Felipe Ii debe reaccionar.
– Me vine de España amenazado por el rey Felipe, tras la muerte de su padre el emperador. Con el padre me entendía a pesar de sus extrañas demandas, pero el hijo es un ser aislado y al mismo tiempo rodeado de burócratas, al emperador le gustaba ordenar las cosas de palabra, Felipe Ii todo lo pone por escrito, para que conste. Tiene graves problemas económicos a pesar de las riquezas de América, se descompone la sociedad y buscan enemigos interiores como causantes.
Pusieron mis obras en el "Índice", especialmente "Obras del cristianismo", así como las de Juan de Ávila o fray Luis de Granada. Hasta el obispo Carranza pasó por la Inquisición, acusado de favorecer la relación directa entre el hombre y Dios, al margen de la liturgia. Acusación falsa, falsedad que le consta al rey, pero prefiere a Carranza en prisión que admitir el error. ¿Nuestro pecado?
Escribir en lenguas romances, tratando de llegar a un mayor número de cristianos y hacer compañía al obispo Carranza, el verdadero objetivo del Tribunal del Santo Oficio. No me asusta la Inquisición, pero no quiero someter a la Compañía de Jesús al baldón de que su general sea sometido a depuración.
– Los jesuitas intranquilizan al poder, son su conciencia intransigente, pero me consta que el rey Felipe le recibirá con agrado.
– Mi salud no es muy buena.
– Un general de los jesuitas, ¿puede colocar su salud por encima de la salud de la cristiandad?
A por los toros, a por los luteranos y a por el Turco.
Aceptan los hombros de Francesc de Borja el encargo con resignación y entre rezos y ensoñaciones de encuentros con Loyola en una tierra o un cielo de nadie, cumple el recorrido convenido. Pero en Barcelona, una vez paseada su nostalgia por la casa del Arcediano, llena de presencias desdibujadas de Leonor y sus hijos niños, emprende peregrinación a pie a Montserrat en busca de los lugares ignacianos. Ensueña a Ignacio de Loyola en su cueva vestido como si aún fuera "l.home del sac".
– Muy bien, Francesc, muy bien. Está saliendo todo muy bien.
Las fundaciones, en las Indias, son la semilla del universalismo de la Compañía.
– Ya no se llaman las Indias, general. Ahora algunos las llaman América.
– Da igual el nombre del lugar donde haya cristianos. Hay que vigilar, siempre hay que vigilar, pero para poder hacerlo primero hemos de vigilarnos a nosotros mismos.
– ¿Ha visto en el cielo a algún Borja?
– No he reparado. Tal vez no hayan llegado todavía.
– Su majestad el rey Felipe Ii le está esperando.
Sale Francesc de su ensoñación y se deja llevar por el chambelán a través de tapices y oscuridades hasta la penumbra donde le espera Felipe Ii mirándole de perfil, severamente, sonrientemente, pero siempre de perfil, como si le costara mover el cuello.
– Bien venido a casa.
– Siempre la he tenido por tal y me he tenido por servidor de Dios y del emperador.
– El cariño que te tenía mi padre lo tengo en mi cabeza. Te veo en los actos fúnebres de mi madre. Junto a mi abuela, la pobre
reina Juana. Departiendo con el emperador, Dios lo tenga en su gloria. Los tiempos han cambiado, duque.
– Si quiere darme algún tratamiento, deme el de general.
– General. No me manifiestes tanta reserva. En el pasado tuvimos malentendidos.
– Con todos los respetos, algo más que malentendidos. No sólo fue introducida en el "Índice" mi obra escrita, sino que ante mi marcha a Roma fue perseguida mi familia: mi hermano Pedro Luis Galcerán de Borja, gran maestre de la Orden de Montesa, otros dos hermanastros procesados y uno de ellos, don Diego de Aragón, ajusticiado en Xátiva, la cuna de la familia.
Se ha distraído el rey, conducida su imaginación por reclamos más importantes, pero vuelve a la audiencia para preguntar:
– Conozco mínimamente el mensaje que me envía su santidad. ¿De qué va esta vez?
– De toros y turcos. Su santidad considera un espectáculo pagano la lidia de toros, por lo que recomienda su prohibición, y propone una gran coalición para derrotar definitivamente al Turco.
– ¿Y los herejes?
– También, por descontado. Luchamos en tres frentes, majestad.
– En cuatro.
– No percibo el cuarto.
– Nuestras propias filas y aquí en España, estamos rodeados de cristianos nuevos, es decir, de falsos cristianos, de moros y judíos hipócritamente conversos que hacen el juego al enemigo. Mis abuelos empezaron la limpieza de sangre y yo voy a terminarla. O la cumplimos o esas razas diabólicas acabarán con lo que representamos.
Y para empezar, tu Compañía, general. Tu Compañía está minada de judíos conversos gracias a la tolerancia de tu antecesor Laínez y también a tu tolerancia.
– San Ignacio me habló de la vigilancia contra el hereje, no contra el converso.
– No os dais cuenta de que son falsos conversos y de que están en todas partes, financiados por las cancillerías extranjeras que quieren arruinar la presencia de España en el mundo en un momento de máximo esplendor. Nuestro imperio se extiende por todos los océanos, pero si tú te mueres, Gandía…
– General.
– General, si tú te mueres, ¿quién es el que tiene más probabilidades de sucederte en el generalato?
– El padre Polanco.
– ¡Judíos! De una familia conversa de Burgos.
Yace en el lecho Borja entre cuidados de negros jesuitas eficaces. Sus semicerrados ojos perciben la gravedad de los rostros, los cuchicheos breves, las miradas inquietas de los que le rodean, algún diagnóstico.
– Tiene llenos de humores los pulmones. Le ha entrado un mal frío.
Ordena.
– Ponedme en condición. He de viajar.
– Imposible la continuidad del viaje.
– Será el último.
– Terminada la misión en Francia, ¿qué otro viaje queda que impida el descanso?
– Roma.
– ¿Qué urgencia espera en Roma?
– La muerte.
Demasiado cansancio para finalmente morir tras un largo viaje, de Roma a Roma, pasando por Barcelona, Madrid, Lisboa y otra vez la ruta del regreso. Demasiado cansancio para pasar de Ferrara, donde el lejano pariente Alfonso de Este insiste en que more en el palacio donde vivió y murió Lucrecia. No entiende el joven duque el rechazo tajante del evidente moribundo, que envía a su hermano Tomás al palacio ducal, mientras él se refugia en el caserón-estudio de los jesuitas ferrarenses. Suben trabajosamente en parihuelas a Francesc de Borja por las escalinatas y dos jóvenes jesuitas dialogan con el duque de Este, jovencísimo y curioso ante la vivencia que ha colocado en su casa al pariente español.
– Gracias, duque, por la contribución de vuestro velero, que ha conseguido traernos por el Po hasta Ferrara. El general no habría resistido el viaje hasta Roma.
– Deber de pariente y de devoto admirador de la Compañía de Jesús, tan bien instalada en Ferrara. Tiene a su disposición a los médicos más expertos y rezan por él en todas las iglesias de la ciudad.
Sobre el confuso rumor de los rezos, Francesc de Borja ve pasar los días del ferragosto tras los abiertos ventanales que dan a las fachadas oxidadas, a los jardines de Ferrara, y en todos los rincones cree percibir la silueta dorada de Lucrecia, sus coqueterías con Strozzi y Bembo, para llegar finalmente siempre a la sonrisa interrogante e inquietada del joven duque, frecuentemente al pie del lecho.
– ¿Conoce lo sucedido en Francia, general?
– ¿Qué se puede conocer desde un lecho?
– Ha habido una matanza de hugonotes durante la noche de San Bartolomé y se acusa a la reina madre Catalina de Medicis de haber instigado la matanza.
– Voluntad de Dios y acción de los hombres. De haber conseguido casar al joven rey Sebastián de Portugal con una princesa francesa… Da lo mismo. Como decía el fundador, no hay mal que por bien no venga. Alfonso, quisiera cumplir mi viaje hasta Roma.