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– ¿Os he mandado venir?

– César, pasan cosas en Roma.

– Siempre pasan cosas en Roma.

– Tu padre es el nuevo papa.

Se ríe una de las muchachas y le lanza César un manotazo al culo al tiempo que también él ríe. La posibilidad de que el extraño hombre oscuro sea hijo del papa va sumando hilaridades incontenibles y contagiosas, hasta que César deja de reír y empuja a las mujeres para que abandonen el lecho y luego la estancia.

– No podemos salir en cueros.

La desnudez es pecado, santidad.

– No tenéis otra forma de salir. El hijo del papa os autoriza a salir en cueros.

Pero cuando ya han abandonado la estancia entre lamentos y risas histéricas, el mismo César va lanzándoles las prendas a través del rectángulo de la puerta abierta.

Como si se le acabara la conducta, César recupera la situación y contempla la dedicada espera de los tres hombres.

– Mi padre es el papa.

– Burcardo nos ha encargado que vengamos a buscarte. Tan malo es que te dejes ver junto a tu padre como que te vayas de Roma.

Della Rovere ya anda diciendo que estás enfrentado a Rodrigo, y va excitando las jaurías para que se opongan al nombramiento de tu padre.

– Es mi hermano Joan quien ha de defender a mi padre. Él es el hombre de armas. Yo seré un eclesiástico y sólo puedo rezar por él.

Ramiro de Llorca es incapaz para la sonrisa y es agresión cuanto dice.

– Tu hermano no tiene temple para afrontar esta situación. No tiene agallas.

– Mi padre sabrá defenderse solo.

Da por terminada César la audiencia y a pesar de los gestos de Ramiro, predispuesto a marcharse, Miquel no se resigna. Se enfrenta a él, le habla con las caras casi juntas y soporta los progresivos empujones que César le va dando para sacárselo de encima.

– Escucha bien. Yo iba para notario o para profesor de una de esas malditas universidades y desde que nos encontramos en la Universidad de Pisa me he convertido en tu escudero. Me debes todo lo que no he sido y no te debo nada de lo que soy. Te voy a hablar claro.

Sabes que tu padre no podrá seguir maniobrando como hasta ahora. Ya no se trata de ganar la batalla en los despachos o en los sótanos.

Ahora tu padre es un jefe de Estado casi sin ejército y tú sabes que tu hermano no va a dárselo. Tú nos lo has contado miles de veces.

Ha llegado el momento. ¿Crees que es hora de desertar?

– Yo no deserto. Me limito a empezar a presionar. Ha bastado que me marchara para que todo el mundo se pusiera nervioso. ¿Hubiera conseguido el mismo efecto Joan? Me habéis venido a buscar.

Doy más miedo lejos de Roma que en Roma.

Corella empieza a comprender y a sentirse ridículo.

– Entonces, ¿todo ha sido una comedia?

– Elévalo a la condición de farsa.

Corella señala a César y comenta a los otros dos compañeros:

– Es más listo que nosotros tres juntos. Una vez aprendí en un libro, cuando leía, que en estos tiempos de mudanza sólo vale la pena ser condotiero, cardenal, cortesano, filósofo, mago o mago filósofo o filósofo mago, comerciante, banquero, artista, mujer, ¡ah!, y príncipe. Pues bien, de César su padre quiere hacer un cardenal, incluso un papa, pero César en realidad es un condotiero, un cardenal, un filósofo mago que lee a Nicolás de Cusa, a Pico della Mirandola o a los herméticos seguidores de Marsilio Ficino y consulta los astros. Además es un príncipe. Tiene tanto dinero como un banquero y para ser el hombre total sólo le falta ser mujer.

Comprended que le venda mi alma.

No hay príncipe sin sicario, y yo soy y seré el principal sicario del príncipe. ¿Tú también, Ramiro?

Ramiro de Llorca abandona su talante huidizo para responderle:

– Tú serás un sicario humanista, por lo que veo y por lo que oigo. Palabras. Palabras. Palabras. ¿Y yo?

– Un sicario. Simplemente un sicario.

– "Sic debes assare porcum." Señalaba Joan Borja al animal tostado sobre la bandeja al tiempo que sobre él cernía el cuchillo para trocearlo y servirle una ración a Djem.

– No debías haberme dicho que era cerdo. Nosotros no podemos comer cerdo.

– Esta receta es del cocinero del papa Martín V, el restaurador de Roma como centro de la cristiandad, y supongo que aunque seas un infiel se te puede conceder una bula. Come cerdo.

– ¿Puede rechazar un plato de cerdo un infiel prisionero? ¿Qué es aquello que tan bien huele en aquella cazuela?

– Faisán con salsa de piñones y flor de almendro, aromatizado con canela. Y más allá tienes una menestra romana de hígados y pulmón de cabrito con leche de almendras y especias y perdices en escabeche con corteza de naranja. Es una noche excelente para cenar hasta reventar y no acercarse por casa.

Es tradición que el pueblo pueda saquear la casa del elegido papa, y no creo que los saqueadores nos tengan en gran estima.

– Te veo poco afectado por el nombramiento de tu padre.

– Si a él le place, a mí me place.

– ¿Vuestro Dios inspira el nombramiento de los papas?

– Eso dice la doctrina de la Iglesia.

– Tu padre, ¿cree en Dios?

Es desconcierto lo que nubla los ojos de Joan, aunque quiere ser indignación por lo que considera osadía.

– No te enfades. Es una pregunta basada en la observación de su conducta. Es un gran conocedor de las leyes de la Iglesia y de los poderes políticos, conoce como nadie las flaquezas de los nobles y cómo contentar o asustar a los de abajo. Pero pocas veces le he oído hablar de cosas de religión y se muestra tolerante con los judíos y curioso con el mahometismo.

– Mi padre es católico, apostólico y romano, especialmente devoto de la Virgen María, y sabe que las otras dos religiones monoteístas, la tuya y la de los marranos, son falsas. La de los marranos es falsa desde el momento mismo de la Crucifixión de Cristo y la vuestra es una religión fatalista que no cree en la libertad del hombre, aceptáis la esclavitud siempre que el esclavo no sea mahometano, vuestras sanciones eternas son pueriles y os lanzáis a guerras santas para destruir la cristiandad.

– Todas las religiones tienen sus guerras santas. Estoy demasiado gordo para pensar, Joan, pero hay muchas formas de esclavitud y vosotros los cristianos tratáis como esclavos a vuestros prisioneros, a vuestros miserables, sean de vuestra religión o no lo sean. En cuanto a lo que tú llamas nuestras sanciones eternas y dices que son pueriles, a mí no me lo parece. El Corán dice, que cuando morimos, permanecemos "en la embriaguez de la muerte" hasta el día de la resurrección y el Juicio Final. ¿Se puede pedir más que una embriaguez perpetua? ¿Dónde esperáis vosotros el Juicio Final? En lugares horribles como el Purgatorio o el Infierno o en un sitio estúpido como el Limbo. De lo que estoy seguro es de que tu padre nunca irá al Limbo. Pero ¿qué te ha llevado a esta fiesta en la que tú estás disfrazado de turco y yo no? Yo soy turco, Joan.

– A todos los Borja nos gusta disfrazarnos y César va perpetuamente disfrazado. Creo que en España no me dejarán disfrazarme de infiel. Están expulsando a los judíos y acogotan a los mahometanos vencidos. Mi futura mujer es una joven vieja, prima de los reyes de España e hija del Gran Almirante de Castilla. Nos casaremos en Barcelona y los reyes de España serán nuestros padrinos. Me han dicho que María Enríquez duerme con armadura para que no la violen ni en sueños. "Bebamus atque amemus, mea Lesbia." Dio palmadas Joan Borja y los criados corrieron las cortinas para que se deslizaran como siluetas primero bidimensionales las bailarinas vestidas según las convenciones orientales.

– ¿Son turcas? -preguntó Djem.

– No. Creo que son de la Puglia, y cuando no llueve en el sur las muchachas suben a Roma o más al norte para ganarse la comida.

¿Recuerdas estas danzas?

Y bajo el imperativo gesto del anfitrión y el arrastrado sonido de los músicos, las muchachas empezaron a contonearse y a mirar unas veces al este y otras al oeste, sin otra obsesión que convertir su ombligo en el centro de sus contorsiones. Era ataque de risa lo que se había apoderado del príncipe Djem, lo que no le impedía comer a dos carrillos con las manos llenas de las más diversas carnes desgajadas por los dedos ansiosos. No comía Joan, sino que, provisto de una jarra de cobre llena de vino, bebía y se cimbreaba junto a las bailarinas y trataba de imitar sus gestos para hilaridad creciente de Djem. Tanto bebía Joan como comía Djem, y se levantó el turco real para buscar la baranda que daba al jardín y más allá a Roma con el lucerío desperdigado bajo la noche. Vomitó Djem tratando de que lo que salía de su boca no manchara la baranda y fuera a parar al jardín presentido entre las sombras. A su espalda las bailarinas y Joan componían sombras chinescas y la amargura del vómito le provocaba más vómito. Repitió dos veces más las arcadas, se secó las lágrimas y se recreó en la contemplación de las sombras del baile.