-the-dig, que había trabajado como aprendiz en un vasto jardín a unos cincuenta kilómetros de allí, quien regresó a casa para ocupar el puesto que le pertenecía por derecho. Aunque no entró más que como segundo jardinero, el jardín de las figuras fue su responsabilidad desde el principio. No habría podido ser de otro modo. Así que John-the-dig cogió las tijeras de podar, cuyos mangos de madera se habían desgastado hasta adquirir la forma de las manos de su padre, y notó que sus dedos encajaban en los surcos. Ya estaba en casa.

Cuando George Angelfield perdió a su esposa y el personal de la casa empezó a disminuir de manera drástica, John-the-dig se quedó. Los jardineros se iban marchando y no eran reemplazados, así que siendo todavía joven se convirtió, a falta de otras alternativas, en primer y único jardinero. El volumen de trabajo era enorme, su patrono no mostraba interés alguno y trabajaba sin que nadie se lo agradeciera. Había otros empleos, otros jardines. Le habrían ofrecido cualquier puesto que hubiera solicitado: solo había que verlo una vez para confiar en él. Pero John nunca se marchó de Angelfield; no podía hacerlo. Cuando trabajaba en el jardín de las figuras, cuando guardaba las tijeras de podar en su funda de cuero al caer la tarde, no necesitaba decirse que los árboles que estaba podando eran los mismos árboles que había plantado su bisabuelo, que los procedimientos que seguía, los movimientos que hacía eran los mismos que habían llevado a cabo las tres generaciones de su familia anteriores; lo sabía de sobras, no necesitaba pensarlo, lo daba por sentado. John, al igual que sus árboles, estaba arraigado a Angelfield.

¿Qué sintió el día en que entró en su jardín y lo encontró destrozado? Por los tajos profundos que habían asestado en los costados de los tejos se exhibía la madera marrón de sus corazones. Las hortensias decapitadas, con sus copas esféricas yaciendo a sus pies. El perfecto equilibrio de las pirámides estaba torcido; los conos, abiertos a machetazos; las chisteras, acuchilladas y despedazadas. Contempló las largas ramas, todavía verdes, todavía frescas, cubriendo el césped. El marchitamiento lento, el tortuoso resecamiento y la última agonía estaban aún por llegar.

Estupefacto, presa de un temblor que pareció bajarle desde el corazón hasta las piernas y de ahí al suelo que se extendía bajo sus pies, trató de entender qué había sucedido. ¿Había sido un rayo caído del cielo, que había elegido su jardín para llevar a cabo su destrucción? Pero ¿qué tormenta golpea en silencio?

No. Alguien lo había hecho.

Al doblar una esquina encontró la prueba: abandonadas sobre la hierba húmeda, abiertas las hojas, las tijeras de podar, y junto a ellas, la sierra.

Cuando no apareció a la hora de comer, el ama, preocupada, salió en su búsqueda. Al llegar al jardín de las figuras se llevó una mano a la boca, horrorizada, y agarrándose el delantal aceleró el paso.

Cuando dio con él, lo levantó del suelo. John se apoyó pesadamente sobre el ama mientras esta lo conducía con suma dulzura hasta la cocina y lo sentaba en una silla. Preparó té, dulce y bien caliente, mientras él parecía contemplar el vacío. Sin pronunciar una palabra, sosteniéndole la taza en los labios, el ama le vertió sorbos del líquido hirviente en la boca. Finalmente los ojos de él buscaron la mirada del ama y cuando ella advirtió en los ojos de John el dolor de la pérdida, sintió que también los suyos se llenaban de lágrimas.

– ¡Oh, Dig! Lo sé. Lo sé.

Las manos de John-the-dig se posaron en los hombros del ama y la convulsión del cuerpo de él se fundió con la del cuerpo de ella.

Las gemelas no aparecieron esa tarde y el ama no fue a buscarlas. Por la noche, cuando entraron en la cocina, John seguía en la silla, blanco y ojeroso. Al verlas se estremeció. Curiosos e indiferentes, los ojos verdes de las gemelas pasaron por alto su cara como habían pasado por alto el reloj del salón.

Antes de acostar a las gemelas, el ama les vendó los cortes de las manos que se habían hecho blandiendo la sierra y las tijeras de podar.

– No toquéis las cosas del cobertizo de John -rezongó-. Son afiladas, os haréis daño.

Y luego, sin esperar que la tuvieran en cuenta, les preguntó:

– ¿Por qué lo hicisteis? Oh, ¿por qué lo hicisteis? Le habéis roto el corazón.

Notó el contacto de una mano menuda en su mano.

– Ama triste -dijo la niña. Era Emmeline.

Sobresaltada, el ama parpadeó para ahuyentar la niebla de sus lágrimas y la miró fijamente.

La niña habló de nuevo.

– John-the-dig triste.

– Sí -susurró el ama-. Los dos estamos tristes.

La niña sonrió. Era una sonrisa sin malicia alguna, sin remordimiento. Era, sencillamente, una sonrisa de satisfacción por haber observado algo y haberlo identificado correctamente. Había visto lágrimas. Las lágrimas la habían desconcertado, y había resuelto el enigma: era tristeza.

El ama cerró la puerta y bajó. Habían avanzado un paso. Se habían comunicado, y quizá era el principio de algo más importante. ¿Cabía la posibilidad de que algún día la niña pudiera llegar a comprender?

Abrió la puerta de la cocina y entró para volver a unirse en su desesperación a John.

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Esa noche tuve un sueño.

Estaba paseando por el jardín de la señorita Winter y me encontraba con mí hermana.

Radiante, desplegaba sus grandes alas doradas como si quisiera abrazarme y la dicha me embargaba, pero al acercarme advertía que sus ojos estaban ciegos, que no podían verme, y la desesperación se apoderaba de mi corazón.

Al despertarme, me hice un ovillo hasta que el calor punzante en mi costado amainó.

Merrily y el cochecito

La casa de la señorita Winter estaba tan aislada y sus habitantes llevaban una vida tan solitaria, que durante mi primera semana allí me sorprendió oír un vehículo avanzar por la grava hasta detenerse ante la casa. Desde la ventana de la biblioteca vi abrirse la portezuela de un gran coche negro y divisé fugazmente la figura de un hombre alto y moreno. El hombre desapareció en el porche y escuché un timbrazo corto de la puerta.

Volví a verlo al día siguiente. Me encontraba en el jardín, a unos tres metros del porche, cuando oí el crepitar de unos neumáticos sobre la grava. Me quedé muy quieta, replegada en mí misma. Si alguien se hubiera tomado la molestia de mirar, me habría visto perfectamente; pero cuando la gente espera no ver nada, no suele ver, así que el hombre no me vio.

Su rostro era serio. La gruesa línea de las cejas proyectaba una sombra sobre sus ojos, mientras que el resto de su cara destacaba por una inmovilidad pétrea. Se inclinó para recoger el maletín del coche, cerró la portezuela y subió los escalones para tocar el timbre.

Oí la puerta. Ni él ni Judith dijeron una palabra y el hombre desapareció dentro de la casa.

Más tarde, ese mismo día, la señorita Winter me contó la historia de Merrily y el cochecito.

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A medida que la gemelas crecían se alejaban cada vez más en sus exploraciones, y no tardaron en conocerse todas las granjas y los jardines del lugar. Como no sabían de límites ni tenían sentido de la propiedad, se colaban por donde les venía en gana. Abrían verjas y no siempre las cerraban; trepaban vallas cuando se interponían en su camino; probaban puertas de cocinas, y cuando estas cedían -casi siempre, pues la gente no solía echar la llave en Angelfield-, entraban. Cogían cualquier exquisitez que hubiera en la despensa, se echaban una hora en las camas de las habitaciones superiores si les vencía el cansancio y se llevaban cacerolas y cucharas para espantar a los pájaros en los campos.