– Espera, por favor -consiguió decir Helena con la voz abrasada, cuando pudo recuperar el aliento-. Aquí no. Aquí no, por favor -repitió.
XIV
– Pasa, te estaba esperando -dijo Kosturi, pero Ismaíl no se atrevió a avanzar por temor a encharcarla alfombra que protegía las baldosas del vestíbulo. Permaneció de pie en el umbral de la puerta, con el paraguas en la mano y el anorak reluciente de lluvia. Llevaba una semana sin parar de llover. Toda Tirana vivía dentro del rumor del agua que recubría las plazas y sus estatuas ecuestres, resbalaba sobre los pedestales y las escalinatas de mármol de los ministerios, brillaba plateada en la antena de Radio Albania y escurría monótonamente los estadios deportivos, las ventanas iluminadas de los edificios de oficinas, todos iguales, los terraplenes de derribos Ylas calles estrechas que Ismaíl había recorrido caminando de prisa hasta llegar a la dirección que le había indicado su amigo VIadirnir.
También el ánimo de Ismail parecía definitivamente ganado por el invierno que se le escapaba del pecho en forma de una tos bronquítica por las mañanas, venida tal vez del abdomen o del fondo del alma, no lo sabía. Porque, además, el invierno había traído la renovación del miedo y el recelo ante los desconocidos, con el cierre de la universidad después de los disturbios y el sobrecogimiento nocturno de las calles vigiladas. Volvían otra vez los rumores de siempre y apenas anochecía las calles se quedaban desiertas, horadadas por los ojos vigilantes que se Ocultaban detrás de las ventanas de las casas. No se sabía nada a ciencia cierta y esa incertidumbre hacia que el miedo fuese todavía más denso, como los terrores de la infancia habitados por figuras indeterminadas.
En los últimos tiempos, Ismaíl se acordaba cada vez más de las historias que les contaba Hanna cuando eran pequeños a él y a su hermano, más que para suscitar miedo, por ese sentido preventivo y aleccionador que tienen las historias campesinas en Hungría y en todas partes del mundo, leyendas de merodeadores o de carboneros cargados con sacos que se llevaban a los niños incautos que se alejaban de su casa que desobedecían y se perdían de sus padres; historias de vampiros con capas de terciopelo y colmillos avariciosos, amantes de la noche y de la sangre tierna de los infantes. Nanas que se cantaban desde antiguo y perduraban aún en el recuerdo de las madres y de las nodrizas que arrullaban a las criaturas con el mismo estribillo que ellas habían escuchado en su infancia:
PÚM, pum. ¿ Quién es? El pájaro negro que ahuyenta tu sueño. Uno, dos y tres. Duérmete, mi niño, no tengas miedo…
Nadie se atrevía a quedarse solo jugando en la calle después de que oscureciera, ni a desviarse en el camino si tenía que hacer algún recado. Unos y otros habían aprendido a extremar la cautela ante los extraños. El miedo protector, sin embargo, de nada servía ante los hombres vestidos de negro que rondaban las calles en los grandes coches oficiales, los ojos indagatorios apareciendo y desapareciendo al ritmo de las varillas de los limpiaparabrisas o antelas siluetas encapuchadas que se movían con grandes abrigos, detrás de las linternas, vigilando, siempre al acecho, tan eficaces como brutales cuando entraban en una casa, derribando la puerta, registrando las habitaciones de arriba abajo, papeles, libros, enseres domésticos… sacando a la gente apunta de pistola, amparados en la oscuridad de la noche.
Los ojos de Kosturi eran pequeños y escudriñadores, aunque ahora miraban a Ismaíl con una especie de lentitud aplacada, como esos hombres a los que la edad les ha aportado meditación o escepticismo e incluso arrepentimiento, además de algún achaque. Vestía un jersey gris con los codos muy gastados y unas zapatillas oscuras de fieltro que acentuaban su aspecto envejecido. Mientras se dirigía al perchero para colgar el anorak de su huésped, Ismaíl se fijó en que Kosturi caminaba algo encorvado y arrastraba los pies como si sufriera una dolencia artrítica.
– He encontrado algo que quizá pueda ser una pista, por eso te he mandado llamar -dijo mientras le indicaba a Ismaíl una silla situada frente a una gran estufa de hierro-. Pero siéntate aquí, estás empapado.
– ¿De qué se trata? -preguntó Ismaíl, que miraba ahora con curiosidad a su alrededor.
Había cuatro sillas forradas de plástico granate alrededor de la estufa y un aparato de radio de un modelo muy antiguo sobre una mesa de formica.
La escasez de muebles y las paredes desnudas, con una única estantería metálica al fondo, le daban a la estancia un aspecto administrativo de vieja oficina que encajaba con el aire desalentado de aquel funcionario jubilado, como si la vejez y más que nada la soledad lo hicieran indiferente a las comodidades.
– No lo sé muy bien todavía, aunque parece un croquis, una especie de plano. -Kosturi levantó la tapa de la estufa e introdujo dos gruesas barras de serrín prensado, después abrió el tiro, que se iluminó de pronto con un brusco resplandor rojizo-. Lo que me llamó la atención es que lleva dos firmas, una de ellas pertenece a un funcionario del Departamento de Estado que conocí en el pasado y que estaba encargado de los Asuntos Especiales. La otra te resultará familiar porque pertenece a tu propio padre, el comandante Zanum. La fecha que aparece en el dorso es el 15 de setiembre de 1961 y, según me explicó VIadimir, coincide con el mes y el año en que le perdisteis la pista a ese médico que estás buscando.
– Sí, el doctor Gjorg -confirmó Ismaíl. -En los archivos aparecen varios procesos por esos días, siete en total, pero todos ellos se refieren a personal del propio ministerio. Es decir, lo que se entiende por depuraciones internas. Además, los encausados figuran con su nombre completo y su número de cédula. No hay ningún doctor Gjorg entre ellos. -Kosturi enarcó las cejas con el gesto elocuente de quien se ha pasado media vida rastreando y asociando y por ello mantiene intacta, a pesar de los años, la capacidad de sacar conclusiones velozmente.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Ismaíl, que no acababa de entender adónde llevaba toda aquella digresión.
– He visto esta clase de cosas muchas veces. -Kosturi se calló un momento con expresión abstraída, como si en el fondo de su mente habitara un pozo de gravedad. Después avivó con un punzón la brasa de la estufa, Me refiero a los procesos paralelos -explicó-. Basta con que la denuncia parta de un miembro del buró y se tramite a Asuntos Especiales. Entonces no son necesarias las pruebas, nadie va a hacer comprobaciones. Todo está perdido si uno ha sido sentenciado de este modo. -El viejo funcionario hablaba ahora con vehemencia-. Lo que era recto se torna curvo, las mayores evidencias son negadas, en cuestión de un momento, el mundo entero se viene abajo, nadie se puede fiar de nadie entonces, cuando la furia interna se desata. Cualquiera puede realizar la denuncia, un vecino, un sirviente despechado, un niño, un marido celoso… Una vez que los dispositivos del Departamento de Estado se ponen en funcionamiento ya no hay forma de frenarlos. Créeme, sé muy bien lo que digo. Yo mismo he participado en estas conjuras que ocurren fuera del ángulo visible. Se confeccionan pruebas falsas, testimonios ficticios -continuó con expresión abatida, como si en lo más profundo de su discurso habitara el convencimiento de que nadie nunca puede sustraerse al influjo de una maquinaria tan poderosa-. Nos hemos formado todos en esa religión implacable de doblar la cerviz y asentir o callar ante los que tuvieron el dudoso mérito de forjar este Estado..
Más que el contenido de aquella confesión comprometida e inesperada, lo que le sorprendió a Ismaíl fue el tono empleado por Kosturi, ni beligerante, ni comprensivo, ni perplejo, sino más bien expiatorio, como esas personas a las que al final de su vida el tiempo les brinda una última oportunidad de hacerse perdonar y de dejar de ser los que acaso han sido. Era evidente que el funcionario se había apartado del objeto inicial de la conversación para perderse en sus propios recuerdos, e Ismael sintió que el recelo con el que había acudido a aquella cita comenzaba a desvanecerse a medida que iba hablando aquel hombre, cuya colaboración había ayudado a su amigo, VIadimir Hazbiu, a encontrar la tumba de su padre. Sin embargo, a pesar de que la confianza de Ismaíl aumentaba, iba creciendo también su aprensión ante aquella voz que aparentaba tan estrecha relación con la niebla y los sepulcros.