– ¡Oh, vamos, nunca lo creerán! Y si lo creen, se volverán locos. Se necesitará un genio para persuadirnos. Una gran figura espiritual en quien puedan confiar totalmente.
– De todos modos tenemos que anunciarlo de alguna manera, -sostuvo Valenti-. Con una milésima parte de lo que usamos para un surtidor de agua se puede iluminar toda una manzana de departamentos. Tiene que haber algún modo de vencerlo. No es posible que sea tan resistente. Nada lo es.
– Sigue probando. Valenti suspiró.
– Tengo cincuenta y tres años. Creo que ya hace tiempo que he pasado el límite. Se supone que los físicos y líos matemáticos, después de los treinta y cuarenta, ya están acabados. La energía creadora, mon vieux, corre pareja con la cima del vigor sexual.
– Según he oído, actualmente están batiendo el record, -dijo Mathieu.
Valenti se mostró complacido. "Debería hacer algo con los rizos ondulados", pensó Mathieu.
Miró el reloj. Probablemente May ya estaría esperándolo en la calle des Écoles.
– Todavía no puedo aceptar la idea de que no podemos fraccionarla -dijo Valenti.
– El único método que tengo actualmente es emplear la bomba de hidrógeno como gatillo. ¿Pero qué practicidad puede tener?
Valenti rodeó con el brazo el hombro del joven.
– Estoy seguro, Marc, de que encontrarás la manera. La encontrarás en el pizarrón, como siempre. Me temo que la capa de Einstein se ha posado sobre tus hombros, mon vieux.
– ¿Y los chinos, ¿cómo andan?
– Fantásticos -aseguró Valenti-. Fantásticos. Parecería que se han adelantado a todos. Gigantescos avances. He estado hablando con el agregado científico de la embajada. Las plantas experimentales de energía de Fukien son un éxito rotundo.
12
Fukien se encuentra en la orilla Sur del Yangtsé y, según el remoto conocimiento del pueblo chino, su suelo fue siempre el más fértil de China y, sin embargo, nunca consiguió alimentara sus habitantes. La fertilidad provenía de la tierra rica y húmeda, casi tan buena como la tchernozem rusa, e igual que la pobreza llegaba también con el Yangtsé, pues en esta región llana no había obstáculos para la fantasía devastadora de las corrientes cuando el río corría libre como lo hacía cada tantos años en ciclos periódicos, como celebrando algún ritual pagano. Ahora, por primera vez, el pueblo de la República China estaba poniendo coto a los caprichos medievales del río. La represa de Fukien estaba terminada desde hacía un año. Dos mil obreros brindaron su máxima buena voluntad y espíritu para la inmensa planta hidroeléctrica, y la gratitud de los campesinos, libres al fin de la plaga inmemorable, los había hecho los más adictos y fieles partidarios del régimen. En repetidas ocasiones la comunidad de Fukien había obtenido una mención de honor del partido. Por encima de toda norma prescripta, los obreros se ofrecían voluntariamente para trabajar. En Fukien no había vida hogareña, ni vida de ocio, ni de amor, apenas el presente, solamente el futuro. En el área cultivaban más alimentos por acre que en cualquier otra granja colectiva de China. La victoria sobre el Yangtsé había despertado a la gente que se preocupaba por cosas aun más importantes para el futuro. Se habían propuesto ser los primeros en el salto tecnológico e industrial que daría China. Pero no ignoraba que si en el país existía gente dispuesta a alimentar mediante su energía el nuevo sistema experimental de fuerza, entre la misma se contarían los granjeros y los obreros de Fukien, los que habían sido liberados del dragón por la tecnología moderna.
Un joven miembro del partido lo condujo del aeropuerto al pueblo. Se mantenía respetuosamente silencioso ante la presencia de un general joven, héroe de la República Popular y figura venerada en su pueblo natal.
Toda la comarca estaba bajo severo control militar. Había controles cada pocas millas y su llegada era transmitida de tramo en tramo por radio-teléfono. Después del tercer control, el conductor se dirigió a Pei para excusarse.
– Es a causa del auto, camarada general, dijo-. Aún se encuentra en la faz experimental y en la lista de los secretos máximos.
Pei sintió que la boca se le secaba, y se maldijo severamente por el resurgimiento del medievalismo del que su padre era culpable. Desde su más tierna infancia, su mente había sido envenenada por cuentos de viejas sobre dragones y espíritus, lo que le había dejado un trauma psíquico. Siguió manteniendo los ojos sobre la ruta. Sentía el traqueteo dolorosamente. Tenía un cuerpo de Pobeda al estilo ruso. De pronto sintió náuseas, una especie de horror físico, como si todos sus nervios estuviesen recibiendo un mensaje intolerable. El principio científico era bien simple: el movimiento era el resultado de las características naturales de la energía, en otras palabras, su "tracción", que trataba de liberarse.
– Lo que resulta extraño, camarada general, es que no parecen importar ni la edad ni el sexo de la energía. No interesa si es de una mujer, de un niño o de una anciana.
– Pienso que no estás suficientemente entrenado para la tarea, camarada -dijo Pei amablemente-. Das la impresión de que has estado escuchando algunas historias de viejas comadres.
– Por favor, no les cuente eso, camarada general. Por favor perdone mi pensamiento atrasado y reaccionario…
– Está bien. No te delataré; te lo prometo.
Luego el conductor hizo un chiste sólo para demostrar que no estaba preocupado. Era el más antiguo chiste chino y fue acompañado por la más vieja sonrisa china.
– No me importaría nada si allí dentro estuviese mi suegra -aseguró.
Pei se dirigió directamente al hospital.
La gente le decía a menudo que Lan era muy hermosa, pero Pei no opinaba al respecto. Ciertamente nunca había mirado a otras mujeres, y el opinar que una mujer era hermosa o no significaba haberla mirado con ojos experimentados. Lan había sido una actriz en el Teatro del Pueblo, que prometía mucho, pero llegó la enfermedad golpeándola con toda la fuerza y los médicos le dijeron que la misma databa de largo tiempo, desde la niñez, y Pei supo que así había sido. Recordaba las inundaciones y el hambre y cómo robaba un puñado de arroz para llevárselo. Se sentó junto a la cama y los dos entrecruzaron una sonrisa optimista. China tenía un gran futuro por delante; las cosas mejoraban a gran velocidad; no había ninguna razón para sentirse tristes y desalentados. Las enfermeras sonreían; los médicos llegaban y sonreían: los otros pacientes los miraban; contentos escuchaban su conversación y reían con discreción. Todos sabían quién era el general Pei y estaban ansiosos de demostrarle su indestructible fe en el futuro, aunque en este pabellón casi todos se estaban muriendo. No obstante, colectivamente, tenían ambiciones tremendas, y allí estaban, radiantes, yaciendo sobre las espaldas, demasiado débiles para moverse. Pei se sentó junto a la cama tratando de encontrar las palabras adecuadas, palabras para transmitirle a Lan valor y esperanza haciéndola enfrentar el futuro con confianza.
– Este año nuestro crecimiento económico ha sido doblemente más rápido que el del resto del mundo y casi tres veces mayor que el de los países desarrollados capitalistas.
– Estoy tan contenta -comentó.
– Nuestros camaradas de la industria textil han incrementado la producción en más de un setenta y cinco por ciento.
Ahora podían mostrar deleite, aunque no les estaba permitido tomarse de las manos ni besarse, y todos sabían que en la forma de sonreírse no había nada de personal o de egoísmo, que la luz de los ojos y la ternura de las sonrisas se debían al incremento de la tasa de producción de los obreros textiles y el crecimiento general económico del país. En China no existían los pequeños mundos privados.
Siguió contándole todas las buenas noticias, puesto que estar allí sentado, en silencio, hubiese sido embarazoso. Había muchas otras cosas que deseaba contar, si bien lo que quería era tenerla en los brazos. La deseaba sobre todas las otras cosas de la vida, casi tanto como ansiaba la prosperidad y la libertad del pueblo chino. Ya era la hora de partir, empero no conseguía arrancar de allí y seguía sentado un tanto rígido, la gorra que tenía la estrella roja sobre las piernas y la cabeza calva al descubierto, mientras trataba de pensar en alguna otra cosa que decir, de las que le gustan a las muchachas.