– ¿A quién se refiere usted con sus leales?
– A ti.
– Seguro. Yo siempre fui leal a mi jefe, aunque casi nunca entendía el sentido de lo que hacía.
Alguna vez se lo dije, en los raros momentos en que Miquel de Corella o Ramiro de Llorca o el señor de Montcada dejaban que me acercara a él. Una vez el jefe me dijo, no lo olvidaré mientras viva, que sus actos no eran casi nunca personales: "Yo soy yo y mi familia." Todos los Borja actuaron, todavía actúan, guiados por un instinto de familia.
– Aciertas, Juanito. Hubo algo más, pero sin duda el instinto familiar fue determinante. Eran extranjeros llegados a Italia, donde se encontraron con la hostilidad de las familias y los jefes ya establecidos. Todo lo empezó el tío abuelo de César, el papa Calixto Iii, un pontífice que pilló por sorpresa a las familias italianas y comenzó la saga de los Borja en Roma. Pero hoy no existiría la historia ni la leyenda de los Borja sólo a causa de aquel papa obsesionado con la convocatoria de una Cruzada contra los turcos. Esa leyenda empezó el día en que el padre de César, el cardenal Rodrigo, se despertó al lado del cuerpo de su amante y madre de César, Vannozza Catanei, y se dijo: "Puedo ser papa, quiero ser papa." Sale del cansancio Juanito Grasica para guiñarle un ojo al sabio.
– La cama forma parte de la vida de los Borja.
– No lo dudes. Rodrigo, es decir, Alejandro Vi, el padre de César, empezó a sentirse papa en una cama.
El cuerpo de Vannozza aparece segmentado por los listones de la celosía. El sol se pone y promete la noche y a Rodrigo no le gusta la noche. Musita:
– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor"
– ¿Decías algo? Sólo hablas en catalán cuando estás triste o cuando estás con los tuyos.
– Son unos versos de un poeta valenciano, Ausiás March. Escribió sobre el amor y la muerte.
Hay pliegues en el vientre de Vannozza, arrugas que empiezan a cercarle los ojos, aunque no hayan perdido su condición de lagos serenos, propicios aunque lejanos.
– ¿A quién miras cuando miras?
– A ti.
Los cabellos teñidos le caen dulces sobre los senos cuando se inclina en busca de las piezas de ropa descuidadas sobre una silla.
Rodrigo sube las sábanas para cubrir mínimamente su propia desnudez, mientras analiza las decadencias de Vannozza con una mirada a la vez tierna y asustada.
– Es curioso, a pesar de la oscuridad, es de noche cuando te das cuenta de que el tiempo pasa.
Vannozza esta vez le ha oído y le contempla sonriente pero sorprendida.
– Estás melancólico o me estás diciendo que me hago vieja. No tengo el cuerpo de Giulia Farnesio.
– Quedamos en no volver a hablar de Giulia. Estás muy hermosa. Yo sí me hago viejo. ¿Cuántos años tengo?
– ¿Sesenta?
– Sesenta y uno.
– ¿Y qué?
Se ha vestido Vannozza y se exhibe ante él.
– ¿Estoy guapa?
Asiente Rodrigo y se levanta del lecho envuelto en las sábanas.
Va hacia la ventana que da a un patio interior y desde allí percibe en otra estancia al hombre inclinado sobre los papeles con una pluma en la mano.
– Tu marido escribe. Pero es un mal poeta. Peor, es un poeta vulgar.
Vannozza se pega a Rodrigo y se deja caer de espaldas contra su pecho al tiempo que le coge los brazos y los cruza sobre sí misma.
Ahora son los dos los que observan al escribiente.
– Es un buen hombre y te es leal.
– Si no lo fuera, no te lo habría dado por marido.
– ¿Si no fuera un buen hombre o si no te fuera leal?
– Si no me fuera leal aun a costa de dejar de ser un buen hombre.
Rodrigo suspira, deshace el abrazo, la situación. Empieza a seleccionar sus ropas y paulatinamente su aspecto va adquiriendo la apariencia de un eclesiástico, una apariencia todavía no ultimada, pero ya se siente capaz de decir:
– Hemos de dejar de vernos durante algún tiempo.
– ¿Por qué?
– Empieza el cónclave para elegir un nuevo papa.
El hombre ahora sí completa su vestuario. La casulla cárdena le convierte en príncipe de la Iglesia.
– Todo cardenal quiere ser papa. ¿Por qué no yo?
– ¿Estás loco?
– ¿No puedo conseguirlo? Durante más de veinte años he sido el urdidor de la política pontificia, soy el canciller apostólico. No ha habido paso dado por los papas desde los tiempos de mi tío Alfonso, Calixto Iii, que yo no conozca, que yo no haya propiciado. He dejado que otros lo fueran con menos conocimiento de asuntos de la Iglesia que yo. Yo coroné con estas manos al papa que acaba de morir. ¿Por qué no puedo serlo yo ahora?
– Has tenido siete hijos naturales conocidos y se te atribuyen otros tantos por ahí desperdigados.
– No soy el único cardenal que tiene hijos, Riario los tuvo y fue papa. Della Rovere los tiene y quiere ser papa. Sixto Iv convirtió la boda de uno de sus hijos en un acontecimiento social.
– No eres italiano. Todas las familias italianas quieren ver como papa a uno de su dinastía: Colonna, Della Rovere, Medicis, Orsini, Este, Sforza. Recuerda la campaña que desencadenaron cuando llegasteis los catalanes a Roma, recuerda la suerte de tu hermano Pere Lluís.
– Recuerdo y porque recuerdo quiero ser papa. Toda la historia de los Borja conduce a que yo sea papa y a que el día de mañana lo sea nuestro hijo César.
– ¿César, papa?
Rodrigo pasa por alto la perplejidad de la mujer, sustituida por el rostro de la incredulidad, y la invita a salir del dormitorio con un amplio gesto amable pero autoritario. Él mismo abre la puerta y tira de Vannozza cogiéndola por una mano hasta llevarla a una sala de estar donde sorprenden la espera de César, Lucrecia, Joan y Jofre. Si Lucrecia corre para abrazar a su padre y recibir de él besos en las mejillas y en los labios, Joan inclina la cabeza y junta los talones entre la ironía y el respeto. Jofre, casi un niño, sale del tedio para entrar en la resignación. César no ha movido ni un músculo y espera acontecimientos, de perfil, sentado sobre el alféizar de la ventana que anuncia la noche romana. Viste de negro y agrede el espacio con su nariz de ave rapaz. Se une al grupo Carlo Canale, el marido de Vannozza, que se suma con la naturalidad de un hombre invisible, a juzgar por el poco caso que le hacen los allí reunidos, con la excepción de Vannozza, que se separa de Rodrigo para ponerse a su lado y escuchar juntos lo que va a anunciar el cardenal.
– Hijos míos, os he mandado llamar porque he de comunicaros algo que Joan ya sabe y tú, César, quizá sospeches. El papa ha muerto y empieza el cónclave. Os aviso de que quiero ser papa y haré cuanto esté en mis manos para conseguirlo.
Es César quien le tira un objeto que Rodrigo se ve obligado a cazar al vuelo. Es un puñal enfundado, y desde el silencio, el cardenal pide explicaciones.
– Ya tienes en tus manos algo para conseguirlo.
No es aprobación lo que se lee en el rostro de Rodrigo, ni en el de Joan, y sí alborozo en el de Jofre, mientras Lucrecia sigue refugiada en el pecho de su padre.
– Tú deberías ser quien más cuidado pusieras en lo que haces y dices. Hemos hablado muchas veces de vuestro destino y pasa porque yo consiga ser papa ahora y tú lo consigas a tu vez algún día.
César aguanta la mirada de su padre y contempla a sus hermanos como estudiándolos. Es amor lo que siente por Lucrecia, desprecio por Joan, indiferencia hacia Jofre.
También Rodrigo pasa revista a sus hijos como si los inventariara.
– La familia nos hará invencibles. Los Borja contra el resto de familias que se reparten el poder y no quieren intrusos. Mi tío llegó solo a Roma sin otra protección que san Vicente Ferrer y se rodeó de valencianos y catalanes para defenderse de estos conspiradores. Él no tenía lo que yo tengo. Riqueza. Experiencia en la curia. Una familia. Pero empecé casi de la nada. Mi madre era una señora viuda de Xátiva que gracias a su hermano obispo de Valencia…